Un nuevo enfoque sobre el contrato de concesión del servicio público de electricidad

 

Un nuevo enfoque sobre el contrato de concesión del servicio público de electricidad

 

La visión clásica de los contratos administrativos como categoría jurídica es aquella que los describe como un acuerdo de voluntades generador de situaciones jurídicas subjetivas en el que una de las partes es una persona jurídica estatal cuyo objeto es un fin público y contiene explícita o implícitamente cláusulas exorbitantes del derecho privado (Casos “YPF”, Fallos 315:158; “Cinplast”, Fallos 316:212). Más allá de que se trate de actos jurídicos bilaterales, no puede analizarse la relación entre el concesionario de un servicio público de electricidad y el Estado y/o cualquiera de sus órganos y entidades con fines públicos, al margen de los derechos del concesionario como así tampoco  del deber prestacional hacia el usuario o consumidor; el nuevo constitucionalismo y la posición preferente del Hombre y sus derechos fundamentales a partir de la reforma constitucional de 1994 conforman un postulado imprescindible en la interpretación de los contratos públicos.

Expresa Cassagne que la utilización de la figura de la empresa pública obedece a un variado conjunto de causas entre las cuales adquiere trascendencia el ensanche de las funciones del Estado, y que el hecho de que existan otras razones impulsoras de la injerencia del Estado en el campo de los servicios públicos o en materia industrial o comercial no impide advertir la fuerza con que irrumpe, en ciertas ocasiones con violencia, ese rol intervencionista. Y sien no todo lo público es estatal han surgido formas jurídicas nuevas en nuestro país, desde las clásicas Empresas del Estado hasta la sociedad anónima mercantil, pasando por las figuras de las Sociedades Anónimas de Participación Estatal Mayoritaria hasta las Sociedades del Estado[1] y, agrego, las denominadas sociedades sui generis bajo injerencia estatal de interés público sometidas al derecho privado.

Es por eso,  y a partir de la confesión de CAMMESA, la Administradora del MEM ( “una sociedad que es parcialmente estatal y de actividad regulada íntegramente por el Estado, en tanto, a través de la Secretaría de Energía Eléctrica se regula, en detalle, el accionar de CAMMESA, no sólo para la prestación de los servicios públicos de distribución y transporte de energía eléctrica, sino también para su cobro[2]) que denota todos los ingredientes propios de una entidad sui generis resulta óptima para intentar un nuevo enfoque sobre el contrato de concesión del servicio público de electricidad.

Una primera cuestión que no puede pasar por alto es que, la remozada concepción del Derecho y la consideración del Hombre como su átomo primordial exige relativizar la idea de la necesaria existencia de cláusulas exorbitantes para que exista un contrato administrativo pues no se concibe ya, con tanta estrictez, que la relación jurídica importe una posición jerarquizada o de prevalencia del Estado con relación al contratante particular (en el caso, el concesionario).

 La noción de servicio público que aparece en Francia estuvo sostenida, desde su origen, en la existencia de criterios específicos derogatorios del derecho común montados sobre la idea de un Estado protector todo poderoso, cuestión esta última que, como se ha afirmado doctrinariamente fue elevada a la categoría de mito en la construcción de la identidad nacional. Así, la división entre derecho público y privado y la competencia del juez administrativo se explicará a partir de la noción de servicio público. Duguit será su máximo exponente y lo refleja cuando afirma en su célebre libro “Transformaciones del derecho público” que “el Estado ya no es un poder soberano que manda; es un grupo de individuos con poder que deben utilizarlo para crear y gestionar los servicios públicos. La noción de servicio público se convierte en la noción fundamental del derecho público moderno. Los hechos lo demuestran”.

La complejidad del Estado actual nos exige a revisar esa idea de servicio público sobre el que se asienta el contrato administrativo. No se trata de redefinir esa noción sino de ubicarlo en el contexto de dicha complejidad y las posibilidades, no solo jurídicas, sino materiales de servir útilmente a las crecientes demandas sociales y justificar la razón misma del Estado.

La cuestión energética en nuestro país nos demuestra que las cuestiones presupuestarias, el atraso tecnológico en el sector, y hasta los vaivenes a los que nos somete la naturaleza, acredita palmariamente la indefensión que padece la sociedad en materia de disfrute de bienes comunes y a la que también están expuesto aquellos que cumplen cometidos delegados del Estado; tarifas, subsidios, cortes de energía, desinversión, son aspectos que influyen sobre las posibilidades concretas de un buen funcionamiento, a la que está obligado el Estado a asegurar y proveer.

Ni siquiera ello es una facultad discrecional, sino claramente un mandato, un deber que encuentra sustento en la propia Constitución y en la LNPA (art. 1 bis) y es consustancial al principio de tutela judicial efectiva. Olvidémonos por un instante de la noción de servicio público tal como la tenemos incorporada en nuestro acervo doctrinario: proveer todo lo necesario para el disfrute de bienes comunes, no es una facultad discrecional del Estado, decidiendo esto es servicio público y aquello no. El usuario no es titular por gracia de una reglamentación sino porque una nueva concepción de los derechos de la persona impone como un deber del Estado la provisión y el aseguramiento del uso y goce de esos bienes comunes, que además forma parte al derecho a una buen gobierno y buena administración[3], y porque además, esencialmente forma parte de los objetivos primarios que dieron origen a la propia comunidad política sobre la que se asienta el Estado.

Una segunda cuestión que es necesario atender es que por cuanto la constitucionalización del derecho privado ha difuminado esa tajante división entre derecho público y privado, razón por la cual, más allá de lo que dispone la ley 26944 y determinadas normas del Código Civil y Comercial (arts. 1764 y 1765), existen principios jurídicos, relativos al concepto de daños y reparación integral (alterum non leadere), así como de prevención del daño que la propia Corte Suprema ha validado como imperativos (Fallos: 327:3753 “Aquino”; 344:2256 “Grippo; 340:1038 “Ontiveros”)[4]; estos principios, por razones de equidad, deben ser tenidos en cuenta en todo proceso de interpretación normativa.

El derecho administrativo es algo más que el estudio de las normas y principios que regulan el ejercicio de la función administrativa; es, en una remozada versión el derecho común de los administrados frente a la Administración Pública. García de Enterría, al referirse al sentido subjetivo de la justicia nos dice que la reconfiguración del contencioso administrativo importa el “derecho a la protección del propio círculo vital de intereses cuando la Administración, infringiendo la legalidad, menoscaba tales intereses, es un derecho fundamental más, y no por cierto de los menores o secundarios”[5]; en otras palabras, el contrato de concesión de servicios públicos no puede ser interpretado al margen de ese círculo vital de intereses que corresponde al concesionario y necesariamente al usuario.

Es por ello, sin pretender ahondar en la clásica discusión acerca de la utilidad o inutilidad de una teoría del contrato administrativo y los debates doctrinarios [6], lo cierto es que las cláusulas exorbitantes implícitas aparecen como inadecuadas porque lo que define al contrato administrativo es, además de la presencia estatal, el objeto de fin público, y porque siempre, un contrato  de concesión de servicios públicos está enderezado a satisfacer necesidades de orden colectivo y o a promover la satisfacción del uso y goce de bienes comunes, cuya titularidad la tiene precisamente el consumidor o usuario.

Más allá de que se trata de un contrato de colaboración, según la clásica clasificación, por la propia naturaleza de todo contrato los efectos jurídicos se producen entre las partes e indica que la prestación fundamental está a cargo del concesionario (la distribución domiciliaria de energía eléctrica); las obligaciones del Estado, por su naturaleza y la especificidad propia del objeto contractual, reconoce dos facetas: 1) la que asume frente al concesionario y tiene como fuente el propio contrato de concesión y, 2) la que deriva de las normas constitucionales y la ley que regula el sistema eléctrico en virtud de la publicatio (“declaración legislativa” en términos de Cassagne) respecto al suministro de energía al usuario-consumidor y lo previsto en el artículo 42 de la CN.

Que los contratos de concesión de servicios públicos prevean un régimen de sanciones por incumplimiento del concesionario, sea por inobservancia de las cláusulas contractuales, licencia técnica, calidad del servicio, tanto desde el punto de vista técnico como comercial, o derivado de denuncias efectuadas por el usuario, propio de un régimen de derecho administrativo, tiene dos aristas relacionadas con el concesionario y el usuario de las cuales en una de ellas no se repara y pasa desapercibida precisamente por esa visión restringida que revela el concepto clásico del contrato administrativo y cierta declinación ética acerca de lo que el Estado es en realidad.

Está claro que el Estado como ente concedente asume, frente al concesionario, las obligaciones derivadas del contrato de concesión de servicio público entre las cuales el de pagar un precio justo y razonable (tarifa) como contraprestación por las cargas que le impone a aquél resulta relevante en orden al principio del equivalente económico; esto es, la equivalencia honrada entre lo que se otorga y lo que se exige a la otra parte. Pero también tiene un deber insoslayable por su propia naturaleza y ser el custodio del interés público cuyo logro debe propender a través de la gestión pública; deber que tiene fundamento en la propia Constitución Nacional y los tratados internacionales que forman parte de esta y que tal como se ha expresado precedentemente se traduce en última instancia en el derecho al buen gobierno y a la buena administración.

Desde esta perspectiva las personas, el colectivo social, tiene una prerrogativa frente al Estado cual es la de exigir el cumplimiento de las prestaciones que ha tomado como propias, más allá de quien gestione el servicio, debido a un obrar humano mancomunado y requerir las compensaciones a que hubiere lugar por el incumplimiento previstas en el ordenamiento legal que se ha dado. El Estado es una persona jurídica pública de la que deriva su capacidad para establecer relaciones jurídicas que encuentra sustento en la propia Constitución Nacional. Pero que va más allá de cualquier construcción normativa y hunde sus raíces en fundamentos metafísicos que hacen del Estado un obrar humano mancomunado con el propósito de autorrealización mediante la satisfacción de necesidades vitales, del uso y goce de bienes tangibles e intangibles y que convienen en establecer las condiciones para dicha realización mediante el derecho y el ejercicio de la Prudencia política; esto es, la elección de los medios que conducen al fin común y su correcta aplicación; “la recta razón de lo operable” en palabras del Aquinate (indagar, evaluar, preceptuar). Una comunidad organizada, en la que la idea de compromiso con los otros prepondera sobre los intereses particulares y legítimos que busca preservar cada persona.

Por ello, el deber jurídico del Estado, más allá de la norma jurídica, es asegurar y garantizar el uso y goce de esos bienes y el ejercicio pleno de la libertad.

La personificación del Estado encuentra su justificación moral en ese fundamento metafísico gnoseológico. El absentismo moral define nuestra crisis, harto visible en el tema en tratamiento porque sujeta la vigencia y eficacia de las relaciones jurídicas, así como su interpretación al “formalismo como forma de vida” anclada sobre una visión estatista de la legalidad y el orden que torna imprecisa la idea del interés público pues su maleabilidad histórica nos demuestra que depende más de las necesidades fiscales que de las necesidades públicas.

Pareciera que, cuando el Estado es parte en un conflicto hay una verdad visible revelada por las normas jurídicas, caso contrario esa verdad está supeditada a factores no jurídicos. Pues bien, vale la pena recordar, que hay una verdad inteligible en la Constitución que revela el propósito cardinal de ese obrar mancomunado.

En esta posición tomada el denominado usuario o consumidor, por encima de su individualidad, es un colectivo necesario, su naturaleza es óntica; está ahí, aunque aparezca como indeterminable, es lo que es independiente del derecho mismo y puede predicarse su existencia en virtud del propósito perseguido y que se traduce en la prestación de un bien que es común y que el Estado tiene el deber de proveer y/o asegurar su uso y goce. Hay en su configuración una exigencia colectiva (y esto es ontológico), en la que no cuenta para su existencia la intención individual de los componentes de ese colectivo ni la ley escrita.

El marco normativo lo que hace es reconocerlo (art. 42 CN) y definir las formas procesales en que ese colectivo necesario puede acceder a la Justicia para el reconocimiento o restablecimiento del derecho conculcado. Y es allí donde debe auscultarse su estructura ontológica y que, por estar relacionado con el hombre, esa exploración (y la interpretación) debe ser necesariamente axiológica.

El citado artículo es explicado por la Corte Suprema en estos términos: La norma contenida en el art. 42 de la Constitución Nacional revela la especial protección que el constituyente decidió otorgar a los usuarios y consumidores en razón de ser sujetos particularmente vulnerables y este principio protectorio juega un rol fundamental en el marco de los contratos de consumo donde el consumidor se encuentra en una posición de subordinación estructural (Fallos 340:172). Y esto es una interpretación ontológica en el marco de la ley, pero cuya protección tiene su razón última en la propia existencia del colectivo, poque a falta de una norma integral, como ocurrió con el proceso colectivo, la necesidad de protección igualmente existía previamente a Halabi y Cepis, o como lo reveló Siri y Kot.

¿Que pretendo decir con esto? Que, en los contratos de concesión de servicios públicos, los efectos del accionar del Estado deben evaluarse en función del fin perseguido y, consecuentemente, aunque el usuario o consumidor no aparezca nominalmente en el contrato siempre de manera evidente pero sí determinable, aquella relación de derecho público no puede obviar la existencia de ese colectivo y la interpretación que se haga de la misma debe contener a ese “tercero” interesado porque no es sino la razón del fin del contrato.

La libertad con que cuenta el Estado de organizarse y de generar permanentemente su metamorfosis estructural (morfogénesis) no lo exime de la juridicidad de sus acciones ni lo autoriza a desconocer una realidad que es la razón misma de su existencia. Por lo tanto, toda creación jurídica acerca de lo que el contrato de concesión de servicios públicos es no puede desconocer esa realidad que, en última instancia, es la causa causorum de su existencia.

Es que los ciudadanos, las personas que conforman una sociedad, contienen una expresión socio cultural que los identifica y determina en un momento histórico determinado el nacimiento del Estado; es esa identidad colectiva el germen de este. Por ello, entre otros derechos que tienen se encuentra el derecho fundamental a la buena administración; a que el Estado obre bien, eficazmente, porque la visión que debe tenerse es desde el ciudadano (usuario-consumidor). Esa visión inteligible de nuestra Constitución que la Suprema Corte de Justicia ha desentrañado le ha permitido expresar que ese derecho consagrado en el artículo 42 es un derecho operativo “ya que su obligatoriedad inmediata no está condicionada a actuación reglamentaria ulterior del Congreso de la Nación, aunque por cierto se deje en manos de la autoridad legislativa, como sucede en el campo de todos los derechos (art. 28), la determinación circunstanciada de los diversos procedimientos y situaciones bajo los cuales tendría lugar el nuevo derecho ( Fallos 343:637 - Voto de los jueces Maqueda y Lorenzetti). Pero no podría nunca desconocerlos.

Tal operatividad es una exigencia ética indicativa que toda interpretación de un contrato de concesión de servicios públicos no puede obviar. La realidad jurídica no puede mantenerse apartada de la realidad social; por el contrario, en estos contratos la finalidad es un dato relevante en su interpretación.

Pero esta nueva visión que se propone no se agota con lo expuesto. El objetivo final del contrato de servicios públicos es asegurar y garantizar el uso y goce de bienes comunes, como es la electricidad, el agua, el gas, etc. La normatividad de dicho contrato debe interpretarse desde una perspectiva solidaria con ese fin que es común. Y ello importa la morigeración de sus prerrogativas de derecho público sobre las que corresponde ponderar con mayor estrictez el ejercicio de su potestad modificatoria, interdictando el ejercicio de facultades implícitas. No es que, en determinadas circunstancias no pueda apelar a ellas, pero el parámetro para su justificación no es la discrecionalidad, sino el interés público objetivamente determinado; la facultad de interpretación no es libre y consecuentemente la facultad modificatoria no puede ejercerse bajo la mera invocación del interés público si nada se ha previsto en el contrato y sin que pueda justificarse su ejercicio aunque se le reconozca su origen en el régimen de derecho administrativo si no responde a causas objetivas que conspiran contra el fin del contrato. Si en un contrato de tal naturaleza se ejerciera la potestad del ius variandi y se invocara en su interpretación para modificar las condiciones de la prestación del concesionario, la existencia de facultades implícitas, ello sería nulo porque la circunstancia de que el contrato este sujeto a un régimen de derecho administrativo no implica ni le concede el derecho a invocar facultades exorbitantes de ese tenor. Las prerrogativas de derecho público no suponen el otorgamiento de privilegios para alterar unilateralmente las condiciones contractuales pues ello conspira contra el principio de la inalterabilidad de fin y el principio de igualdad de las cargas públicas.

Podría afirmarse, en el modelo que se esboza que el interés público no es sino el propio servicio público. Pues este es el que satisface necesidades materiales, y no es sino a través de este que se promueve y asegura el uso y goce de bienes comunes. En consecuencia, el titular del interés público es el usuario-consumidor[7].

Esta concepción tiene arraigo en expresas disposiciones constitucionales: la cláusula de progreso del artículo 75 inciso 18; la cláusula del desarrollo humano prevista en el inciso 19 del art. 75, la cláusula de promoción de medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por la Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos [Art.75 inc. 22], contenida el art. 75 inc. 23; cláusulas que son indisponibles para el legislador y que complementa desde la norma positiva, el fundamento metafísico aludido más arriba.

De otro modo resulta inconsistente, contradictorio, afirmar que los derechos humanos son el nodo vertebral del derecho público y por otro ajustar la interpretación de los contratos bajo la égida de un régimen de derecho administrativo sostenido sobre la base de las cláusulas exorbitantes y la discutida concepción de la autotutela administrativa[8].

Por último, hay que abordar la cuestión de la mutabilidad del contrato, su relación con el principio “pacta sunt servanda”, el equilibrio financiero del contrato y la oponibilidad de la exceptio non adimpleti contractus. Necesario es recordar que estos temas han sido materia de análisis en la doctrina iuspublicista argentina. Lo que pretendo aquí es resaltar el modo en que estos pueden operar bajo esta nueva visión del contrato de concesión de servicio público.

En ese sentido he de afirmar que, así como en determinadas situaciones es procedente alterar los términos del contrato razonablemente, de igual modo la proporcionalidad entre los derechos y deberes de las partes exige respetar la ecuación económica financiera y el concesionario tiene derecho a excepcionarse en el cumplimiento su prestación en situaciones particulares. En otras palabras, la intangibilidad del acuerdo tiene como estándar de interpretación la finalidad de interés público, bajo el prisma de la buena fe (art. 1061 y sig. del CCyC). La buena fe representa un punto de contacto entre el derecho y la moral, como una especie de tracto de unión entre esas dos disciplinas.

Sin duda uno de los problemas más relevantes en los contratos de servicios públicos en Argentina ha sido el tema de la tarifa a partir de la denominada ley de Emergencia N° 25561 pues la misma alteró sustancialmente los términos de los contratos al dejar sin efecto las cláusulas de ajuste de las tarifas (art. 8) afectando el desenvolvimiento de las distribuidoras eléctricas sin que hasta el presente se haya llevado a cabo la revisión tarifaria integral prevista en el artículo 9 de la citada ley y reiterada como objetivo en el DNU 55/23 y  DNU 1023/24.

Debe agregarse a ello que el artículo 10 dispone que lo previsto en los arts. 8 y 9 de la misma “en ningún caso autorizarán a las empresas contratistas o prestadoras de servicios públicos, a suspender o alterar el cumplimiento de sus obligaciones”.

De manera tal que la le ley no solo desconoció, invocando la emergencia económica, la estabilidad del contrato, sino que modificó sustancialmente los términos de este pues revela el ejercicio del ius variandi sin compensación alguna exigiendo el cumplimiento del contrato al concesionario lo que importa una violación del principio de inalterabilidad del fin del contrato y la irrazonabilidad estatal por la severa inobservancia del principio de mutabilidad.

La mencionada ley, más allá de las innumerables veces que se auspició la revisión tarifaria integral, las subvenciones para que no recaiga el peso del desaguisado tarifario en el consumidor y la incumplida compensación prevista en los arts. 15 de la ley 27341 y art. 87 de la ley 27591 tiene como consecuencia jurídica fundamental la obligación de indemnizar; esto es, la reparación integral del daño provocado por el hecho del príncipe.

El tiempo transcurrido y el incumplimiento de lo previsto en el art. 9 de la ley 25561 más la imposible ejecución del contrato, el que se mantiene a costa de un endeudamiento con los organismos de recaudación fiscal y con la administradora del MEM por la compra de energía habilita la resolución de contrato y la reparación del daño. Ello se desprende de los arts. 1710 (deber de prevención del daño), 1716, 1801, 1802 y 1084 del Código Civil y Comercial y, fundamentalmente en el artículo 17 de la C.N.; ello sin perjuicio en el orden nacional de lo previsto en el reglamento de contrataciones[9].

Es que si el Estado, en nombre de una invocada defensa del interés público mantiene inalterable la tarifa mientras el proceso inflacionario ha carcomido el margen de ganancia razonable que debe percibir el concesionario, es a todas luces una velada expropiación (creeping expropiation) que debe ser resarcida.

Conforme al Código Civil y Comercial en los contratos bilaterales la cláusula resolutoria es implícita (art. 1087) pero su ejercicio exige que a) el incumplimiento sea esencial y eso se verifica, entre otros supuestos, cuando dicho incumplimiento priva a la parte perjudicada de lo que sustancialmente tiene derecho a esperar o cuando el cumplimiento exacto del mismo es fundamental en el contexto del contrato, b) que el deudor esté en mora; c) que el acreedor emplace al deudor a que cumpla en un plazo no menor de quince días bajo apercibimiento expreso de la resolución total o parcial del contrato (art. 1088).

En otras palabras, si el incumplimiento del Estado torna de imposible cumplimiento las obligaciones del concesionario del servicio público, cumplido el emplazamiento exigido por la ley, habilita a este el ejercicio de la facultad resolutoria u oponerse al reclamo del otro mediante la excepción de incumplimiento en los términos del artículo 1031 del Código Civil y Comercial.

Es claro entonces que el incumplimiento debe ser de tal gravedad que imposibilite el cumplimiento del objeto y/o importe alterar el contenido esencial del objeto contractual[10]; es decir, debe verificarse sobre la prestación principal y resulte equivalente con la obligación de la otra parte. Como explica Marienhoff, debe verificarse una “razonable imposibilidad”, el que quedaría cumplido cuando la Administración deja de pagarle a su cocontratante una suma apreciable durante un lapso que exceda toda prudencia, y cuyo atraso, de acuerdo a la índole del contrato y a la capacidad económica del cocontratante, haya podido implicar un trastorno en las finanzas de este último. Más adelante afirma que “lo contrario iría contra la razón misma del Derecho, cuya vigencia exige fórmulas que, para llevar armonía a las relaciones de los interesados, se hallen influidas por principios de “equidad”, o sea, por el complejo de ideas morales, sociales y económicas que en un pueblo dado y en una época determinada se consideren las mejores para regular las relaciones humanas…lo que verdaderamente le da fuerza al derecho objetivo es la base moral y la razonabilidad de sus preceptos”[11].

La aplicación de la exceptio ha sido motivó de discrepancias doctrinarias e inclusive en la jurisprudencia se ha rechazado su aplicación. El motivo es el principio de continuidad de los servicios públicos, aduciendo que en tal caso no puede ser aplicado analógicamente las normas del Código Civil.

La idea que el concesionario al obligarse a la prestación del servicio este debe llevarse a cabo cualquiera sea el sacrificio con independencia de la actuación de la Administración Pública sobre la necesaria continuidad de los servicios públicos, debe ser relativizada si se considera lo siguiente;

a.- en los contratos de concesión de servicios públicos, los efectos del accionar del Estado deben evaluarse en función del fin perseguido y, consecuentemente, aunque el usuario o consumidor no aparezca nominalmente en el contrato siempre de manera evidente, aquella relación de derecho público no puede obviar la existencia de ese colectivo y la interpretación que se haga de la misma debe contener a ese “tercero” interesado porque no es sino la razón del fin del contrato.

b.- Inaplicar el principio de la exceptio cuando la obligación principal del Estado es el pago de la tarifa y ella debe representar lo justo y razonable, es ir contra el Derecho mismo y una expresión de inequidad manifiesta.

c.- Afirmar que el precio que recibe el concesionario proviene del consumidor es contrario a la lógica jurídica propia del contrato de servicios públicos porque; 1.- considerar la presencia del consumidor como parte innominada del contrato de servicios, revela la obligación del Estado de garantizar el goce de un bien común sin desnaturalizar el contrato; en especial, el principio del equivalente económico; 2) el concesionario no es sino un agente comprometido en la prestación del servicio, pero la obligación primordial es del Estado pues el interés público lo representa el propio colectivo, que es, en última instancia, la propia comunidad política que le dio origen.

Entiendo que la norma jurídica no puede ser excluida en la interpretación jurídica, pero también estoy convencido que tanto los operadores jurídicos y los jueces principalmente, deben auscultar debidamente la ideología de la Constitución para revelar y concretar los valores constitucionales por encima de posicionamientos doctrinarios. Los hechos son siempre reveladores de una realidad que, aunque aparezca subyacente, expresa el deseo y la opinión del ethos social; esto es, de la estructura social imperante. ¿Para qué se gobierna sino?

La resolución de un conflicto en sede judicial es algo más que un reparto de lo que a cada uno le corresponde. Pensar en estos términos es apretujar el Derecho y la Justicia en la egoísta delgadez del reparto conmutativo. La Justicia conmutativa no es sino un reparto que promueve y configura a la justicia distributiva.

No se trata simplemente en quién tiene razón, sino en prever las consecuencias en orden a la vida social misma. Owen Fiss[12] ha sostenido que el derecho es una expresión de la razón pública y suministra una estructura a nuestra vida en común. Mas allá de su particular análisis focalizado en el desarrollo norteamericano a partir de la década del 50, su visión de que los jueces encarnan esa razón y su función consiste en evaluar la realidad práctica a la luz de los valores que el derecho dota de autoridad y luego debe hallar las vías adecuadas para adaptar la realidad a tales valores, expresa una concepción de los fundamentos políticos y sociales de la función jurisdiccional.

De modo que sostener la inaplicabilidad de la exceptio en los contratos públicos y, especialmente en los que tienen por objeto un servicio público es anti funcional al sistema jurídico argentino a partir de la reforma constitucional de 1994. No explica cómo el Estado expresado a través de la voluntad legislativa titulariza un servicio público, le concede la prestación a un tercero comprometiéndose al pago de una tarifa sobre la cual fija los parámetros para el cálculo de su importe, y luego si no cumple con ello se lo considera inmune al sistema legal imperante arrogándose el derecho a definir el interés público comprometido, omitiendo que su obligación principal es garantizar el uso y goce de un bien común y que ello no es posible si no cumple con la prestación principal que hace a la finalidad del contrato, obligando al cocontratante a respetar la continuidad del servicio con una clara alteración de la equivalencia de las prestaciones recíprocas.

Parece ser entonces, más allá de la especificidad que pueda caracterizar al contrato de servicios públicos, así como de las particularidades que rodeen el caso concreto, la disfuncionalidad apuntada debe corregirse mediante la aplicación de principios que expresan los valores constitucionales evitando la subjetividad normativa, tanto en la doctrina como en el ámbito judicial; principios cuya aplicación evita la preferencia personal a la de la búsqueda de la verdad objetiva para la determinación acerca de lo que es justo o correcto.

Intento expresar con ello que se debe alcanzar la imparcialidad procesal; imparcialidad procesal que está más allá de la adecuación de las normas, pues una visión subjetiva de estas impregnada en demasía de un determinado posicionamiento doctrinario acerca de la exceptio, determina un reparto individual basado en preferencias doctrinarias y acotado a las partes que afecta estructuralmente los derechos y garantías de un colectivo que no ha sido representado en el proceso, aun cuando se hayan cumplido a rajatablas, por ejemplo, con lo previsto en el Capítulo IV del Código Procesal (arts. 34 a 37).

No estoy diciendo que ello sea simple, libre de dificultades pues la búsqueda de la verdad es un camino pedregoso; solo expreso que es válido pensar en otra visión que nos permita recuperar ideales, inescindibles del proyecto común que es la Nación y los valores expresados en la Constitución Nacional, sin que ello abjure del valor de las normas en tanto expresión normativa de la voluntad del legislador o del poder ejecutivo cuando está habilitado para ello.

No hay eficacia posible en la actividad judicial si el intérprete no es capaz de sobre elevarse al conflicto que dirime, de aprehender la conducta humana en su interferencia subjetiva, pero en el marco de una realidad que la condiciona y delimita consiente de su autoridad y del impacto que se decisión conlleva. El Derecho, en suma, debe entenderse como un poderoso instrumento de transformación social; no todo es subsunción, hay mucho de ponderación pues aquel tiene una expresión normativa, pero también fáctico-social y que define el contenido de los derechos fundamentales. Esa es su razón pública[13]. Sin ello no parece posible caracterizar una democracia constitucional.

 



[1] Autor citado, Reflexiones sobre los contratos de las empresas púbicas, ED-DCCLXIX-613.

[2] "CAMMESA c/ CEVIGE LTDA s/ PROCESO DE EJECUCIÓN” Expte. Nº CCF 9825/2018, “INICIA JUICIO EJECUTIVO - SOLICITA EMBARGO PREVENTIVO” de fecha 28/10/2018 de trámite por ante Juzgado Civil y Comercial Federal N° 6.

[3] Confr. García de Enterría y Tomás Fernández; Curso de Derecho Administrativo Tomo II, 3ra edición, Madrid: Civitas, 1991; págs. 70 y sig., Jaime Rodríguez Arana; la buena administración como principio y como derecho fundamental en Europa, ttps://doi.org/10.25058/1794600X.60; “El derecho fundamental a la buena administración y centralidad del ciudadano en el derecho administrativo ; Cassagne, Juan Carlos, “los principios…”, ob. cit. pág.315 y sig.; Julio Ponce Solé, “La discrecionalidad no puede ser arbitrariedad y debe ser buena administración” ,REDA 175, Enero-Marzo 2016.

[4] La violación del deber de no dañar a otro es lo que genera la obligación de reparar el menoscabo causado y tal noción comprende todo perjuicio susceptible de apreciación pecuniaria que afecte en forma cierta a otro en su persona, en su patrimonio y/o en sus derechos o facultades y dicha reparación no se logra si el resarcimiento -producto de 6 Secretaría de Jurisprudencia – Corte Suprema de Justicia de la Nación utilización de facultades discrecionales de los jueces- resulta en valores insignificantes en relación con la entidad del daño resarcible. Fallos: 340:1038 “Ontiveros” (Voto de Jueces Maqueda y Rosatti).

[5] Autor citado, Problemas del derecho público al comienzo de siglo, 1ra edición; Madrid; Civitas, 2001, págs. 50/51.

[6] Mairal, Héctor, "De la peligrosidad e inutilidad de una teoría general del contrato administrativo", ED,179-655. Bianchi, Alberto B., "Algunas reflexiones críticas sobre la peligrosidad o inutilidad de una teoría general del contrato administrativo (Una perspectiva desde el derecho administrativo de los Estados Unidos)", ED, 185:714, Cassagne, Juan Carlos, “En torno a la categoría del contrato administrativo” y “La delimitación de la categoría del contrato administrativo (Réplica a un ensayo crítico);  Contratos administrativos, Jornadas organizadas por la Universidad Austral, Facultad de Derecho, mayo de 1999, pags.17 a 64).

[7] «Alberto S. Carvalho contra la Empresa del Ferrocarril Central Buenos Aires, sobre devolución de fletes», Fallos: 182:198. En esa causa, de 1938 la SCJN, refiriéndose al artículo 46 de la ley N° 2873 afirmó que dicha disposición es clara y precisa en su letra y no puede tener sino una sola interpretación. Se refiere a “frutos y provisiones destinados al consumo diario de las poblaciones que el ferrocarril comunique”. Lo que caracteriza a esta carga para darle un tratamiento especial es que sea destinada al consumo diario de una población... que, en atención al interés comprometido del público consumidor, no se pueden convenir para el transporte de las mismas tarifas especiales, alargando los términos en cambio de disminuciones de fletes, como puede hacerse con las demás cargas (art. 49 de la ley). Fuera de estos casos las mercaderías a transportar, cualquiera fuera su naturaleza, pue den someterse a tarifas especiales en que se alarguen los tiempos y en cambio se reduzcan los fletes, según convengan las partes; porque tratándose de mercaderías generales no está comprometido el interés público…”. Véase Salomoni Jorge Luis; El concepto actual de servicio público en la República Argentina, Documentación Administrativa / n.º 267-268 (septiembre 2003-abril 2004); págs. 367/393.

[8] Sobre el particular, véase Melián Gil, José Luis; Una interpretación iusadministrativa de los contratos públicos; Derecho PUCP, N° 66, 2011, págs. 223/245. Asimismo, Cassagne, Juan Carlos, En torno a la categoría del contrato administrativo (Una polémica actual); Contratos Administrativos, Jornadas organizadas por la Universidad Austral, Facultad de Derecho, Buenos Aires; Editorial Ciencias de la Administración, 2000; págs. 17/64.

[9] ARTÍCULO 94.- CASO FORTUITO O FUERZA MAYOR. Las penalidades establecidas en este reglamento no serán aplicadas cuando el incumplimiento de la obligación provenga de caso fortuito o de fuerza mayor, debidamente documentado por el interesado y aceptado por la jurisdicción o entidad contratante o de actos o incumplimientos de autoridades públicas nacionales o de la contraparte pública, de tal gravedad que coloquen al cocontratante en una situación de razonable imposibilidad de cumplimiento de sus obligaciones.

ARTÍCULO 96.- RENEGOCIACIÓN. En los contratos de suministros de cumplimiento sucesivo o de prestación de servicios se podrá solicitar la renegociación de los precios adjudicados cuando circunstancias externas y sobrevinientes afecten de modo decisivo el equilibrio contractual.

[10] Para ejercitar la exceptio non adimpleti contractus no basta un incumplimiento insignificante o de menudo alcance; solo cuando el incumplimiento fuera importante, podría acogerse la defensa pues, de lo contrario, habría notoria desproporción entre la actitud del excepcionante (no cumplir) y la causa generadora de ella (CNCom Sala C, «Noctiluna S.A. c/ Empresa de Construcciones Río de La Plata S.A.», 26.10.83).

[11] Marienhoff, Miguel, Tratado de Derecho Administrativo, Tomo II-A, 3ra edición actualizada, Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 1983, págs. 375/376.

[12] Autor citado; El derecho como razón pública; Madrid: Marcial Pons, 2007. Traducción de Esteban Restrepo Saldarriaga.

[13]  Así como frente a cuestiones políticas fundamentales la idea de razón pública rechaza el hecho de que los electores plasmen sus preferencias según sus intereses individuales porque ello conduciría a pensar la democracia como una regla de mayorías y aquella expresa como criterio rector que las esencias constitucionales no sean alteradas por una coyuntura pasajera o una mayoría malintencionada (Restepro J y Gallo J, (2021). Razón Pública y Justicia Democrática: Los Fundamentos Teóricos de la Democracia Constitucional en el pensamiento político de John Rawls. Derecho Global, Estudios sobre Derecho y Justicia, VI (18) https://DOI.org/10.32870/dgedj.v6i18.412 pp. 171-197), de igual modo, en el plano judicial tal idea rechaza el hecho de que una sentencia exprese una adecuación normativa sin tener en cuenta el consenso acerca de los intereses e ideales de una comunidad y que reflejan los derechos y garantías fundamentales que titulariza basado en principios de justicia imprescindibles en una democracia constitucional.

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