Sobre el Estado y la Administración Pública -Breve referencia sobre un nuevo paradigma


 I.- El nuevo paradigma del Estado contemporáneo: la reconquista de la arena pública y la protección y/o fomento de los bienes comunes. 
En tanto actuamos, esa acción está imbuida de una concepción acerca de las cosas, del hombre, de la vida, de las experiencias vividas que nos hace construir o adoptar una visión integral del mundo. No hay entonces posibilidad ninguna de esgrimir teoría alguna para expresar una idea que no esté impregnada de una determinada concepción filosófica.
En los últimos 40 años, el perfil del Estado ha cambiado bruscamente. La globalización reveló la ausencia de límites entre lo interno y lo internacional, y donde el poder reposa en los mercados; un fenómeno, que aparece así como una sucesión de contracciones que integran virtualmente, pero desintegran económicamente, que incluyen en apariencia, pero excluyen socialmente.
Lo que sí dejo en claro es que, aquella famosa frase de Reagan, utilizada para renegar de la regulación del mercado –“El Estado no es la solución, es el problema”- fue pulverizada por los hechos, siempre más reales que los dogmas, y que el capitalismo de libre mercado sin restricciones en modo alguno resultó ser la panacea para el desarrollo de los pueblos.
Ha demostrado, asimismo, que las reglas de juego en la globalización no son privativas del poder político, sino que ese poder es difuso y repartido en muchos actores, preferentemente privados (financistas, empresas, la pléyade de asesores económicos y teóricos, las organizaciones no gubernamentales, y los traficantes de divisas, de drogas y de armas. Muchas veces lo internacional predomina sobre lo nacional y a menudo lo suprime, las normas de funcionamiento de las empresas se imponen por encima de las de los Estados y el sector privado impone sus prioridades al sector público.
Es que, como ha expresado Stiglitz, la caída de Wall Street es para el fundamentalismo de mercado lo que la caída del Muro de Berlín fue para el comunismo.
Se ha considerado al trabajo del Hombre como una mercancía, de privilegiar el capital sobre el trabajo y no como un instrumento, de disociar al Hombre con su entorno, de entronizar la sociedad del consumo y el despilfarro, de subvertir el concepto de lo político.
El desbalance entre economía y Estado ha obligado y obliga a éste a intervenir en aquellas áreas que percibe, entiende, que resulta necesario para corregir ese desequilibrio que pone en riesgo los cometidos estatales.
La estructura organizacional de la Administración Pública es, y lo será aún más en el futuro, compleja, desagregada y esencialmente contingente. Cada órgano, cada estructura componente de la misma responde en virtud del principio de unicidad a un centro o comando único; sin embargo al mismo tiempo cada una de ellas responde a finalidades instrumentales específicas, y adoptan formas propias para su funcionamiento y la correcta articulación para el logro de los cometidos públicos.
Ello así,  desde las postrimerías del siglo XX por la gravitación de centros impulsores: desde afuera, producto del proceso de globalización que ha obligado al Estado-Nación a adecuar su funcionamiento y hasta resignar parte de su soberanía, concepto este claramente desteñido en su acepción clásica a partir de los procesos de integración y los pactos internacionales relativos a los derechos fundamentales del hombre y a mecanismos instrumentados para combatir flagelos que conspiran contra la humanidad misma (narcotráfico, bioterrorismo). Desde adentro, ante la necesidad de dar respuesta a la crisis de gobernabilidad y a la asistencia requerida por los centros locales (Provincias y municipios) y la creciente demanda de democratización por parte de la sociedad misma.
Así, el medio ambiente, la biodiversidad, la trazabilidad alimentaria, la salud, el pluralismo informativo, entre tantos otros constituye bienes comunes, en tanto en su destino, uso, goce o explotación deben participar todos los miembros de la sociedad. Sea porque están relacionados con la preservación o protección de la salud, la vida, o porque constituyen piezas sustanciales para la organización democrática de un país.
Esta noción de bien común es más abarcativa, más extensa, y no se opone a la idea de bien público. En todo caso, la complementa o se transforma, en determinadas circunstancias en objeto de la calificación de bien público.
En suma, dos nuevos ejes sobre los que discurre la acción estatal: la arena pública, como espacio de interacción de la sociedad, y los bienes comunes, como objeto que el Estado debe preservar y/o promover para el fortalecimiento del sistema de vida democrático.

II.- La intervención administrativa y los cometidos estatales

La nota modal de la Administración Pública es la de unir la exigencia de legitimidad de sus actos, a la de una real y efectiva eficiencia, de manera de asegurar, el logro de las finalidades que le son propias. El gobierno del Estado es el centro vital del cuál emana una vasta y compleja actividad, una acción concreta y continua, para cuyo cumplimiento es imprescindible contar con una organización adecuada, que aparece primariamente como una estructura técnico jurídica.
Los cometidos estatales, y por ende, las técnicas de administración son esencialmente contingentes. El crecimiento de la actividad estatal a lo largo del siglo pasado, que no es del caso historiar aquí, no ha sido sino el resultado de la exigencia social corporizada en demandas y requerimientos de variada índole que ha compelido al Estado a promover formas de organización administrativa para el logro de sus cometidos, muchas veces, por cierto, disociadas de las verdaderas necesidades de quienes son el sustrato esencial de su existencia.

Argentina no ha sido ajena a ella. La denominada Huida del Derecho Público no fue sino una técnica para alcanzar determinados objetivos, aún al margen de las necesidades colectivas y, también muchas veces por acatamiento liso y llano a directivas emanadas de organismos financieros internacionales. (Es que, si los males se identifican con “lo público” y la solución está en “lo privado”, es de toda lógica suponer que debe reducirse el ámbito del Derecho Público a lo indispensable o absolutamente indisimulable.
La necesidad de contar con órganos administrativos que respondan adecuadamente a las necesidades sociales que el Estado la toma haciéndolas suyas como cometidos estatales, marca claramente el valor social de la actuación de la Administración Pública. Porque tal como lo reconoce unánimemente la doctrina, la Administración Pública es una actividad concreta, inmediata y directa en relación con la demanda social. Que la Administración Pública obre correctamente, no es un postulado dogmático sino una exigencia social. Que obre y obre bien. Si estamos en presencia de una exigencia social, ella debe llevarse a cabo con eficacia y eficiencia, conceptos íntimamente relacionados.
Ahora bien, toda organización administrativa, para que sea realmente eficaz y adecuada, debe presentar los siguientes caracteres:
Unidad, de suerte que cada organización se presente como un todo coherente y armónico, que dé lugar a una actuación administrativa fluida, sin retardos, contraposiciones ni antagonismos, que sólo sirven para desnaturalizar y perjudicar esa actuación.
Uniformidad, a efecto de que no ofrezca otras variantes significativas que aquellas que sean impuestas por las propias necesidades del actuar administrativo, orientado al logro de sus finalidades atribuidas.
Singularidad, a fin de que cada organización actúa verdaderamente como tal, es decir, como algo conformado para la obtención de una finalidad general propia, y que sirve para ello, con vida y razón propias.
Responsabilidad, lo que implica que cada organización y cada componente de ella puedan ser definitivamente responsabilizados por el correcto o incorrecto cumplimiento de su misión y funciones, que son contribuyentes para el logro de los objetivos de toda la administración pública, en los que está involucrado el interés público, permitiendo concretar un juicio de responsabilidad y reprochabilidad, sobre todo en materia de eficiencia y resultados del comportamiento administrativo.
Subordinación, que no significa el desconocimiento ni la negación de la singularidad de cada organización, sino la integración de todas ellas dentro del conjunto más amplio del Estado y de sus finalidades propias, encaminándose hacia ellas mediante una gradación vinculatoria, que de alguna manera y de alguna forma, liga a unas con otras, conformando un todo más amplio y más rico en su múltiple actuación.
Precedencia, que se configura cuando la organización administrativa precede, o por lo menos es contemporánea con la aparición de las necesidades y exigencias que la administración pública tiene que satisfacer. Un retardo en este aspecto, se habrá de traducir siempre en una clara ineficiencia de la administración, que estará actuando con una organización inadecuada y carente de utilidad, y en insatisfacción y malestar para los administrados, desde que como resultado de aquella ineficiencia, comprueban y sienten que necesidades de interés público como las desarrolladas por la DGA, no son concretadas de la manera  correspondiente y debida.




La importancia y el valor de la consideración de la organización administrativa son indiscutibles, y pretende la constante revisión, sustitución y mejoramiento de las estructuras y del funcionamiento de los órganos administrativos, como medio por el que el Estado puede alcanzar de mejor manera y con mayor economía y rapidez, los fines propuestos.
¿Qué implica este nuevo escenario global en el que la soberanía de la economía prevalece sobre el Estado? Básicamente, que para su cumplir sus fines de ordenación y regulación la Administración Pública ha debido reconfigurar su estructura orgánica funcional en aquellos sectores más expuestos en razón de esas fuerzas gravitacionales que condicionan su actividad y/o conspiran contra aquellos cometidos que el Estado hace suyos.
Al tiempo que la soberanía estatal se ha hecho difusa, y necesariamente interdependiente en un mundo que es a su vez, plural y difuso, se ha ampliado notablemente el haz de garantías y derechos de las personas, debiendo el Estado intervenir para garantizar la libertades económicas y sociales estimulando la iniciativa privada, la concurrencia al mercado y el pluralismo social.

Lo que no parece quedar duda, que ese principio se suplencia predicado como un nuevo paradigma en el rol del Estado, no puede dejar librado a la omnipotencia del capital el alcance en el goce de aquellos derechos. Es por lo tanto, tiempo de alumbrar un nuevo paradigma en la función estatal: la de su intervención directamente proporcional al riesgo que corre el pluralismo social, económico y político por las fuerzas prevalentes del mercado. En ese sentido, y sin romper las bases mismas de un sistema democrático deberá asegurar, tanta libertad como sea necesario, y tanta regulación como sea posible.

Allí, en la arena pública, debe fijar las reglas, los principios ordenadores para que esa interrelación Estado-Sociedad supere el conflicto, que se entiende ínsito en toda relación social, y que constituye el cometido esencial de la política: superarlo para potenciar el haz de derechos y garantías que legítimamente demanda ejercer la sociedad.


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