La Administración Pública en el siglo XXI

I.- Reflexión Preliminar: La crisis del Estado y la huida del derecho público

 Como supo expresar Graneris, el hombre que obra, si lo hace humanamente, es decir, determinándose a la acción de un modo consciente y libre, obra para alcanzar un fin, y la elección de un fin se hace siempre por el impulso de la propia concepción de la vida y del mundo, o al menos en armonía con esta concepción[i]. En otras palabras, en tanto actuamos, esa acción está imbuida de una concepción acerca de las cosas, del hombre, de la vida, de las experiencias vividas que nos hace construir o adoptar una visión integral del mundo. No hay entonces, posibilidad ninguna de esgrimir una teoría para expresar una idea que no esté impregnada de una determinada concepción filosófica.
En el terreno de la Administración Pública y del Derecho, íntimamente ligada a la conducción política del Estado no es posible alcanzar comprensión alguna sobre el quehacer público de manera aislada o derivada de la mera interpretación normativa,  bloqueada a los datos y los valores que la informan.
El Derecho Administrativo, cuyo objeto es el estudio del ejercicio de la función administrativa,  en tanto esta se resume en una actividad concreta actual e inmediata que responde a una exigencia social,  es la arquitectura de la política.
Sentado ello, todo análisis que incluya una relación, que es simbiótica, entre Administración Pública y administrado, no puede estar exento de la consideración de aquellos elementos que configuran el dato histórico político que la nutre, que le da sentido, que transforma a aquella en objeto de una exigencia social.
Es que la organización administrativa es, en esencia, una herramienta para el ejercicio del poder; tiene por lo tanto sustancia política, aún cuando por definición importe subjetivamente una disposición racional de medios.

I.a) Surgimiento y crisis del Estado de Bienestar


Cuando Adam Smith escribió "La riqueza de las naciones" postulando el libre cambio y la abstención del Estado como requisitos necesarios para alcanzar el fin que el nombre de su obra proclamaba, lejos estaban las naciones y los gobiernos de imaginar el derrumbe del Estado liberal-burgués, nacido al amparo de la Revolución Francesa; ni qué hablar, claro está, lo que sobrevino después. Es que, como expresa Schmitt, el liberalismo no contiene una idea específicamente política; la negación de lo político, que está contenida en todo individualismo consecuente, si bien conduce a una praxis política de desconfianza frente a todos los poderes políticos y formas de Estado imaginables, jamás arriba a una propia y positiva teoría del Estado y la política. Consecuentemente, existe una política liberal como contraposición polémica a las limitaciones de la libertad individual — sean éstas estatales, eclesiásticas u otras  — bajo la forma de política comercial, política eclesiástica y educacional o política cultural.[ii]
En realidad, esa idea casi mágica de suponer que las fuerzas del mercado resolvían por si las contradicciones y conflictos de intereses entre los hombres, y la adscripción compulsiva a la misma puede considerarse la razón fundamental que impidió -a las naciones y a los gobiernos- "anticipar" las nefastas consecuencias que simbólicamente se identifica como la "crisis del 30".
Crisis que no se reduce a la pérdida de valor de papeles negociables, sino que implica una verdadera desposesión de bienes y servicios por parte de los asalariados, comerciantes, profesionales, etc. La crisis la soportaron hombres, mujeres, ancianos, niños; personas concretas de carne y hueso, no Wall Street. Fue crisis económica, social y política con su secuela de desempleo, hambre, marginalidad y pérdida de esperanza.
Solo León XIII, en 1891, había denunciado la situación de injusticia social en la carta magistral “Rerum Novarum” y a la que denominó la “cuestión obrera[iii] 
La crisis del capitalismo americano que repercutió en todo el mundo occidental se debió, en la óptica de Barnes, a la prostitución de la prosperidad, a las exigencias de los líderes financieros que solo buscaban grandes e inmediatos beneficios especulativos; el fracaso para asegurar y perpetuar el poder de compra de las masas mediante jornales y salarios adecuados y justos; el incremento de los gastos extraordinarios o generales, la distribución de las deudas debido a las tendencias especulativas de los financieros; la evasión de un justo sistema de contribución basado en el principio lógico de la capacidad para pagar…la nación perdió la cabeza y hasta los sirvientes domésticos arriesgaron sus pequeños ahorros en el “juego de la bolsa”. [iv]  El proceso de transformación que comienza a experimentar el Estado a partir de 1930 –al que no escapa nuestro país- no obedeció por cierto solamente a ese aspecto señalado. La consagración del sufragio, el nacimiento de los partidos políticos, el sindicalismo, son factores también relevantes. Pero el derrumbe económico, por la velocidad de propagación de sus efectos, incidió de manera fundamental en el cambio de rumbo que imprimirá la actuación estatal. La respuesta ante la eclosión socio económica promueve la reforma de la legislación en la necesidad de acompañar el viraje en la concepción del rol del Estado.
De aquella neutralidad –que para muchos ha significado un modo de intervención  a favor del más fuerte- se pasa sin solución de continuidad a una decidida intervención en las actividades económicas con la finalidad de restablecer el equilibrio perdido y promover el bienestar general. Todos los recursos y la organización administrativa estatal serán puestas al servicio de la redistribución de bienes y servicios. Este complejo haz de actividades y prestaciones socio económicas permitirá a García Pelayo, considerar al Estado como un gigantesco sistema de distribución y redistribución del producto social cuya actualización afecta a la totalidad de la economía nacional, a las policías de cualquier especie y a los intereses de todas las categorías y estratos sociales[v].                                   
La “procura de la existencia” en la terminología de Forsthoff, determina un sensible aumento en la producción legislativa, preferentemente de intervención. Se potencia la función de policía, sea regulando, controlando, limitando el ejercicio de los derechos o sancionando conductas otrora reservadas al ámbito de lo privado; y adquiere un rol protagónico el poder ejecutivo como instrumento de acción. La norma general será suplantada por la norma concreta destinada a promover el equilibrio en las cuestiones sociales y económicas singulares (Vg. Alquileres, créditos hipotecarios, subsidios a la producción, etc.), y en muchos casos a delegar en el Ejecutivo la potestad de regular situaciones concretas.
El afán proteccionista y la creencia, ahora, de que la técnica interventora suplía las deficiencias del mercado y aseguraba el equilibrio del sistema constituyeron las razones de su agotamiento, coadyuvado por una corriente revisionista de los fines del Estado, que con el correr de los años será identificada como el “Consenso de Washington”.
La empresa pública erigida en el estandarte del Estado de Bienestar, será, con el tiempo, el chivo expiatorio sobre el que se diseñará un nuevo orden mundial que alcanzará el cenit de su desarrollo en los años noventa.
Es que, como hace notar Rodríguez Chiriello el intervencionismo estatal –que adquirió diversas formas y modulaciones- respondía en definitiva, a la idea de brindar un marco adecuado para el desarrollo de las necesidades vitales del hombre[vi]. En ese contexto, la expansión de la prevención pública en la producción no fue circunstancial ni pasajera; todo lo contrario, poco a poco la creación de empresas públicas fue utilizada como un sistemático instrumento de intervención.
Hacia la década del setenta será seriamente cuestionada, primer índice visible del agotamiento del Estado de Bienestar y del incipiente modelo neoliberal que buscará reemplazarlo. La revisión de los fines del Estado no se hará esperar. Confluye también la crisis del orden económico internacional con una desenfrenada inflación en los países industrializados con altos niveles de recesión que obliga a éstos atender de manera primordial su economía interna. La caída del sistema de Bretón Woods y el embargo petrolero  de 1973 completará el cuadro que indujo y “justificó” el nuevo paradigma  en las relaciones económicas internacionales.
La actividad asistencialista del Estado se torna cada vez más dificultosa por el desequilibrio presupuestario generado por administraciones ineficientes y por la presión de los organismos financieros internacionales que buscan establecer pautas para la ejecución de las economías domésticas direccionadas a satisfacer la deuda pública.
Los informes, dictámenes y estudios realizados por organismos internacionales acerca de una tendencia global –la crisis de la empresa pública- obliga a los gobiernos a re-pensar su rol y, en definitiva, el papel del Estado.
Y como se adelantó, al tiempo que se desarrollaban los eventos macroeconómicos señalados, una nueva corriente doctrinaria neo-liberal comienza a predicar remozadas ideas económicas, que  no obstante su signo, admitían vertientes disímiles. Hayek, Friedmann, entre otros, alientan desde escuelas distintas el retiro del Estado de la actividad económica.
Guy Sorman dirá que la misión del Estado consiste en el mantenimiento del orden –económico, social, internacional- que consiste en una serie de reglas y principios permanentes, pero no es de su incumbencia conducir el cambio porque es incapaz de hacerlo pues su rigidez lo hace particularmente inepto para asumir la innovación[vii]. Resulta claro entonces, que la crisis del Estado de Bienestar – o del Estado social de Derecho- respondió a causas endógenas y también exógenas. Pero en cualquier caso es evidente que aquella se define por la inviabilidad económica y financiera en la “procura de la existencia”, que repercutirá de manera notable en su estructura jurídico-política. De la publificación casi absoluta  se pasará al ausentismo del Estado en aspectos de la realidad social y económica de los que nunca debió apartarse alterándose de manera sustancial la ecuación público-privada. Desde lo político los efectos negativos del cambio de paradigma agravará la situación que los apóstoles del nuevo orden afirmaban se resolvería por el control de las variables macroeconómicas que aseguraría y distribuiría la riqueza[viii]. Lo que no puede dejar de consignarse, más allá de las inconsistencias del Estado Benefactor, que en su abolición no fue ajeno el proyecto de un nuevo orden internacional que tiene antecedentes anteriores a la crisis de aquél. El proyecto ADELA (1963), antecedente de la Comisión Trilateral (1973) ya auspiciaba la apertura de las economías menos desarrolladas, y uno de los mentores de esa Comisión, Brzezinski, sostuvo que el concepto de Estado-Nación había dejado de tener relevancia creadora en la actual vida organizada del hombre.  
Efectuado este análisis preliminar, es necesario abocarse a la situación argentina; cómo se instaló el orden neoliberal en nuestro régimen jurídico, sus consecuencias y alcances. 

I.b) Reforma del Estado, privatización y huída del derecho público  


La crítica, hasta feroz, a la Administración Pública, y por ende al Estado por su ineficiencia y su enorme coste social, encontró eco en nuestro país a partir de datos objetivos –envilecimiento de la moneda, hiperinflación, salarios deprimidos, etc.- que llevó a los actores políticos involucrados a ensayar las nuevas ideas en boga, revistiéndola bajo el pomposo nombre de “reforma del Estado”.
Por cierto, aspectos de esa reforma y su posterior institucionalización en la Constitución  Nacional no pueden ser válidamente atacados. Aquí se alude a la arquitectura montada a partir del proceso de privatizaciones y racionalización administrativa, las que, intencionalmente ejecutadas generaron un “Nuevo Derecho”, que en la práctica sumió en la indefensión a la mayoría, aún cuando doctrinariamente se hablara y se pregonara sobre los alcances de la “tutela judicial efectiva”, como principio liminar del Estado de Derecho.
Es que, si los males se identifican con “lo público” y la solución está en “lo privado”, es de toda lógica suponer que debía reducirse el ámbito del Derecho Público a lo indispensable o absolutamente indisimulable. Eva Desdentado Daroca expresa, en relación al desarrollo del Derecho Administrativo en su país y a los cambios que debe enfrentar, que el proceso de “seudo privatización” de la Administración Pública se ampara en una supuesta inutilidad del Derecho Administrativo cuyo campo de actuación debe ser reducido a lo indispensable y que debe utilizarse allí donde el derecho privado no tiene soluciones[ix].
Paradójicamente, cuando la reforma del Estado debía generar procedimientos aptos para garantizar los derechos de los ciudadanos ante el avance privatizador, terminó configurando un Estado ausente, replegado de sus funciones esenciales. Y aún cuando se comparte que debe replegarse de la actividad económica “la desregulación de cualquier sector requiere una amplia regulación para desregular, que frecuentemente, incluso alcanzada aquélla, al menos en términos bastantes, permanece vigente”[x]. En otras palabras, el libre mercado no es óbice para que el Estado mantenga su presencia y una actitud ordenadora.
La profunda transformación operada a partir de 1989 –en la que también incursionaron la casi totalidad de los países latinoamericanos- implicó el rediseño del Estado y de las relaciones entre éste y la sociedad. Un cambio de modelo que fue incentivado y aplaudido por los centros de poder, los medios de comunicación social y por los doctrinarios de la privatización. Privatización y desregulación –dice Gaspar Ariño Ortiz- tienen un objetivo común: una mayor eficiencia en la asignación de recursos y una apertura al ahorro exterior[xi].
Se instaló una concepción de globalización "fundamentalista", que asignaba al Estado un rol muy exiguo y puramente garantista, en donde lo único que le quedaba por hacer era trasmitir buenas señales a los actores económicos que deciden en el mundo y tratar, en consecuencia, de ser sujeto de sus decisiones de inversión. Las fronteras nacionales habrían sido borradas, los centros de decisión estarían más allá de los Estados nacionales y la única
forma sería acomodarse a estas señales organizando el sistema a nivel nacional en función de los sectores globalizados[xii].
La reforma del Estado se sustentó jurídicamente en las leyes 23.696 de emergencia administrativa y reestructuración de empresas públicas, y la 23.697 de emergencia económica. La primera de ellas promovió el reordenamiento y racionalización del sector público empresario a través de la intervención a todos los organismos y empresas estatales, implementó el programa de propiedad participada mediante el cual los trabajadores y/o usuarios y/o productores de empresas sujetas a privatización podían adquirir parte del capital accionario, autorizó al Poder Ejecutivo Nacional a rescindir todos los contratos de locación de obra pública, garantizó la situación laboral del trabajador en las empresas sujetas a privatización, suspendió la ejecución de sentencias y laudos arbitrales que condenaban al Estado al pago de sumas de dinero, excepto indemnizaciones, créditos laborales, jubilaciones y pensiones, implementó el Plan de Emergencia del Empleo, y estableció el Programa de Privatizaciones facultando al Poder Ejecutivo a declarar a una empresa estatal “sujeta a privatización”.
Esta declaración, que requiere aprobación legislativa, importaba la necesidad de reglar mediante un decreto los modos y los procedimientos del proceso de privatización de cada una de las empresas, aún cuando los Anexos I y II de la ley enumeran las Empresas sujetas a privatización, los modos, los procedimientos y alcances de la misma.
Por su parte, la ley 23.697 puso en ejercicio el poder de policía de emergencia del Estado en virtud de las graves circunstancias económicas y sociales que la nación padecía. Sintéticamente, dispuso la suspensión de subsidios y subvenciones, de los regímenes de promoción industrial y de promoción minera, del régimen de  compre nacional, y liberalizó el mercado de capitales al derogar las normas del régimen de inversiones extranjeras por las que se exigía aprobación previa del Poder Ejecutivo Nacional para las inversiones de capital extranjero en nuestro país.
En la década del 90 la estrategia de desarrollo priorizo la eficiencia económica, motivo por el cual se dejó librado al mercado la asignación de recursos, y limitándose el Estado en garantizar el funcionamiento de los mercados promoviendo reformas en el sector financiero, cambiario y tributario, y las denominadas prestaciones básicas (justicia, salud, educación, seguridad).
Las leyes citadas constituyeron, sin duda, un plan integral. Fueron herramientas a partir de las cuales se rediseñaron las relaciones del Estado y la Sociedad. Ese proceso fue explicitado por los propios mentores y ejecutores. En discursos, y en exposición de motivos de las leyes y hasta en libros. “La ley ha decretado la abolición de un Estado que nos condena al atraso y a la pobreza…el modelo es global, integrado e integrador, en virtud de la necesidad de concretar y construir un sistema social integrado interna y externamente para terminar con la fragmentación cultural. La integralidad…no es una técnica de eficacia o de optimización de resultados, es la necesidad de construir un continente, un marco donde se integre la sociedad, el Estado y los hombres entre sí…En lo económico, se desregula el sector y se suprimen controles liberándose los mercados, los precios, los tipos de cambio…en los institucional se debe redefinir el federalismo…en lo internacional, buscamos romper nuestro aislamiento para integrarnos a la comunidad internacional, de ahí que superamos barreras ideológicas, el conflicto bélico con Gran Bretaña y reinstalamos relaciones armónicas con Estados Unidos…en lo jurídico, buscamos contar con un derecho nuevo que exprese integralmente…la conducta del Estado, de los individuos y de las organizaciones sociales…”[xiii]
La crisis y el cambio se operaron en la Argentina casi sin solución de continuidad. A la coronación de un sistema en 1989 le siguió años más tarde su crisis (terminal) cuyo desenlace se identifica con el 20-D y el inicio de un proceso de reconstrucción de la agenda pública sobre una estructura jurídico político que se había consolidado en cabeza de los monopolios y concesionarios que usufructúan bienes públicos[xiv].
Mal que pese afirmarlo, ese proceso de renacionalización y/estatización lejos ha estado de resultar exitoso[xv]. Solo en el rubro de servicios el Estado Nacional se ha hecho cargo de empresas, que en su momento estuvieron en manos privadas[xvi].

II.-LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y LOS NUEVOS ESCENARIOS


Como recuerda Gordillo, citando a Paul Valery, toda política implica alguna idea del hombre, y toda administración también. Por lo tanto, para definir la estructura orgánico funcional de los variados organismos del Estados es necesario visualizar cómo debe ser la Administración Pública en el Estado Social de Derecho que se postula y se pretende consagrar (derechos humanos + acumulación de capital + desarrollo sostenible).
Oscar Tangelson[xvii] afirmó, a principios de la década del 2000, que la Argentina se enfrentaba, contemporáneamente, con cuatro desafíos: recuperar el crecimiento económico, concretar y consolidar el proceso de integración del MERCOSUR, definir la forma de su inserción en un mundo en profunda transformación como consecuencia de la revolución tecnológica y productiva que se está desarrollando en nuestros días y simultáneamente, lograr la reconstrucción de principios de justicia social que hagan partícipes a sus habitantes de la riqueza que contribuyen a generar. Si ello es así, en orden a lo que aquí se postula no puede aceptarse que los principios que ordenan las instituciones de gobierno en la constitución representen meramente el “equilibrio estático de un orden y no se constituyan en “motor dinámico de sus transformaciones”. Esta idea esencialmente dinámica del derecho que informa un orden jurídico se materializa en la permanente búsqueda del bien común. Es por ello que ese orden jurídico debe atender los problemas de hoy; en un mundo en permanente evolución esa visión estática que refleja un orden jurídico “atado” al pasado constituye una anomalía del sistema que conspira, en última instancia, contra la concreción del bien común. Un modelo institucional no puede interpretarse o calificarse al margen del dato histórico político y los valores que determinaron su aparición, pero ciertamente tampoco con prescindencia de las circunstancias sobrevivientes ni del plexo general en el cual se inserta. La mutabilidad es un dato del orden jurídico, y en tanto está destinado a reglar el comportamiento del hombre en sociedad, se nutre de la interacción de sus miembros. La valoración de los hechos sociales –entendidos como producto de la aludida interacción- es esencialmente dinámica; ocurren  -utilizando una expresión de Husserl- en el “mundo de la vida en común”,  y es en razón de esa valoración que el modelo pervive o es desplazada por la configuración de nuevos paradigmas[xviii].
Adviértase, que el origen sobre la nueva concepción sobre el Hombre y su consideración como átomo primordial en el sistema democrático, encontró en la lucha contra las inmunidades del Poder su cauce para repensar y dejar atrás la idea de la inmunidad sobre la que se asentaba la primacía de la Administración Pública sobre el ciudadano. Como bien lo ha expresado García de Enterría, la demolición sistemática de esos círculos de inmunidad será la gran obra del siglo XX, refiriéndose al poder reglamentario, la potestad discrecional y los denominados actos políticos. Y aún cuando ese proceso de demolición encuentre focos de resistencia en la Justicia, no es allí donde los ciudadanos encuentran hoy, el mayor desafío para la efectiva vigencia de sus derechos.
La globalización y las nuevas tecnologías han ¨comprimido¨ el mundo y configurado un nuevo escenario en el cual han emergido diversos poderes fácticos[xix] que amenazan las conquistas alcanzadas por el Hombre. El proceso de concentración empresarial de los medios y las industrias editoriales y audiovisuales, la adopción de las nuevas tecnologías e infraestructuras de la comunicación, el control de la generación de los flujos informativos y los contenidos culturales de los variados sectores económicos, la cooptación de funcionarios por los carteles de la droga, venta de armas y tráfico de personas, etc., configuran una mapa social difícil de aprehender por la norma jurídica, y de compleja resolución para el poder público. La ausencia de límites entre lo interno y lo internacional, y donde el poder reposa en los mercados con todas sus variantes patológicas, caracteriza este fenómeno, que aparece así como una sucesión de contracciones que integran virtualmente, pero desintegran económicamente, que incluyen en apariencia, pero excluyen socialmente.
Está claro, que las reglas de juego en la globalización no son privativas del poder político, sino que ese poder es difuso y repartido en muchos actores, preferentemente privados (financistas, empresas, la pléyade de asesores económicos y teóricos, las organizaciones no gubernamentales, y los traficantes de divisas, de drogas y de armas[xx], tal como se adelantó precedentemente.
No obstante, cabe tomar nota, como expresa Jorge Gaggero respecto de los flujos financieros ilícitos, que resulta notable la medida en que la composición global de estos flujos contradice a la versión que ha sido impuesta a través de los medios masivos de comunicación e, incluso, de muchos enfoques académicos. En general, la literatura generada en los organismos multilaterales de crédito y –también– la acción de ONGs tales como Transparency International son responsables de la percepción hoy establecida: estos flujos se originarían dominantemente en las actividades criminales (con una significativa participación de la “corrupción gubernamental” –en rigor debería denominarse “corrupción empresario-gubernamental”– entre ellas). Esta estimación muestra que, por el contrario, son las maniobras comerciales ilícitas –principalmente ejecutadas por los grandes bancos, las empresas transnacionales y “ricos globales”– las que nutren alrededor del 63 por ciento del total de flujos ilícitos globales. Del restante 37 por ciento, debido a actividades estrictamente criminales de todo tipo, sólo 3 puntos estarían explicados por la corrupción gubernamental a escala global. Las características de los flujos ilícitos originados en los países en desarrollo, casi la mitad del total mundial, no difieren de modo apreciable de las de los flujos globales[xxi].
De cualquier modo, queda claro que para el ciudadano, ese flujo ilícito de capitales desvanece la idea del ejercicio de una ciudadanía plena en términos democráticos, y coloca al Estado – la Administración Pública – no sólo en el centro de los reclamos y demandas sociales, sino en la encrucijada de adecuar sus sistemas de control para responder a esa exigencia social, que por otra parte, influye decididamente en la legitimidad de su Poder.

II.a) La gestión pública como exigencia social


El redimensionamiento del Estado-Nación conlleva el redimensionamiento del instrumento vital que procesa y concreta los cometidos públicos que define la acción de gobierno del Estado.  La noción de servicio público, ínsita en la naturaleza misma de Administración Pública, importa en la materialización de su concreta actividad la sujeción a la Ley y al Derecho. Y si la realización del interés general, que es válido reiterar configura una exigencia social, consiste en una variedad -como expresa Parejo Alfonso-  de la función ejecutiva denominada “administración” y que es por ello misma, pública, es claro que la capacidad de aquella es: a) enumerativa o acumulativa, en cuanto integrada por la suma de potestades-competencias de que sea destinatario; y b) jurídico-pública, en el sentido de establecida y definida siempre y únicamente por su estatuto propio (el derecho administrativo).[xxii] En otros términos, sus formas y su régimen están determinados por el derecho administrativo, y en tanto quede comprendida en la zona de reserva de actuación del Poder Ejecutivo, es este quien define tales formas y su régimen con sujeción, claro está, al estatuto constitucional.
La estructura organizacional de la Administración Pública es, y lo será aún más en el futuro, compleja, desagregada y esencialmente contingente. Cada órgano, cada estructura componente de la misma responde, en virtud del principio de unicidad, a un centro o comando único; sin embargo al mismo tiempo cada una de ellas persigue finalidades instrumentales específicas, y adoptan formas propias para su funcionamiento y la correcta articulación para el logro de los cometidos públicos.
Ello se ha potenciado en rigor, desde las postrimerías del siglo XX por la gravitación de centros impulsores: desde afuera, producto del proceso de globalización que ha obligado al Estado-Nación a adecuar su funcionamiento y hasta resignar parte de su soberanía, concepto este claramente desteñido en su acepción clásica a partir de los procesos de integración y los pactos internacionales relativos a los derechos fundamentales del hombre y a mecanismos instrumentados para combatir flagelos que conspiran contra la humanidad misma (narcotráfico, bioterrorismo); así también por la gravitación de los nuevos poderes fácticos. Desde adentro, ante la necesidad de dar respuesta a la crisis de gobernabilidad y a la asistencia requerida por los centros locales (Provincias y Municipios).
Qué implica este nuevo escenario? Básicamente, que para cumplir sus fines de ordenación y regulación, la Administración Pública debe reconfigurar su estructura orgánica funcional en aquellos sectores más expuestos, en razón de esas fuerzas gravitacionales que condicionan su actividad. La Administración Pública debe abordar, a través de determinados órganos, aspectos que otrora resultaban inimaginables pero que actualmente resultan una exigencia normativa estrechamente relacionada con el concepto de cooperación que preside la relación entre los Estados en cuestiones que resultan de indudable interés común, y que se traduce sin duda en una exigencia social. Tarea que debe llevarse a cabo con eficacia y eficiencia, conceptos íntimamente relacionados. Como explica Parejo Alfonso “esta conclusión se refuerza a la vista de la explicación que un Diccionario enciclopédico de fines de siglo consigna con motivo de la voz “eficiencia”. Esta se define como el poder para producir efectos y, por tanto, como alusiva a la causa eficiente de la filosofía aristotélica, que es la que produce el tránsito del poder al acto, de la materia indeterminada a la determinada. En este tipo de causa, el gestor de la obra supone necesariamente los medios para la obra (causa material y formal) y el fin de la obra misma (causa final), por lo que aquella se identifica en último término con la formal y la final. La eficiencia no es otra cosa, por ello, que el poder en acto o potencia en ejercicio, tratándose de la causalidad más compleja y más condicionada. Requiere la posesión actual de los medios adecuados para producir el efecto...”[xxiii]. La eficiencia entonces, “significa hacer bien las cosas, la eficacia supone hacer las cosas”. Y no se trata por cierto de apelar a un puro pragmatismo en el que todo lo que es eficaz es por sí mismo, justo, sin importar por qué se hacen las cosas y para qué.
En el ámbito de la organización pública la valoración de la eficacia y de la eficiencia en la gestión es siempre de contenido político.
Se sigue de ello entonces que la Administración Pública, sus órganos, deben responder objetivamente en su estructura jurídica administrativa a la idea de servicio que preside el obrar estatal, en tanto el mismo encuentra sustento jurídico y esencialmente axiológico en los principios liminares del estatuto  constitucional.  Estatuto constitucional que expresa claramente, en palabras de Santi Romano,  la idea  del Estado como organización. De modo que, en tanto ordenamiento jurídico reúne tres elementos constitutivos: la sociedad, a la que está destinada dicho ordenamiento, el orden en sí, como finalidad que persigue y la organización como instrumento o medio para alcanzar ese orden.
En otros términos, aún cuando deban respetarse aquellos principios básicos a los que tradicionalmente responde la organización administrativa (simetría, uniformidad, etc.) lo que verdaderamente importa, en tanto su actuación se traduce en una exigencia social, que responda adecuadamente al fin para la que ha sido creada. Es precisamente esta idea directriz la que permite asegurar el principio de unicidad del Estado, pues si se acepta que hoy por hoy, el Estado está estructurado en base a una Administración Pública desagregada, compleja y contingente, en tanto cada uno de los órganos que la componen cumpla adecuadamente con sus funciones, la unidad que se pregona estará garantizada.
No es la verticalidad strictu sensu la que garantiza la unidad estatal. De hecho no es así, pues cada porción de la Administración Pública está determinada en su actividad diaria por nodos impulsores diversos y hasta distintos. Lo que hace que aquella se preserve es el cumplimiento de los fines específicos que justifican su existencia.
Adviértase, por último, que en el derecho público actual, junto a los derechos tradicionales de los ciudadanos frente a los poderes públicos que implican un deber de abstención por parte de éstos, se afirman aquellos derechos respecto de los cuales existe una obligación de los poderes públicos que se traduce en la realización de comportamientos positivos o prestaciones. Derechos que no sólo aparecen constitucionalmente reconocidos, sino que tienden también a ser formalizados, articulados y procedimentalizados de tal forma que han pasado a ser el motor de la acción administrativa[xxiv].
De modo tal, la Administración Pública como instrumento de ejecución, debe estar convenientemente dotada de los poderes jurídicos necesarios para gestionar los cometidos públicos que el Estado asume a través de sus órganos de gobierno. Como ha expresado Oyhanarte, el gobierno, que no es una suma de decisiones individuales e inconexas, requiere una política vertebradora y esta política actúa a través de la función gubernamental. Función gubernamental cuyo buen funcionamiento está supeditado dentro del Poder Ejecutivo a que su organización le permita desempeñarse como un centro de comando rápido, informado, y verdaderamente “eficaz”. 
No debe olvidarse que esa realidad viviente que constituye la organización jurídico política del Estado, se nutre y adapta sus formas al dato histórico político, a la realidad social, que a través de sus demandas y requerimientos le brinda al Estado el insumo necesario para definir políticas, que se traducen en la órbita de la Administración Pública, por su carácter instrumental, en cometidos públicos a alcanzar a través de los más diversos órganos que la componen.
Cuando estos órganos carecen de los poderes jurídicos necesarios torna abstracta la función asignada e ineficaz la acción del Estado, y el signo de la ineptitud para alcanzar los objetivos comunitarios, transforma en ilegítima la acción de gobierno.
Válido es remarcar que la idea que se postula acerca de la función como exigencia social denota la relevancia jurídica de aquella, y revela asimismo la razón de ser de la Administración Pública, bajo una clara premisa: no aislar al Derecho de la comunidad política, o de la sociedad si se prefiere este término.
Queda claro entonces, que para que la función administrativa pueda configurarse y responder al aludido postulado, no basta la mención legal de la materia que comprende. Exige una atribución competencial y un fin. Atribución competencial que importa no solo la enumeración de tareas respecto a la materia asignada, sino asimismo, el suficiente poder jurídico para llevarlo a cabo.

II.b) La atribución competencial de la Administración Pública

II.b.1.- Sobre la interpretación de la ley


Entiendo necesario, previo a referirme a las potestades públicas, reseñar algunos aspectos sobre la interpretación de la ley. Es que ninguna realidad puede ser aprehendida totalmente por la norma jurídica, y en tanto su aplicación comporta siempre el desafío de su eficacia, entrañe aquella mayor o menor dificultad, siempre importa un razonamiento de subsunción del hecho a la norma. Y en ello consiste precisamente la interpretación jurídica.
Un enfoque progresista como medio de interpretación nos indica que la Constitución, en cuanto instrumento de gobierno permanente, al mismo tiempo que ordenamiento jurídico y moral de la Nación, cuya flexibilidad y generalidad le permiten adaptarse a todos los tipos y circunstancias, debe ser interpretada teniendo en cuenta, no solamente las condiciones y necesidades existentes al momento de su sanción, sino también las condiciones sociales, económicas y políticas que existen al tiempo de su interpretación y aplicación, a la luz de los grandes y altos fines que informan a la ley suprema, fundamental y fundacional del país[xxv].
El jurista norteamericano Roscoe Pound que fuera decano de la Facultad de Derecho de Harvard, enfatizaba con profunda agudeza que: el derecho debe tener estabilidad y, sin embargo, no puede permanecer inalterable. Por ello, toda meditación en torno al derecho ha tratado de reconciliar las necesidades contradictorias de estabilidad y transformación... es necesario pues, que el orden jurídico sea flexible y al mismo tiempo estable. Es preciso someterlo a revisión y readaptarlo a las alteraciones que experimenta la vida efectiva que ha de regir. La flexibilidad es una condición indispensable para que una constitución, o toda norma jurídica de rango inferior puedan mantenerse y perdurar a lo largo de varias generaciones y a través de las diversas vicisitudes institucionales de un país. La flexibilidad no es sinónimo de facilidad de cambio, sino que en realidad significa lo opuesto. Un objeto flexible es uno que puede ser doblado sin que se rompa, que puede ser ajustado a las nuevas condiciones sin experimentar un cambio sustancial.
En la interpretación constitucional debe tenerse siempre presente que, como instrumento de gobierno que es, la Constitución y todas las normas inferiores es un ordenamiento flexible, capaz de recibir, a través de la interpretación, la influencia de la idea, de las fuerzas, de las tendencias que señalan el nuevo sentido de la vida en un proceso en constante movimiento. La Suprema Corte de EEUU ha consagrado este criterio en forma reiterada. Así, en el famoso caso “McCulloch v. Maryland”, (4 Wheaton 316, año 1819), el Juez Marshall estableció que “... la materia es la ejecución de esos grandes poderes de los que el bienestar de una Nación depende esencialmente. Esta disposición ha sido tomada en una constitución destinada a perdurar durante siglos y, en consecuencia, a adaptarse a las diversas crisis de las cuestiones humanas...”. Posteriormente, el mismo magistrado, en el caso “Cohen v. Virginia”, decidido por el alto tribunal norteamericano, dijo que “... una constitución es elaborada para los tiempos por venir y esta ideada para alcanzar la inmortalidad tanto como las instituciones humanas pueden lograrlo...”.
Bien entendido que las condiciones de flexibilidad que deben satisfacer la constitución y el ordenamiento jurídico general, en modo alguno permite que su adaptación y acomodamiento a los nuevos hechos y condiciones llegue al extremo inaceptable de comprometer y desnaturalizar los propósitos y en general el espíritu de la ley fundamental y el ordenamiento jurídico hasta la destrucción de éstos.
El famoso constitucionalista norteamericano Cooley, dijo “... ningún instrumento puede tener el mismo sentido hoy que en el porvenir, su interpretación debe hacerse a la luz de los hechos que le precedieron y le dieron existencia, a la luz de la historia contemporánea y de lo que dijeron sus autores y los fines que tuvieron en vista...”.
Pero sin duda, la reflexión más oportuna para citar en orden a lo expuesto, proviene de nuestra propia historia política. Así, la Comisión Examinadora de 1860 expresó: “La Comisión al proyectar esta serie de reformas ha estado muy distante de participar de la creencia vulgar de que cuanto más restringidos se hallen los poderes, tanto más garantida estará la libertad. Por el contrario, ella piensa que los poderes han sido instituidos para garantizar la libertad, y para  que su acción sea eficaz es indispensable que tengan los medios de influir sobre los hombres y las cosas, moviéndose libremente dentro de las órbitas trazadas por la ley”[xxvi].
Su interpretación auténtica ¨no puede olvidar los antecedentes que hicieron de ella una creación viva, impregnada de realidad argentina, a fin de que dentro de su elasticidad y generalidad que le impide envejecer con el cambio de ideas, crecimiento o redistribución de intereses, siga siendo el instrumento de la ordenación política y moral de la Nación”[xxvii].
La directiva en estudio ha sido puesta de relieve por diversos autores, aunque bajo denominaciones o fórmulas distintas. Pérez Luño, respaldándose en Ehmke, afirma que la interpretación constitucional es dirigida por el postulado de la “eficacia o efectividad” en tanto encauza “la actividad del intérprete hacia aquellas opciones hermenéuticas que optimicen y maximicen la eficacia de las normas constitucionales, sin distorsionar su contenido”.
Siguiendo este prisma de observación habrá de observarse que lo importante, ¨no es seguir pautas gramaticales sino computar el significado profundo de las leyes¨…¨ teniendo en cuenta su contexto general y los fines que la informan¨. ¨Lo importante es definir no lo que las normas parecen decir literalmente, sino lo que dicen jurídicamente¨[xxviii].
Desde esta perspectiva los métodos de interpretación de la Constitución y de las leyes permiten efectuar modificaciones necesarias e imprescindibles para lograr la finalidad impuesta por las normas jurídicas, las que deberán modificarse parcialmente, sin pretender que se tome como una crítica a la eficacia que seguramente obtuvo al momento de su dictado, pero que en una instancia determinada pueden haber perdido eficacia, es decir, que el móvil establecido no alcanza para satisfacer los fines propuestos que hace al interés público concreto de la actividad que regula.
De acuerdo con lo expuesto, la administración moderna se encuentra fuertemente vinculada por el principio de eficacia como condición de legitimidad de su actuación, regida a su vez, por los principios de continuidad, permanencia y obligatoriedad: todo organismo de la función ejecutiva carece de la opción entre obrar o no hacerlo, ligado como está por el deber positivo de actuación. Es que, si se pretendiese esperar en cada caso la indicación expresa de la ley, podría perder el momento adecuado para su intervención ya que las leyes captan normalmente muy tarde las situaciones de necesidad, en las que precisamente una sociedad democrática requiere más impacientemente su resolución por parte del Estado, lo que significa especialmente por parte de la Administración pública. Por ello se suma que no solamente se agota la competencia en lo expresamente conferido sino también, en su interpretación racional.

II.b.2.- La competencia administrativa


Como se sabe, la competencia administrativa es una asignación de atribuciones y deberes (medios), para establecer en forma mediata o inmediata relaciones jurídicas destinadas a satisfacer los fines también asignados. La obligatoriedad y generalidad propia de sus cometidos, son fundamento del derecho del ciudadano a exigir su efectiva prestación, como así de toda la comunidad atento a la especificidad de aquellos (v.g. seguridad, salubridad, etc.).
La competencia es lo que verdaderamente caracteriza una repartición administrativa y la distingue de otras. En mérito a lo que antecede, la competencia es definida como el complejo de funciones atribuida a un órgano administrativo, o como la medida de la potestad atribuida a cada órgano. No se puede dejar de lado que la competencia no constituye un derecho subjetivo, constituye una obligación del órgano[xxix].
La competencia es improrrogable, obligatoria, por hallarse establecida en el interés público. Por lo tanto, la potestad del titular conforme a sus funciones constituye una concreta obligación,  y que además son “irrenunciables”[xxx].
Siguiendo esta línea argumental, el concepto de potestad – como atribución competencial – se encuentra en intima relación con otras nociones jurídicas, tales como derechos subjetivos,  capacidad, relación jurídica, facultad, deber y obligación, y, por ello, la depuración teórica de este concepto ha de formularse teniendo presente estas otras nociones, ya que un análisis aislado del mismo conduciría inevitablemente a errores e imprecisiones en las normas que rigen la competencia de un órgano administrativo en forma directa.
El concepto de potestad es necesario construirlo sobre la base del derecho positivo y no una construcción imaginaria y arbitraria de competencia. No se puede mantener en el mundo jurídico aquella normativa que desnaturalice o entorpezca la función administrativa activa,  ya que la misma violentaría el bloque de juridicidad, así como esteriliza de hecho, principios liminares de organización público administrativa (servicialidad, objetividad, eficacia) al tiempo que conspira contra el fin perseguido; como así tampoco forzar indebidamente la télesis normativa para generarse la propia Administración Pública una esfera de inmunidad para actuar arbitrariamente.
La ley es, como se sabe, lo que define esa vinculación positiva del Estado y permite arribar a un juicio de valor con efecto jurídico sobre el accionar de aquél.
En este sentido se expresan Eduardo García de Enterría y Tomas Ramón Fernández sosteniendo que: el derecho no es, pues, para la Administración una linde externo, que señale hacia fuera una zona de prohibición y, dentro de la cual, puede ella producirse con su sola libertad y arbitrio. Por el contrario, el derecho condiciona y determina, de manera positiva la acción administrativa[xxxi].
Bartolomé Fiorini, en su ya legendaria teoría de la justicia administrativa, encabeza el capítulo destinado al control sobre la actividad administrativa de este modo: “hemos observado y comprobado como la actividad de la administración no puede ser arbitraria, ilegal e inmoral: cuando desarrolla su labor debe hacerlo jurídicamente, dentro de las normas de derechos expresadas en las leyes positivas o en los principios generales e implícitos que surgen del orden jurídico y al mismo tiempo, tratar de cumplir con la mayor eficacia los fines públicos. La administración no podrá realizar su actividad en forma inconstitucional, ilegal, ilegítima e ineficaz”. Todo órgano administrativo, en el ejercicio propio de su competencia y potestades, tiene la obligación irrenunciable de mantener principios básicos que hacen al cometido esencial del Estado, cuya ejecución se particulariza por su generalidad, uniformidad, igualdad, continuidad, regularidad, y obligatoriedad[xxxii]. La presencia inexcusable del interés público obliga al órgano ejecutor de un cometido esencial, a satisfacerlo de manera efectiva, para lo cual,  debe contar y poder ejercer todos los medios, expresos o implícitos, necesarios para asegurar que se obtenga aquel resultado.
Por ello, y, por encima de todas esas condiciones y circunstancias, la idea que predomina en esta materia es la que todo cometido esencial, para ser realmente concretado, debe estar dirigido a obtener la satisfacción de una necesidad de interés general, o más precisamente, de interés público.
Las facultades implícitas surgen de la cabal comprensión de lo dicho sobre el poder eficaz. La doctrina en general observa atinadamente el abandono del viejo principio sobre la competencia legal expresa y se basa en la teoría de Linares sobre los postulados de la permisión.
Fue por ello que surgió la teoría de la competencia implícita, según la cuál, los órganos o entes administrativos no solamente están dotados para ser todo aquello que les ha sido establecido expresamente en sus normas atributivas de competencia, sino que también pueden – y deben – hacer aquello que implícitamente esté comprendido en aquellas, según
una interpretación razonable.
Entre nuestros administrativistas, quien desarrolló inicialmente esta segunda doctrina fue Juan Francisco Linares en su trabajo publicado hace casi cuatro décadas y, luego ha sido seguido por Cassagne, haciendo rumbo en la doctrina posterior[xxxiii].
Como enseña Comadira, predominan los criterios amplios que el que fuera denominado postulado de la permisión expresa, en razón de la cual, sólo se encontraban autorizados lo que se estaba expresamente permitido. Estos criterios ubican la posibilidad de acción del órgano o ente estatal, no sólo en lo expresamente autorizado sino también, en lo razonablemente implícito, o bien en el principio de especialidad aplicado a la determinación de la capacidad de las personas jurídicas privadas. Señala el autor, que un adecuado criterio de síntesis de estas posturas, debería conducir a interpretar las normas atributivas de competencia como otorgadoras de la aptitud legal para hacer todo lo que esté expresamente permitido y razonablemente implícito en lo expreso, definiendo el contenido de este último ámbito a la luz del principio de la especialidad tal como es considerado en el derecho privado respecto de las personas jurídicas[xxxiv].
En tal sentido resulta oportuno recordar los conceptos vertidos por el célebre juez Marshall de la Corte de Estados Unidos en el caso "Mc. Culloch c. Maryland", cuando al defender los poderes implícitos del Congreso Federal -a la luz del art. I, sección B de su Constitución Nacional- sostuvo que "se puede argumentar con toda razón que un gobierno al que se han confiado tan amplias atribuciones y de cuya ejecución depende tan vitalmente la felicidad y la prosperidad de la Nación debe también estar dotado de amplios medios para su ejecución. Nunca puede ser su interés y no se puede presumir que haya sido su intención dificultar su ejecución rehusando los medios más apropiados"[xxxv].
En muchos casos, también, la Administración Pública para el ejercicio correcto de su competencia debe responder a los denominados poderes inherentes, de contornos similares a las facultades implícitas. Mientras que en las implícitas las facultades surgen de la propia norma, los poderes inherentes no surgen por inferencia lógica de la misma, sino que residen en el órgano: son las facultades o potestades propias de la naturaleza del órgano o institución determinada. Es una condición sustancial, inseparable de la esencia misma del órgano. Los poderes implícitos derivan siempre del enunciado de una norma explícita, ya que la facultad implícita coexiste a priori con la facultad antecedente expresada en la norma (relación de conexidad). Los poderes inherentes por el contrario emergen de la naturaleza misma del sistema ya que son competencias propias y originarias de la naturaleza de una institución inseparable del núcleo del órgano creado por un determinado sistema constitucional[xxxvi] 
Los poderes implícitos son legales, derivan de la norma jurídica. Los poderes inherentes son consustanciales, derivan de la naturaleza misma del órgano. Los primeros son contingentes, estos últimos naturales. Los primeros pueden ser borrados del orden jurídico por el órgano legisferante competente, los segundos son meta jurídicos. Los primeros giran en torno al órgano por una decisión implementada jurídicamente, los segundos son nucleares; sin ellos, el órgano en cuestión pierde el contenido esencial que lo identifica.
Es por este camino que aflora y se basa la teoría de la eficacia administrativa y, como ha sostenido la CSJN una administración ágil, eficaz y dotada de competencia amplia es un instrumento apto para resguardar, en determinados aspectos, fundamentales intereses colectivos de contenido económico y social que de otra manera sólo podrían ser tardía o insuficientemente satisfechos[xxxvii].
Desde otra perspectiva, ha sostenido Julio Oyhanarte que es menester un Estado eficaz. El gobierno debe ser ante todo eso: gobierno. Esto significa organización, un marco político y administrativo estable y en funcionamiento, instituciones políticas adecuadas y una administración pública efectiva[xxxviii].
Parafraseando a Bidart Campos “... esos bienes y fines –con un pasado histórico – hoy deben ser alcanzados y mañana deben ser prolongados y perfeccionados, combinando “futuro y presente” para que ya “hoy” se alcancen los valores preambulares[xxxix].
Todo organismo estatal debe tener presente además, para la ejecución del cometido delegado, las razones de actualidad y mejor servicio. La actividad desarrollada deberá mantenerse actualizada con respecto a las necesidades sociales del tiempo presente.
El Estado es responsable de brindar las prestaciones que la sociedad requiere, aquí y ahora, con adecuada vigencia tecnológica. El progreso científico y tecnológico hace surgir otros requerimientos, otras formas de gestión, que el Estado, principalmente responsable del bien común, debe hacer posibles. Una prestación que responda a una forma obsoleta no cubre las necesidades del tiempo presente. El cumplimiento de los cometidos esenciales debe mantener esta premisa en forma ineludible y asegurar una permanente actualización para la realización de sus fines. En ese aspecto la planificación, como técnica, importa la ordenación racional de la convivencia[xl].

Nuevos retos en el Horizonte de las Administraciones Públicas enhttp://www.um.es/gap/nuevos_retos_en_el_horizonte_de_las_AAPP.pdf

III.- SÍNTESIS


a.- Los cometidos estatales, y por ende, las técnicas de administración son esencialmente
contingentes.
b.- La Administración Pública, sus órganos, deben responder objetivamente en su estructura
jurídica administrativa a la idea de servicio que preside el obrar estatal, el que encuentra sustento jurídico y axiológico en los principios liminares del estatuto constitucional.
c.- Idoneidad, eficacia, celeridad y economía de medios son principios rectores que tiene que presidir la organización público administrativa, sea centralizada o descentralizada.
d.- En órganos cuya actuación se halla imbricada no solo por mandatos legales internos, sino también por las exigencias convenidas internacionalmente, es imprescindible interpretar el cuerpo normativo a la luz del principio de estabilidad relativa para garantizar la función ordenadora de la actuación administrativa.
e.- La interpretación de un cuerpo normativo, sea la propia Constitución o una norma de rango inferior, debe realizarse teniendo en cuenta no solamente las condiciones y necesidades existentes al momento de su sanción, sino también las condiciones sociales,
económicas y políticas que existan al tiempo de su aplicación, a la luz de los principios fundantes de nuestra organización jurídico política.
f.- La idea de la exigencia social como elemento dinamizante de los cometidos públicos asumidos por el Estado, solo puede viabilizarse a través de la actuación de la Administración
Pública, la que requiere para que dicha actuación sea eficaz, sea investida de las potestades
necesarias para tal fin.
g.- La servicialidad y objetividad que preside el obrar administrativo requiere, frente a una realidad compleja y heterogénea de una permanente adecuación del marco legal que define su sujeción a la ley y al derecho. Exige un espacio jurídico que permita armonizar sus acciones y cometidos en una Administración proteica y desagregada, expuesta a demandas
recurrentes y a controles diversos (parlamentarios, jerárquicos, económicos financieros, etc.).
h.- Conforme principios inveteradamente reiterados, “quien contrae la obligación de prestar un servicio lo debe realizar en condiciones adecuadas para llenar el fin para el que ha sido establecido”.
i.- Los órganos o entes administrativos no solo están habilitados para ejecutar aquello que la norma legal expresa o implícitamente establece, sino también los que resultan inherentes a su propia naturaleza.
j.- Los poderes inherentes emergen de la naturaleza misma del órgano, son consustanciales a su existencia, le dan forma y contenido esencial.





[i]. Giuseppe Graneris; Contribución tomista a la filosofía del Derecho, Eudeba, Bs. As., 1977, pág. 4).

[ii] Lo que no existe es una política liberal en si misma sino siempre y tan sólo una crítica liberal de la política. La teoría sistemática del liberalismo se refiere casi exclusivamente a la lucha política interna contra el poder estatal y ofrece toda una serie de métodos para controlar y trabar a este poder estatal en defensa de la libertad individual y de la propiedad privada; para hacer del Estado un "compromiso" y de las instituciones del Estado una "válvula de escape"…¨ Carl Schmitt — El Concepto de lo Político.
 
[iii] Expresaba León XIII: “Porque la clase de los ricos, como se puede amurallar con sus recursos propios, necesita menos del amparo de la autoridad; el pobre pueblo, como carece de medios propios con que defenderse, tiene que apoyarse grandemente en el patrocinio del Estado. Por esto a los jornaleros, que forman parte de la multitud indigente, debe con singular cuidado y providencia cobijar el Estado”.
[iv] Historia de la economía del mundo occidental”, edición 1955, Pág. 337 y sig..

[v] “Las transformaciones del Estado contemporáneo”; ed. 1977, Pág. 35.

[vi] Función económica del Estado y Privatización”, en Anuario de Derecho 1, Univ. Austral, Pág. 351 y sig.

[vii] El Estado mínimo”, Edit. Atlántida, 1986, 1ra. Ed., Pág. 33.

[viii] El dogma neoliberal, al privilegiar el desarrollo económico por sobre cualquier costo social o ambiental, y al propiciar el retiro del Estado, dejó en manos privadas áreas sensibles y de gran trascendencia que eran obligaciones estratégicas de los gobiernos. El cambio de modelo económico aumentó la pobreza y la inequidad, creció la deuda externa y la degradación ambiental. Informe de la ONU, Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Fuente: Clarín, edición del 4 de abril de 2004.

[ix] La crisis del derecho administrativo… Tirant lo Blanch 1999, pág. 105.

[x] Sebastián Martín-Retortillo Baquer: “La crisis del Estado social de Derecho”, en RDA Nº 12, año 2000, Ed. Desalma, BS. As., Pág. 8.

[xi] Junto a los procesos de privatización de actividades y empresas, los países centrales del Cono Sur, especialmente la Argentina y Chile, están llevando a cabo un interesantísimo cambio en el marco regulador de aquellas actividades privatizadas que constituían hasta ahora –y lo siguen siendo- los grandes servicios públicos del país o, si lo prefieren, aquellas actividades de interés económico general o sectores estratégicos, sobre los que descansa la vida de una sociedad: el petróleo, el gas, la electricidad, el abastecimiento de agua a poblaciones, el transporte en todas sus modalidades…las telecomunicaciones…y el sistema financiero; amén de algunas obras públicas que son la infraestructura necesaria de aquéllas: aeropuertos, puertos, autopistas, canales y presas, que en los últimos años han sido también otorgadas en concesión a empresas privadas. En todos sus campos, la privatización ha tenido que ir acompañada de un nuevo marco de actuación, un nuevo modelo jurídico, adecuado a los sectores privatizados…La Argentina o Méjico, junto con Chile, son hoy un ejemplo para muchos de los países de la UE…” Aut. Cit., “La regulación económica”, Editorial Ábaco, Bs. As., 1996, Pág. 64-65).

[xii] Véase García Delgado, Daniel; La reforma del Estado en la Argentina: de la hiperinflación al desempleo estructural en Revista del CLAD Reforma y Democracia. No. 8 (May. 1997). Caracas.

[xiii] Menem, Carlos y Dormí, José; “Reforma del Estado y transformación nacional”, Pág. 93 y sig.

[xiv] La apertura de la economía y las privatizaciones abrieron el juego a las compras y ventas y al aterrizaje de grupos extranjeros en los 90. La primera oleada de ventas, que incluyó la mayoría de las privatizaciones, ocurrió entre 1993 y 1995. Luego hubo otro gran período de ventas, entre los años 1996 y 1998. En esos años, holdings, fondos de inversión y empresas se quedaron con marcas emblemáticas como Villavicencio, Terrabusi, Bagley y Canale, petroleras como Comercial del Plata y EG3, bancos como el Río, el Francés o el Roberts, automotrices como Sevel, la refinería Astra, la fábrica de pinturas Alba, y bodegas como Peñaflor, Trivento, Norton, Navarro Correas, Etchart y Graffigna.
Empresas europeas como Repsol, Telecom, Telefónica, Endesa, Gas Natural, Electricité de France (EDF) y el grupo Suez coparon el mercado de servicios públicos. Las dos últimas ya se fueron del país.La avanzada brasileña se quedó con Loma Negra, Alpargatas, Quilmes, los frigoríficos Swift, CEPA, Quickfood y Col-Car y la petrolera Perez Companc, que fue absorbida por la estatal Petrobras. El banco Itaú se quedó con el Buen Ayre, y la siderúrgica Acindar, que pertenecía a la familia Acevedo, fue absorbida por la brasileña Belgo Mineira. Ambas forman parte ahora del grupo Arcelor Mittal. La firma agroindustrial Los Grobo, con el fin de expandirse en el Mercosur, incorporó como socio al grupo PCP.

[xv] A la larga lista mencionada en la nota anterior debe agregarse, a modo de ejemplo, que la cadena de materiales para la construcción Blaisten pasó a manos de la chilena Cencosud, que controla también las cadenas Jumbo, Disco, Easy y Súper Vea. Otra cadena trasandina, Falabella, se quedó con Pinturerías Rex. Dentro de la industria alimenticia, el grupo chileno CCU se quedó con las cervezas Bieckert, Imperial y Palermo, y otra empresa del país vecino, Bethia, adquirió la láctea Milkaut.

La incursión mexicana tuvo un actor excluyente: Carlos Slim, el hombre más rico del mundo. A través de Telmex, se quedó con la compañía de telefonía celular CTI, Techtel y Ertach. Otra empresa mexicana, Bimbo, compró la panificadora Fargo; Televisa le compró a la familia Vigil la Editorial Atlántida, y otro empresario mexicano, Angel González, le compró Canal 9 a Daniel Hadad.

Solo quedan dos grandes grupos de capitales nacionales: Techint y Arcor.  De las 200 empresas que más facturaron en el país en 2007, 128 eran de capital extranjero. Diez años antes, eran 104. Esas 200 compañías facturaron $ 455.547 millones en 2007, de los cuales el 77,3% fue de empresas extranjeras, según un informe elaborado por la CTA.

[xvi] Una nacionalización emblemática fue la eliminación de las Administradoras de Jubilaciones de Fondos y Pensiones (AFJP) y traspasar todo el sistema previsional a la órbita estatal. Otros emblema del proceso de nacionalización fueron Aerolíneas Argentinas y Austral; AySA, que reemplazó al grupo francés Suez en el servicio de distribución de agua y cloacas del área metropolitana y la empresa francesa, Thales Spectrum, que perdió el control del espacio radioeléctrico. Shell, Endesa, Gas Natural, Metrogas y Pan American Energy, esta última con socios locales, son sobrevivientes extranjeras que aprendieron a convivir con el nuevo entorno. Sin que implicaran nacionalizaciones -ya estaban en manos argentinas-, el Estado también absorbió al Correo Argentino y los ramales ferroviarios San Martín y Belgrano Cargas y los Astilleros Tandanor.


[xvii] Argentina frente al siglo XXI. (Oscar Talgenson es Licenciado en Economía Política por la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos   Aires y acredita la Dispense DEA por la Escuela de Economía de la Universidad de Grenoble Francia).http://lanic.utexas.edu/project/etext/llilas/cpa/spring04/argbrazil/tangelson.pdf

[xviii] Chavez, Cesar, Hacia un nuevo modelo de gestión pública…enwww.politicayhumanismo.com.ar

[xix] El término poderes fácticos surge en España a comienzos de la centuria; Inicialmente remitía a sólo tres centros de poder: el ejército, la Iglesia Católica y los empresarios, -emparentándose conceptualmente al establishment, pero la teoría actual lo plantea en términos más abarcativos (PNUD, 2004, pp. 160 a 170), incluyendo además, a los medios de comunicación masiva, a los grupos de presión (sindicatos, ambientalistas, feministas, entre otros), al capital transnacional, a los organismos multilaterales de crédito, a las agencias calificadoras de riesgo, a los propios Estados en relación a otro, y a los poderes ilegales y crimen organizado, como el narcotráfico, el contrabando, la venta ilegal de armas y de personas. (Víctor Rodríguez Otheguy enhttp://www.laondadigital.com/laonda/laonda/498/A6.htm )

[xx] Véase Jacques Chonchol, “El poder en la economía mundial”, en América Latina, Revista del Doctorado en el Estudio de las Sociedades Latinoamericanas, Arcis Ediciones, Santiago de Chile, 2002. Para quien la globalización no designa solamente el grado de abertura de las economías sino que importa un modo de regulación donde lo internacional predomina sobre lo nacional y a menudo lo suprime, las normas de funcionamiento de las empresas se imponen por encima de las de los Estados y el sector privado impone sus prioridades al sector público.

[xxi] Autor cit.; La fuga de Capitales. Puede verse el texto completo enhttp://www.vocesenelfenix.com/content/la-fuga-de-capitales. Sobre el particular afirma que se ha verificado en el quinquenio 2002-2006,  un crecimiento sostenido, desde alrededor de 400.000 millones de dólares al año en 2002 hasta el orden del billón de dólares al año en 2006. Se trata de un cálculo muy conservador que, además, no incluye a las importantes extracciones de valor desde los países del Sur que no implican transferencias monetarias (por ejemplo, sobre y subfacturación en el comercio exterior, contrabando y otras transacciones con bienes y activos con manipulación de sus precios).

[xxii] Autor citado; La Administración. Función Pública, en El Derecho Público de finales de siglo, Civitas, Madrid, 1997, pág., 293.

[xxiii] Autor citado; Eficacia y Administración, MAP, Madrid 1995, pág.92

[xxiv] Casésse, Sabino; Las bases del derecho administrativo, MAP, Madrid, 1994, pág. 124.

[xxv] La Corte Suprema ha dicho en “Fernández Orquín” (fallos 264-419) que “no es acertada una interpretación estática de la Constitución Nacional. Porque ella dificulta la ordenada marcha y el adecuado progreso de la comunidad nacional que debe acompañar y promover la ley fundamental...el excesivo apego al tradicionalismo jurídico ha sido catalogado como uno de los más serios obstáculos al éxito de la promoción de la expansión económica y de la justicia social.”

[xxvi] Universidad Nacional de La Plata, Reforma Constitucional de 1860, La Plata, 1961, Pág. 121).  A los fines de facilitar la inteligibilidad de un cuerpo normativo, resulta imprescindible comprobar que el mismo no es un mero agregado caótico sino una totalidad ordenada o sistemática (Cfr. Vanossi Jorge Reinaldo A., Teoría constitucional, Depalma, Buenos Aires, 1976, T. II, pág. 113).

[xxvii] Fallos 178:22.

[xxviii] Fallos: 265:242; 264:62; 265:256; 303:612; 304:937 y 1118; 305:538, entre otros.

[xxix] Véase: D´Alessio, t. I, página 230 Renato Alessi, Diritto Amministrativo, pág. 102 y 103; Silva Cimma, t. 2º, pág. 104; Garcia Trevijano Fos, Principios jurídicos de la organización administrativa”, pág. 186).

[xxx] (Romano, Corso di diritto amministrativo, pág. 143-144, Padova 1937; Gianini, Lezioni di diritto amministrativo, pág. 268, Milano 1950).

[xxxi] Aut. citados “Curso de Derecho Administrativo”, T. I, Madrid, 1980, p.370.

[xxxii] La continuidad indica que el mismo debe actuar toda vez que la necesidad que cubra se haga presente dada la necesidad colectiva; la gestión debe mantenerse inalterada, llevándose a cabo de manera interrumpida. En concreto este concepto hace referencia a la no paralización o suspensión de las obligaciones impuestas en el ejercicio de la competencia delegada por el titular del Ejecutivo Nacional.
La regularidad hace referencia a la calidad propia del actuar del Estado. Significa que el mismo debe prestarse conforme a reglas preestablecidas. Se refiere al ritmo y al equilibrio que rige en la gestión del bien común.
La igualdad, refiere a la uniformidad en el trato. Constituye la posibilidad de exigir y recibir el servicio en igualdad o uniformidad de condiciones, sin discriminación ni privilegios.
La generalidad determina que dicho servicio se establece para la satisfacción de una necesidad general o colectiva, se trata de prestaciones de interés comunitario.
La obligatoriedad es inherente a los cometidos esenciales del Estado. En tal sentido se ha señalado el derecho subjetivo de los usuarios de utilizar un servicio prestado por aquel, fundándose en la obligación del Estado de darles satisfacción. La obligatoriedad y generalidad propia de tal cometido, son fundamentos del derecho de ese sujeto usuario a utilizar tales servicios.

[xxxiii] Linares, Juan F., La competencia y los postulados de la permisión, Revista Argentina de Derecho Administrativo nº2, Bs. As., 1971, pág. 14; Cassagne, Juan C., Derecho Administrativo, Abeledo Perrot, Bs. As. puede consultarse la 2º ed. 1982, t. I, pág. 153 o bien la 6º, 1998, t. I, pág. 237.

[xxxiv] Autor citado, Acto administrativo municipal, Buenos Aires, Depalma, 1992, pág. 22/4).
[xxxv] Citado por Bianchi, Alberto, en "La delegación legislativa", Editorial Abaco, año l990, pág. 52/53; U.S. 316 (1819). Fue la segunda vez en la historia de la Corte de los EEUU en que se analizó la llamada neccesary and proper clause, esto es la cláusula de los poderes implícitos del Congreso, contenida en el art. 1º & 8 de la Constitución y reproducida en la nuestra en el art. 75 inc. 22. Una recopilación muy detallada y práctica de los antecedentes históricos del caso puede verse en: Gunther, Gerald and Sullivan, Kathleen, Constitutional Law, 13ª, edition, The Foundation Press, New York, 1997, pág. 98 y ss. En nuestro país el estudio de los poderes implícitos y de los llamados poderes inherentes fue hecho por Jorge Espil en: Constitución y poder. Historia y teoría de los poderes implícitos y de los poderes inherentes, Tipográfica Editora Argentina, Bs. As. 1987. Muchos años después del fallo, en 1955, el entonces juez de la Corte Suprema Félix Frankfurter, escribió que el fallo había establecido uno de los principios más importantes del derecho constitucional.Frankfurter, Felix: John Marshall and the judicial function, Harvard Law Review, vol. 69, pág. 217, esp. 219).

[xxxvi] Aja Espil, Jorge, en el prólogo de la obra de Juan C. Cassagne, la Intervención Administrativa, ed. Abeledo Perrot, Bs. As., 1992.

[xxxvii] CSJN, septiembre 9 - 1960, “Fernández Arias”, Fallos 247-646, septiembre 25-1959, “López de Reyes”, Fallos 244-548

[xxxviii] Mensaje del Presidente de la Nación ante la Asamblea Legislativa, La Nación, diario de mayo 26-973, pág. 6, columna 7; Oyhanarte, Julio, Poder político y cambio estructural en la Argentina, Bs. As. 1969.

[xxxix] ED- 104-110; 106-989.

[xl] Conf. Molina Cabrera y Rodríguez Arias, “La administración del desarrollo en países de organización federal. Bases para la organización y ejecución de planes y programas. XVI Congreso Internacional de Ciencias Administrativas, México, 1974.

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