La Justicia administrativa como garante del sistema democrático de gobierno -el proceso administrativo y sus fines-.
La Justicia administrativa como garante del sistema democrático de gobierno -el proceso administrativo y sus fines-.
a.- Derecho y Política: Permítaseme una breve disgresión previo a introducirme
en el tema central de este trabajo. La voluntad de asumir las diferencias, pero
en unidad, que favorece los consensos cardinales en el ejercicio de la libertad
como presupuesto básico y el valor justicia, son los pilares sobre los que se
asienta la idea de una comunidad política[1].
Tres premisas -consenso, libertad y justicia- innegociables en la tarea de
construcción de una sociedad democrática. Ellos son el sustrato sobre los
cuales es posible referirnos a legitimidad política, gestión pública socialmente
responsable, eficacia, juridicidad, control judicial suficiente, entre otros
conceptos.
Esta
afirmación, que más allá de matices nadie hoy discute, revela una imbricación
entre la Política y el Derecho que viene de tiempos remotos aun cuando no
fueran identificables con dicha terminología; siempre el Poder (político) y la
normatividad (Derecho) que se define por el ejercicio de aquel, revela un orden
determinado[2].
Esa normatividad (Derecho), por su dimensión histórica importa un modo de
convivencia en el que se desarrolla la natural sociabilidad humana. Y esa
convivencia, que en su génesis significa “vida con los otros”, se ha expresado
a través de formas de asociación política. Hago aquí, claro está, abstracción
de toda calificación o ponderación valorativa de esta.
No
es posible obviar que la aparición de la Polis o Ciudad Estado en Grecia
elaboró como concepto novedoso la “democracia’ como forma de gobierno, y aun
cuando puede juzgarse como limitado, o inclusive erróneo desde la perspectiva
actual, lo cierto es que configuró el perfil de la Polis robustecida por el
ideal democrático de Pericles para quien “nadie sufre injusticias por ser
pobre, a nadie se le prohíbe dar consejos, y ninguna de las legítimas
diferencias que resultan del prestigio o de la inteligencia puede atentar
contra la igualdad esencial de los ciudadanos”. Cierto es que la herencia de
Grecia no está directamente ligada a la concepción del Derecho y mucho menos
con la idea del Derecho Público, pero en el plano especulativo y filosófico, su
legado fue la concepción del nomos como idea política y el logos[3],
como fundamento ordenador del pensamiento y el discurso desde lo filosófico y
que Aristóteles lo traduce como un lenguaje persuasivo propio del hombre de la
Polis[4];
diríase hoy propio de un sistema democrático.
Si
bien la constitución “democrática” aparece con Solón y es confirmada por
Clístenes en el 508 a.C, no será sino casi 50 años después que el término
aparecerá tras una nueva reforma constitucional como comprensiva de la
atribución del poder al pueblo como clase, en lucha contra la nobleza. “
Nuestra constitución se llama democracia porque su fin es la utilidad del mayor
número y no de una minoría; la consideración
no se atribuye al nacimiento ni a la fortuna, sino al mérito, y no son
las distinciones sociales, sino la competencia y el talento las dotes que
determinan la reputación de una persona; en los asuntos privados aseguramos la
libertad ante la ley”; en cuanto a los asuntos públicos expresa: somos los
únicos que al ciudadano que no toma parte activa en las tareas públicas no lo
consideramos un hombre apático, amigo de la quietud, sino como un ser inútil”[5].
La
referencia histórica aludida me permite retomar esa relación directa entre el
Derecho y la Política desde un elemento que les es común: el poder, en tanto
este es la fuente directa de la creación de normas, y estas le otorgan a aquel
la supremacía para su propia creación, determinando los procedimientos, los
modos, las formas y su propio límite[6].
Y en su forma pura, esto es también predicable en regímenes autocráticos. La
diferencia cualitativa, propia de un sistema democrático reside en que la
sociedad asume libremente las decisiones mediante deliberación para su mejor
gobierno racionalizando sus conflictos y sometiendo sus controversias, de
naturaleza privada o pública a un poder judicial independiente. Recasens Siches
expresa que “el derecho es una obra humana social (hecho) de forma normativa,
encaminada a la realización de unos valores”[7].
El hombre no puede sino, vivir en sociedad; esto es, organizado políticamente.
Y el Derecho, que se funda en valores, no hace sino darle forma a esa
edificación que tiene un fin -bien común- que va adecuándose a las particulares
circunstancias históricas que atraviesa esa comunidad política. De ahí su
historicidad. Se ha dicho así, que el fin, que da la medida del poder, se
contagia de la misma plasticidad mutable que el poder, y varía con las
situaciones singulares de cada comunidad…los valores teñidos de historicidad
son recepcionadas por las estructuras políticas en que los hombres actualizan
su potencia política y esa mutación sin desnaturalizar el fin, vuelca en ellos
el contenido concreto que la historia suministra[8].
Una visión claro está, optimista; la realidad no muestra que más allá que
conceptualmente sea inobjetable, lejos está de la dinámica real.
No es del caso aquí, indagar cómo
han sido las distintas formas de organización en cada tiempo y espacio; esto
es, los distintos saltos cualitativos de esa evolución, qué estructuras se han
dado hasta llegar a la organización social y política más perfecta: el Estado.
Pero no ofrece reparo afirmar que con su aparición la organización
administrativa adquiere individualidad propia, transformándose si no en un
elemento, sí en una cualidad propia del mismo. En pleno siglo XVIII la
Administración Pública será un aparato incrustado en el Poder Ejecutivo (Inglaterra,
EEUU) o en la Corona (Francia), regulado por un derecho común o por un derecho
público general[9].
Cuando a la Administración
Pública le es aplicada una normativa especial de derecho público estamos en
presencia del sistema jurídico Continental Europeo, o Estado de Derecho
Administrativo. El derecho administrativo como rama especial del Derecho
Público marcará un cambio sustancial en orden a la organización administrativa.
Así, el funcionario de la Corona pasará a ser el funcionario del Estado, los órganos
de la Corona serán órganos del Estado, la jerarquización de los funcionarios
pasará a ser los departamentos del Estado, la fuerza del acto del Príncipe se
transformará en la ejecutoriedad de la disposición administrativa, etc.[10].
La administración pública se convertirá
con el transcurso del tiempo en la clave de la gestión de los bienes comunes,
de modo tal que el derecho administrativo será la arquitectura de la misma
política,
traducida en normas jurídicas para la gestión de aquellos. Será también el
talón de Aquiles en un sistema democrático pues a través de ella se revela el
dilema entre el Poder y el Derecho; entre la regulación normativa y los
derechos de las personas.
b.- La nueva estructura del Poder (la
división de poderes como garantía de la libertad): Desde
que Montesquieu expuso el núcleo central de su ideario y que fue receptado como
el principio de la división de poderes, en la Revolución Americana ( 1776),en
Inglaterra[11]
y Francia, el análisis se centró fundamentalmente en la prohibición al Poder
Ejecutivo de ejercer funciones judiciales, reservando el poder de hacer la ley
al Poder Legislativo, con los matices propios que caracterizó al derecho
continental europeo y al Common Law. La preocupación central radicó en poner
límites al poder regio. Sin embargo, como se verá más adelante, la
ideologización del Derecho promoverá una lucha, sin mucha reserva, entre el
Poder y la Justicia, encargada de interpretar y aplicar el Derecho
(normatividad).
Alexis
de Tocqueville, cuando describe el sistema político democrático se apoya en la
idea central propugnada por Montesquieu, y refiere que un gobierno democrático
se define por un orden legal fundado en los principios de igualdad y libertad
de los hombres, y que ese orden requiere una clara división de poderes que asegure
el equilibrio entre estos. Tanto el Ejecutivo como el Legislativo deben ser
electivos y el proceso electoral debe posibilitar la alternancia del poder,
mientras que el Poder Judicial debe ser independiente para evitar el despotismo
administrativo como así mismo la “tiranía de la mayoría”[12].
En el “Ensayo sobre el gobierno civil” y “El espíritu de
las Leyes” se compendian las ideas fuerza de una nueva concepción del hombre y
de la política que se sustenta en el individuo y sus derechos, y hace de la
división de poderes la garantía de la libertad. Esta proposición política -cuya
evolución no es necesario historiar- alcanzó el cenit de su desarrollo en el
último decenio del siglo pasado y se reafirmó en el presente, al alumbrar un
nuevo paradigma: la posición preferente de los derechos fundamentales.
Los
derechos fundamentales constituyen la piedra angular del sistema. Son la ratio
esendi del orden jurídico y que direcciona, en consecuencia, la totalidad del
obrar estatal. Por encima del reconocimiento constitucional y los tratados de
derechos humanos con jerarquía constitucional (art. 75 inc.22 CN), no son sino
los principios jurídicos (interdicción de la arbitrariedad, tutela judicial
efectiva, buena fe, pro actione, favor libertatis, razonabilidad, proporcionalidad,
confianza legítima, de buena administración, entre tantos otros) los que le
otorgan un vigoroso sostén a aquel paradigma, que como luces trazadoras se
erigen como límites creíbles a la cada vez más abrumadora acción estatal,
puesto que en nombre de un interés general no solo pretende obrar exorbitant
iure commune sino que no ceja en su intento de retrotraer compulsivamente el estatus
quo propio del derecho regio[13].
Cabe
resaltar que la sociedad, al menos en los países que han adoptado el sistema
continental europeo, ha asumido en la actualidad riesgos paralizantes y
esterilizantes en orden a la vigencia de un sistema democrático. Es que la idea
de la libertad expresada en términos absolutos, el libre albedrío desconociendo
la relatividad de toda acción humana por parte de sus miembros, y el
desembozado accionar del poder público que tiende a vulnerar los límites de su
propia competencia pulverizan la idea de comunidad política, que solo encuentra
su quicio en un permanente equilibrio entre la esfera privada y la pública en la
configuración del espacio en el que se articula la construcción del bien común[14].
La historicidad del Derecho nos impide
aferrarnos a dogmas o verdades inconcusas. Toda proposición doctrinaria lleva
ínsita el gen de su finitud ante los nuevos paradigmas que lentamente va
generando, mediante la formulación de otros modelos que permiten explicar el
núcleo primordial a la luz de los valores que lo informan.
Es por eso por lo que no puede
predicarse el carácter absoluto de una doctrina o definir dogmáticamente un
modelo. De modo tal -adelantándome en mi reflexión- la definición del derecho
administrativo como exorbitant iure comune no refleja en todos los casos, ni
puede invocarse en toda circunstancia como la primacía del interés estatal
sobre el particular. No así en la medida que se conciba al bien común como un
bien esencialmente participable o comunicable distributivamente entre quienes
integran una comunidad y que es la condición del disfrute de los bienes
privados[15].
Desde
esta perspectiva, no debe verse contradicción alguna entre el postulado de la
libertad (derechos fundamentales) y las potestades públicas (restricciones,
límites, sanciones, etc.). Ambas esferas actúan como elementos simbiontes
justificándose recíprocamente. El ejercicio de una potestad pública puede estar
dirigido a la restricción de un derecho, pero a su vez éste condiciona el
alcance de aquélla hasta el límite de hacerla compatible con el mínimo
irreductible que admite el orden jurídico bajo el prisma del ¨favor
libertatis¨.
Tan
así es, que la CIDH ha establecido en su jurisprudencia que los tratados
modernos sobre derechos humanos, en general, y, en particular, la Convención
Americana, no son tratados multilaterales de tipo tradicional, concluidos en
función de un intercambio recíproco de derechos, para el beneficio mutuo de los
Estados contratantes. Su objeto y fin son la protección de los derechos
fundamentales de los seres humanos. Así, al aprobar esos tratados sobre
derechos humanos, los Estados se someten a un orden legal dentro del cual
ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no en relación con otros
Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción[16];
se transforman en sujetos pasivos de una obligación contraída en virtud de la
suscripción y aprobación de un tratado de esa naturaleza.
Hablar de comunidad política, entendida como una sociedad
que se desarrolla en un sistema democrático en tanto aquella no puede existir
sin aquel, requiere diferenciar dos aspectos sobre los cuales puede
caracterizarse el mismo y que en lo sustancial, tanto Montesquieu y Tocqueville
describieron en su tiempo como una distinción básica: la “naturaleza” y
“principio” del gobierno democrático.
El primero hace a su estructura, a la conformación de los
poderes y la relación entre estos; el segundo, tiene que ver con el
involucramiento de los ciudadanos en la cosa pública, cómo estos actúan frente
al poder constituido y entre sí[17].
Ambos están indisolublemente ligados. La efectiva
vigencia del sistema democrático no puede asegurarse si no es con lo que hoy
denominamos “participación ciudadana” o “control social de la gestión de
gobierno”. No sin antes advertir, que más allá que algunos modos de
participación ciudadana se encuentran institucionalizados (audiencias públicas
para la determinación de tarifas del servicio público, referéndum, plebiscito,
la figura del amicus curiae, etc.) en la distinción que se refiere, el
“principio” del gobierno democrático tiene que ver con la virtud pública; esto
es, al compromiso ciudadano de comportarse con responsabilidad, consciente de
sus derechos y deberes como sujetos que coadyuvan a la realización del Bien
Común. No es, por lo tanto, un concepto jurídico, sino ético-filosófico
referido a la responsabilidad de todos y cada uno de los miembros de una
sociedad, individual y comunitariamente considerados[18].
Analizaré exclusivamente el primero de estos elementos.
Pasaré revista a las ideas y acontecimientos que terminaron definiendo un nuevo
modelo de estructura del Poder para referirme más adelante a la actuación del
aparato administrativo a través del cual se manifiesta la voluntad estatal
frente a los administrados, y los mecanismos previstos para garantizar la
razonabilidad de las decisiones administrativas en la gestión pública, y cómo
la justicia y el contencioso administrativo constituyen un baluarte para evitar
el “despotismo administrativo” y preservar el sistema democrático.
b.1. – El ideario político del siglo XVIII (primera
aproximación). El Poder, en términos
generales, es un dato de la realidad y consustancial al obrar humano. Las
personas tienden, por naturaleza a ejercer poder sobre otras o sobre las cosas
y, también es una realidad incontrastable que tienden cada vez a ejercerlo con mayor
fuerza; más poder, mayor control. Su crecimiento puede ser exponencial, salvo
que otra fuerza tanto o más poderosa lo diluya o controle.
El
modo de cómo se controla, los medios para neutralizarlo o tornarlo eficiente en
términos políticos, no fue racionalizado sino hasta la segunda mitad del siglo
XVIII. Con anterioridad, aun en las formas políticas más antiguas, con la
excepción del mundo griego, el Poder político se expresó omnímodamente, sin
mayores atajos para controlarlo, salvo la fuerza.
La
Revolución Francesa, ese giro copernicano en la concepción política del Poder y
que tan claramente describe García de Enterría en “La lengua de los derechos…”[19]
abreva en las ideas desarrolladas por Rousseau y Locke, pero en la que la
fuerza tampoco estuvo ausente. La expresión de los diputados del tercer Estado
en los prolegómenos de la Revolución afirmando que están ahí por voluntad del
pueblo y “no saldremos más que por la fuerza de las bayonetas” ante la
intimación del Rey, los acontecimientos del 14 de julio de 1789 y la denominada
época del Terror, son datos que refleja la tensión que produce la lucha por el
Poder, aun con la ley en la mano. Como dato, porque nos toca de lleno,
imposible es dejar de recordar que la impiadosa conquista de América, enmarcada
en la lucha por el Poder en el mundo de ese tiempo, generó que filósofos y
juristas españoles, como Bartolomé de las Casas, Suarez y otros formularan las
primeras precisiones sobre lo que sería el Derecho Internacional moderno y la
idea de que la justicia de una norma jurídica radica en que no sea arbitraria y
se dirija al bien común[20].
No
obstante, en lo que aquí interesa como dato relevante, la sustitución de la
voluntad regia por la Asamblea General Constituyente constituye el paso más
trascendental en la concepción del Poder. Transcribe el jurista español en su
libro una frase de Robespierre que encierra el espíritu de ese hito
revolucionario: “Ha comenzado la más bella revolución que haya honrado nunca a
la humanidad; mejor dicho, la única que ha tenido un objeto digno del hombre,
el de fundar al fin sociedades políticas sobre los principios inmortales de la
igualdad, de la justicia y de la razón…”.
La
teoría política que precede a la revolución francesa toma vigor a partir del
conocimiento que los teóricos como Voltaire, Montesquieu y Rousseau adquieren
de la revolución inglesa y del sistema político que la refleja.
Luego
de la revolución de 1688, y después de una dura contienda entre los partidarios
del absolutismo (Tories) y los defensores de la revolución (whigs) y el
establecimiento del gobierno parlamentario se confirma la idea de la libertad
individual y la limitación del Poder, la entronización de la Razón y la
creencia que los derechos naturales y la igualdad son límites infranqueables
para un gobierno. Si son traspasados o vulnerados, ese gobierno será tiránico.
Estas
ideas, formuladas teóricamente por Locke, y asimiladas por los doctrinarios
franceses, causan impacto, no solo en los franceses sino en la monarquía y
constituyen el fermento base de la Revolución[21].
Los
ecos de la revolución francesa permiten revelar, luego de un proceso
tumultuoso, la reafirmación del principio de la división de poderes en la
particular visión del país galo, así como también la centralización
administrativa en el poder ejecutivo.
b.2.-El legado jurídico político de la
revolución francesa (segunda aproximación). La
Revolución Francesa produjo tres modificaciones que reconocen una realidad que
hunde sus raíces en el período anterior, denominado “Antiguo Régimen”
(1551-1789): 1) La ley 16 del 24/8/1790 por la cual se estableció la separación
de las funciones administrativa y judicial y la prohibición a los jueces de
perturbar la actividad de los cuerpos administrativos. Los jueces no podrán en
adelante juzgar la actuación administrativa; 2) La reorganización de las
estructuras administrativas según los criterios de uniformidad, centralización
y jerarquía y, 3) La creación del Consejo de Estado con funciones de propuesta
legislativa y de consulta del Ejecutivo; esta última sobre asuntos contenciosos
(sistema de justicia retenida)[22].
Las
razones de esa ley son acabadamente detalladas por Tocqueville en su célebre
libro “El antiguo régimen y la Revolución”, pero recuerda que tal “innovación”
era práctica corriente con anterioridad a la revolución. En el Capítulo IV que
titula:” Que la justicia administrativa y la garantía de los funcionarios son
instituciones del Antiguo Régimen” consigna que la imposibilidad de someter por
ambición o por miedo a los jueces e impedir que estos intervinieran en asuntos
que interesaban directamente a su poder, determinó que el Rey creara a su
medida tribunales. Así cualquier querella que pudiera derivar de la aplicación
de una resolución regia sería sometida a decisión de los intendentes y del
Consejo (“Ordena además Su Majestad que todas las querellas que pudieran
ocurrir por la ejecución del presente acuerdo, sus circunstancias y secuelas
sean presentadas ante el Intendente, para ser juzgadas por él, salvo apelación
del Consejo. Prohibimos a nuestras Cortes y tribunales tomar conocimiento de
ellas”).
Como
el Consejo, de ordinario, se avocaba al conocimiento de esas causas, la
excepción se hizo regla, y “así se establece, no en las leyes, sino en el
espíritu de quienes la aplican, como máxima de Estado, que todos los procesos
en los que se halle involucrado algún interés público, o que nazcan de la
interpretación de un acto administrativo, no son de competencia de los jueces
ordinarios, cuya única función consiste en fallar entre intereses particulares.
En esta materia, lo único que hemos hecho es encontrar la fórmula, pues la idea
pertenece al Antiguo Régimen”[23].
La
Ley 16-24 de agosto de 1790, prescribía: “… las funciones judiciales son
distintas y permanecen siempre separadas de las funciones administrativas. Los
jueces no podrán dictar penas por prevaricación, turbados de alguna manera más
que por las operaciones de los cuerpos administrativos, ni citar ante ellos a
los administradores debido a sus funciones”.
Históricamente,
el contencioso francés atraviesa tres etapas claramente diferenciadas: La
primera aparece con el Reglamento de Litigios en el Año III, que se confía a la
propia Administración; la etapa de la Justicia retenida en el Año VIII con la
consagración de los Consejos de Prefectura y del Consejo de Estado, cuya
decisión está supeditada a la aprobación previa de las autoridades; por último,
la ley de 24 de mayo de 1872 autoriza al Consejo del Estado a tomar decisiones
ejecutorias, etapa que se conoce como Justicia delegada. La jurisdicción
administrativa así, queda en manos del Consejo del Estado, como Juez propio y
verdadero que decide. Finalmente, con el Arrêt Cadot (13 de diciembre de 1889)
el Consejo del Estado se reconoce a sí mismo como Juez común de los litigios
administrativos en primera instancia.
Más
allá de la cuestión histórica que describe Tocqueville y la valoración que de
la misma efectúa, ese proceso del contencioso francés importó una delimitación
de la jurisdicción administrativa de la judicial. Poniendo énfasis en la
idoneidad, la doctrina clásica sostuvo que el deslinde de competencias en el
sentido expuesto garantiza que los intereses públicos sean debidamente
ponderados, al tiempo que también es garantía para los particulares pues la
independencia de los órganos administrativos están especialmente capacitados
para reconocer los derechos de aquellos, como no lo están los tribunales
ordinarios[24];
no obstante, García de Enterría, con la claridad conceptual que lo caracteriza,
da cuenta de la crisis del paradigma francés en materia de justicia
administrativa y advirtió la existencia de un “nuevo paradigma”. Dirá: la justicia
administrativa no es un abstracto proceso a un acto administrativo aislado que
efectúan órganos especializados de la propia Administración o acaso jueces
amedrantados ante la maiestas administrativa o atados por mil lazos en
el ejercicio de su función por el supuestamente insólito hecho de que el poder
público tenga que rendir cuentas ante el Derecho; por el contrario, es un
proceso plenario a la Administración como sujeto por parte de otro sujeto en
vista de obtener una tutela judicial efectiva y completa a sus derechos e
intereses legítimos…”[25].
El
sistema de derecho administrativo, y que se transformará en modelo para toda
Europa, emergió en una etapa predemocrática, pero el ideario que sentó la
Revolución Francesa constituyó las bases de este; proceso, claro está, que duró
dos siglos desde los albores de aquel trascendental evento político.
a.- El concepto de Estado eficaz: El paradigma del consenso, que no es nuevo, por
cierto, sino consustancial al sistema democrático, constituye la nota modal que
tipifica a éste, y que encuentra su quicio en la dinámica política de la
sociedad democrática en la eficacia de la acción gubernamental y la confianza
legítima que genera en sus miembros para otorgar legitimidad política.
El Estado, en particular la
administración moderna, se encuentra fuertemente vinculada por el principio de
eficacia como condición de legitimidad de su actuación y se desprende de la
naturaleza misma del sistema democrático el concepto de “exigencia social”, a
la luz de la nueva concepción del Hombre como vértice nuclear del orden
jurídico.
Exigencia
social que implica gestión pública llevada a cabo con eficacia y eficiencia;
conceptos estos últimos íntimamente relacionados. Que el Estado sea eficaz
implica que el gobierno sea efectivamente eso: gobierno. Es decir,
organización, un marco político y administrativo estable y en funcionamiento,
instituciones políticas adecuadas y una administración pública efectiva[26].
En otros términos “un verdadero proveedor de servicios a la comunidad”.
La
ecuación consenso-eficacia-legitimidad, reitero, es consustancial a un orden
político democrático. Para que este paradigma del consenso sea viable el Estado
debe garantizar que su aparato administrativo obre bien, que actúe en el marco
de la juridicidad y decida en tiempo razonable, exigencias que también deben
cumplir los restantes poderes del Estado.
La
idea de un Estado eficaz, por cierto, no es nueva ni ajena a nuestros
antecedentes constitucionales. Así, se señala que en el informe de la Comisión
Examinadora de 1860 se consigna: “La Comisión al proyectar esta serie de
reformas ha estado muy distante de participar de las creencia vulgar de que
cuanto más restringidos se hallen los poderes, tanto más garantida estará la
libertad. Por el contrario, ella piensa que los poderes han sido instituidos
para garantir la libertad, y para que su acción sea eficaz es indispensable que
tengan los medios de influir sobre los hombres y las cosas, moviéndose
libremente dentro de las órbitas trazadas por la ley”[27].
Conviene
aquí hacer una breve disgresión. El concepto de eficacia aplicado a la gestión
de gobierno, o para ser más preciso, del Estado, lejos está de poder ser
subsumido en un modelo gerencial. Ser eficaz es hacer las cosas bien, y que su
resultado sea el mejoramiento de la calidad de vida del ciudadano, pero no está
desligado del concepto de eficiencia. La noción de “costo”, ligado a la idea de
la utilización o comprometer menos recursos o la utilización de insumos, que no
es despreciable, resulta, no obstante, mezquina en términos políticos. En la
acción estatal, y desde lo político, existen bienes intangibles que deben
tenerse en cuenta para valorar si aquella es eficaz y eficiente. Una acción de
gobierno no será eficaz si compromete, deteriora, o perjudica bienes
intangibles, tales como la confianza, la solidaridad, la fidelidad al sistema
democrático, o bienes comunes como la biodiversidad, la información, etc.[28].
Y ello es así porque el Estado, como promotor del bien común, no puede promover
acciones aisladas, aunque lo intentara, pues en definitiva cualquier acción en
un sentido determinado impacta de una manera u otra en la sociedad.
b.- La
administración pública en el siglo XXI. Supo expresar Paul Valery
que toda política implica alguna idea del hombre, y toda administración
también. Aunque el concepto “Política” sea multifacético es indudable que es
parte de la propia condición humana. Y en tanto las personas se relacionan y
actúan según sus intereses y necesidades, la política se relaciona con el
ejercicio del Poder[29]
y el modo de satisfacer los intereses generales de una comunidad política.
El modo en que se relacionan, los
comportamientos entre quienes mandan y obedecen es un tema central en el
estudio de la Política. Sujeto a estándares éticos o independientes de la
Moral, desde Aristóteles hasta Maquiavelo su análisis siempre ha tenido en
cuenta, precisamente, una idea del Hombre.
Como corolario de ello, la
Administración no puede ser ajena a ello, en tanto aquella no es sino
instrumental para alcanzar objetivos establecidos desde el Poder, en ejercicio
de una determinada política; de una concepción del Hombre y del mundo (aunque
muchas veces, en la práctica, no parezca ser así).
Tan es así, que un simple repaso a
nuestra historia reciente nos ofrece una clara perspectiva acerca de la
indudable interacción entre el Poder (Política) y el Derecho (normatividad),
pues sobre este último se revela el carácter instrumental de la Administración
Pública.
Cabe recordar, en tal sentido, que, en
el siglo pasado, a partir de los ochenta, los males se identifican con “lo
público” y la solución está en “lo privado”. Así, fue de toda lógica suponer
que debía reducirse el ámbito del Derecho Público a lo indispensable o
absolutamente indisimulable. Para ser más preciso, esa huida del Derecho
Público tuvo como finalidad, evitar el control judicial e imponer el carácter
subsidiario de este respecto del Derecho Privado.
La profunda transformación operada a
partir de 1989 –en la que también incursionaron la casi totalidad de los países
latinoamericanos y del mundo- implicó el rediseño del Estado y de las
relaciones entre éste y la sociedad[30].
La
globalización logró instalar una concepción fundamentalista,
que asignaba al Estado un rol muy exiguo y puramente garantista, en donde lo
único que le quedaba por hacer era trasmitir buenas señales a los actores
económicos que deciden en el mundo y tratar, en consecuencia, de ser sujeto de
sus decisiones de inversión. Las fronteras nacionales habrían sido borradas,
los centros de decisión estarían más allá de los Estados nacionales y la única
forma sería acomodarse a estas señales organizando el sistema a nivel nacional
en función de los sectores globalizados[31].
Una concepción del Hombre y de cómo debe funcionar la Administración; una
concepción del Estado[32].
No obstante, nos situemos en la esfera
de un Estado librecambista o de un Estado regulador, progresista o como
prefiera denominárselo, la globalización, el panóptico informacional y la nueva
concepción sobre el Hombre y su consideración como átomo primordial en el
sistema democrático, encuentra en la lucha contra las inmunidades del Poder su
cauce para repensar y dejar atrás la idea de la inmunidad sobre la que se
asentaba la primacía de la Administración Pública (Estado) sobre el ciudadano.
Como bien lo ha expresado García de Enterría, la demolición sistemática de esos
círculos de inmunidad será la gran obra del siglo XX, refiriéndose al poder
reglamentario, la potestad discrecional y los denominados actos políticos. Y aun
cuando ese proceso de demolición encuentre focos de resistencia en la Justicia,
no es allí donde los ciudadanos encuentran hoy, el primer desafío para la
efectiva vigencia de sus derechos.
El nuevo escenario en el que se
desarrolla la gestión pública importa la existencia de poderes fácticos (la
concentración empresarial, el control de los flujos informativos, los variados
contenidos culturales que irradian sobre la sociedad, la cooptación de
funcionarios por los carteles de la droga, el tráfico de armas, etc.; e incluyo
también la relatividad moral como dato justificante de la política pública,
inasible, en principio para la norma jurídica) que configuran una mapa social
difícil de aprehender por la norma jurídica, y de compleja resolución para el
poder público.
La Administración Pública, tiene
característica ameboide. Su estructura organizacional es, y lo será aún más en
el futuro, compleja, desagregada y esencialmente contingente. Cada órgano, cada
estructura componente de ella responde, en virtud del principio de unicidad, a
un centro o comando único; sin embargo, al mismo tiempo cada una de ellas
persigue finalidades instrumentales específicas, y adoptan formas propias para
su funcionamiento y la correcta articulación para el logro de los cometidos públicos.
Es cambiante y se reconfigura permanentemente. Y está bien que así sea, pues su
obrar eficaz y eficiente es una exigencia social.
Para cumplir sus fines de ordenación y
regulación, la Administración Pública debe adaptar su estructura orgánica funcional
en aquellos sectores más expuestos, debido a esas fuerzas gravitacionales que
condicionan su actividad; abordar, a través de determinados órganos, aspectos
que otrora resultaban inimaginables pero que actualmente resultan una exigencia
normativa estrechamente relacionada con el concepto de cooperación que preside
la relación entre los Estados en cuestiones que resultan de indudable interés
común.
Sin
embargo, la creación de nuevos entes u organismos no basta por sí mismo para
garantizar la eficacia administrativa. Requiere, además, que actualice la
formación de los servidores públicos, y genere con creatividad y evidencia
empírica un modelo que responda a los desafíos propios de la comunidad política.
Ello es primordial para asumir el deber prestacional que de ella se requiere y
satisfacer así necesidades de naturaleza social y económica. La intervención
administrativa en estas cuestiones se torna ineludible ante circunstancias
imprevisibles o extraordinarias que de manera actual o inminente afecten o vulneren
el goce y disfrute de los bienes comunes.
Archivada
ya la idea de que la Administración Pública debía reconfigurarse como si fuese
una empresa privada, y en tanto aquella justifica su existencia en su
naturaleza vicarial, el siglo XXI nos ha traído fenomenales desafíos de difícil
resolución. De modo tal, que resulta esencial su fortalecimiento para hacer
frente a tales retos. Sin embargo, el ciudadano no tiene confianza en las
instituciones políticas; percibe que acceder a la Administración Pública para
la defensa de sus derechos es casi una utopía. Es precisamente su actuación
frente a una pretensión o reclamo, individual o social, o su obrar remiso,
ineficaz o aletargado la razón por la cual se desvanece el capital social, pone
en crisis la confianza pública y favorece la fragilidad del sistema
democrático.
Pese
a la ganada aversión que se ha ganado la Administración Pública, diríase en
todas las latitudes, no deja ser el baluarte indispensable para alcanzar los
cometidos públicos, y mediante ellos, asegurar los derechos fundamentales de
las personas.
Ello
no invalida como falsa aquella idea que, si se reduce el Estado, se fortalece
la sociedad. Por el contrario, si la idea que preside no solo el obrar estatal
sino la comunidad misma es la progresividad de los derechos fundamentales, la
consolidación de una Administración ágil y fuerte es condición necesaria, junto
con un eficaz ejercicio de la función pública que le compete a la Justicia,
para garantizar las libertades y derechos de cada ciudadano y la centralidad
del sistema democrático.
Así
como debe negársele toda inmunidad al Poder, debe otorgársele todas las
capacidades y competencias necesarias para fortalecer su funcionamiento en la
búsqueda del Bien Común y la defensa de los bienes comunes[33].
La primera cuestión nos remite a la normatividad (Derecho) y el valor Justicia;
en especial la arquitectura del derecho administrativo y de la Justicia
Administrativa. La segunda, tiene que ver con el Poder (Político), su
efectividad, legitimidad y consenso.
3.-La justicia administrativa
a)
Origen y evolución: Mayoritariamente
los autores reconocen que el Derecho Administrativo se origina en la Revolución
Francesa; García de Enterría no sólo afirma tal postura, sino que postula que
todo el Derecho Público contemporáneo tiene su punto de partida en ese
movimiento revolucionario. Este evento trascendental del siglo XVIII ha aportado,
expresa el aludido jurista, un discurso totalmente nuevo para explicar las
relaciones entre los hombres y su organización social y política como materia
de Derecho, y que a partir de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano deriva en línea recta el corpus iure civitatis o publicum que faltaba
en relación con el pasado inmediato y sobre la base de tres grandes principios:
el origen del poder, los límites del poder y la organización del poder.
En
efecto, el derecho público del Antiguo Régimen podía resumirse en la célebre
frase: Todos están obligados en algo al Rey, el Rey no está obligado nunca con
ninguno. Las únicas relaciones jurídicas estaban relacionadas con el Derecho
Privado; el Rey estaba eximido de las leyes positivas (princeps legibus solutus
est). Domat, afirma que el orden público es la obra de Dios mismo, que dispone
del gobierno de todos los estados, que da a los reyes todo su poder, y alude a
la veneración, obediencia y fidelidad que le deben los súbditos al Príncipe[34].
De
tal modo, la Revolución Francesa propicia un giro copernicano en las relaciones
de mando y obediencia. El poder ya no será divino, sino que vendrá de los
hombres (“El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación”);
los representantes no ejercen el poder sino por delegación; la juridización del
Poder (“La ley no tiene el derecho de prohibir más que las acciones
perjudiciales a la sociedad...nadie puede ser forzado a hacer lo que la ley no
manda”...”la ley debe ser la misma para todos, tanto si castiga como si
protege”…”todos los ciudadanos son iguales ante ella”. ” Ningún hombre puede
ser acusado, detenido o encarcelado más que en los casos determinados por la
Ley y según las formas que ésta prescriba”).
El
derecho administrativo como rama especial del Derecho Público marcará un cambio
sustancial en orden a la organización administrativa. Así, el funcionario de la
Corona pasará a ser el funcionario del Estado, los órganos de la Corona serán
órganos del Estado, la fuerza del Acto del Príncipe se transformará en
disposición administrativa[35].
Sin embargo, como bien afirma este autor el Estado liberal en ciernes, producto
de la Revolución Francesa se desarrollará bajo dos principios: la igualdad
jurídica formal y la desigualdad política en la que esta última prevalecía en
virtud de una legislación administrativa autoritaria[36].
Esta idea es compatible con la opinión que vertiera Alexis de Tocqueville en su
libro “El antiguo régimen y la Revolución” y al que hice referencia más arriba[37].
En
el orden instrumental la Revolución Francesa produjo tres modificaciones
sustanciales:
- La
ley 16 del 24/8/1790 por la cual se estableció la separación de las
funciones administrativa y judicial y la prohibición a los jueces de
perturbar la actividad de los cuerpos administrativos. Los jueces no
podrán en adelante juzgar la actuación administrativa[38].
- La
reorganización de las estructuras administrativas según los criterios de
uniformidad, centralización y jerarquía.
- La
creación del Consejo de Estado con funciones de propuesta legislativa y de
consulta del Ejecutivo; esta última sobre asuntos contenciosos (sistema de
justicia retenida).
El
derecho administrativo se consolidará a partir de la segunda mitad del siglo
XIX en virtud de tres factores;
1.
La especialidad del derecho relativo a la Administración.
2.
La atribución de controversias relativas a la Administración-Autoridad a un
juez especial: el Consejo de Estado (sistema de justicia delegada).
3.
La reafirmación del principio de legalidad; el sometimiento de la Administración
a la Ley. El principio de legalidad define y limita la autoridad de la
Administración sobre el ciudadano.
La
especialidad del Derecho Administrativo se afirma en el Arret Blanco de 1792,
considerado la piedra angular de esta rama. Esta decisión importa: a) la
autonomía del Derecho Administrativo respecto del Derecho Privado; b) la
autonomía del juez administrativo frente al Derecho privado; c) enuncia el
criterio de atribución de la competencia al juez administrativo (criterio del
servicio público).
La Ley 16-24 de agosto de 1790,
prescribía: “… las funciones judiciales son distintas y permanecen siempre
separadas de las funciones administrativas. Los jueces no podrán dictar penas
por prevaricación, turbados de alguna manera más que por las operaciones de los
cuerpos administrativos, ni citar ante ellos a los administradores en razón de
sus funciones”. No hay que olvidar, que el Consejo de Estado dotado de
funciones jurisdiccionales tiene una razón de ser esencialmente política.
Napoleón no quería que los tribunales del Antiguo Régimen, integrado por el
clero y la nobleza, obstaculizara la marcha de su proceso revolucionario; razón
por la cual, en una particular visión de la división de poderes, le dio esta
función al Consejo de Estado, el que, según la Constitución del Año VIII,
integraba una de las cuatro Asambleas que constituían el Poder Legislativo (las
restantes eran el Tribunado, el Cuerpo legislativo y el Senado).
Existe
en el contencioso francés tres etapas claramente diferenciadas: La primera
aparece con el Reglamento de Litigios en el Año III, que se confía a la propia
Administración; la etapa de la Justicia retenida en el Año VIII con la
consagración de los Consejos de Prefectura y del Consejo de Estado, cuya
decisión está supeditada a la aprobación previa de las autoridades; por último,
la ley de 24 de mayo de 1872 autoriza al Consejo del Estado a tomar decisiones
ejecutorias, etapa que se conoce como Justicia delegada. La jurisdicción
administrativa así, queda en manos del Consejo del Estado, transformando a este
organismo en Juez propio y verdadero que decide. Finalmente, con el Arrêt Cadot (13 de diciembre de 1889) el
Consejo del Estado se reconoce a sí mismo como Juez común de los litigios administrativos
en primera instancia[39].
Pero
el contencioso administrativo francés será objeto de reformas trascendentales[40].
Este conjunto de reformas tiene una lectura clara: Si la justicia
administrativa puede ordenar obligaciones de hacer concretas (injunctions), si
puede dictar medidas de carácter positivo, y aún más, imponer astreintes en
caso de inejecución de una injunctions, es evidente que al viejo dogma del
carácter revisor de las sentencias de los jueces sobre decisiones
administrativas le han extendido carta de defunción.
Además,
el contencioso de anulación por exceso de poder, aspecto del contencioso
administrativo francés sobre el que se edificó el aludido dogma, ha adquirido a
partir de estas reformas una nueva configuración. Ya no se trata de un recurso
objetivo, de un proceso al acto, sino precisamente del ejercicio de un derecho
y una pretensión que puede ir más allá de la anulación del acto cuestionado. La
reforma legislativa ha sido un paso trascendental en el camino de la plena
jurisdicción y la vigencia del principio de tutela efectiva.
b) La justicia
(contencioso) administrativa en nuestro país. Antecedentes y evolución:
En principio, una aclaración sobre por qué el encomillado de “contencioso”. Lo primero que corresponde expresar es que, en
la relación Persona-Administración Pública la idea del régimen jurídico
exorbitante, más allá de establecer como principio que el derecho
administrativo exorbita el régimen jurídico de derecho privado; esto es, una
cierta carta de identidad para demostrar su autonomía, con reglas y procedimientos
propios, lo cierto es que establece una superioridad, sustentado exclusivamente
sobre las prerrogativas púbicas que refleja que la Persona se encuentra en una
situación de desventaja, frente al Poder
(Estado). No es del caso analizar esta fórmula que identifica al régimen
administrativo pues refiere a un marco histórico político determinado que no se
condice con el nuevo derecho público, en especial con las normas
internacionales sobre los derechos fundamentales de las personas.
No obstante, en la base de esa idea, ya desechada
(aun cuando los jueces siguen utilizándola), radica asimismo la necesidad de
distinguir al “contencioso administrativo” de la noción de justicia
administrativa.
El concepto del “contencioso administrativo” es sin
duda producto de la utilización de las fuentes y, así como se sigue insistiendo
en la Constitución norteamericana para interpretar nuestra Constitución pese a
la oportuna aclaración que hiciera Alberdi que, dicho sea de paso, es quien
diseñó nuestra Ley Fundamental, también hemos acudido al derecho francés para
explicar e interpretar el derecho administrativo y dejar de lado el origen de
nuestro sistema judicialista, tributario del derecho español desde la
colonización misma. Amén de que, en la justicia civil, comercial, penal,
laboral, etc., mayoritariamente todos los procesos son contenciosos, salvo los
denominados “voluntarios”, claro. ¿Por qué no habría de serlo en la justicia
administrativa?
Más allá de ello, concebir a la justicia
administrativa como una mera instancia revisora de la conducta de la
Administración Pública, hizo que todo se redujera en un proceso al acto
administrativo con prescindencia de otras consideraciones fáctico-jurídicas,
como por ejemplo las facultades discrecionales. Y en ello se basó, durante
mucho tiempo el denominado “contencioso administrativo”. Ello, como expresa
Cassagne, no sólo implica, en los hechos, atribuir a la actividad
administrativa el mismo grado de estabilidad de las sentencias de los jueces
que hacen cosa juzgada, sino que conculca la regla del control judicial
suficiente (base de la defensa en juicio) y el moderno principio de la tutela
judicial efectiva[41].
Se identificó de tal modo, a la justicia
administrativa con el denominado proceso contencioso administrativo que persiste
esta denominación errada y que, conceptualmente, no responde al sistema
judicialista. El proceso contencioso administrativo alude a aspectos formales
(procesales) del proceso administrativo, más no al trámite en sí mismo. Por lo
tanto, como bien lo ha reafirmado Gordillo para evitar la confusión
terminológica debe eliminarse toda referencia a lo “contencioso administrativo”
y hablar de derecho procesal administrativo y de proceso administrativo[42].
En consecuencia, ello será jurisdicción de la Justicia Administrativa.
Dicho esto, prosigo afirmando que la Revolución de
Mayo, tuvo significado trascendente respecto a la administración de justicia en
nuestro territorio. No solo importó el grito primigenio de nuestro deseo
independentista; el calificativo de “revolución”, siempre ligado al proceso
político, pocas veces ha sido reparado como un corte transversal en la
administración de justicia en nuestro país.
El derecho indiano, a partir de ese acontecimiento
comenzó a languidecer hasta ser borrado. En el mismo era posible distinguir
entre justicia administrativa (Hacienda, Guerra, Gobierno) a cargo de
funcionarios políticos, y justicia ordinaria.
Al crearse las Intendencias en el Virreinato, a
fines de 1783, a los Intendentes se les otorgó competencia exclusiva en los
pleitos relativos al fisco y de carácter administrativo. De modo tal, que se
configuraron dos jurisdicciones: una propiamente judicial, y otra
administrativa. A la primera correspondían los juicios civiles y comerciales
del fuero ordinario; la jurisdicción administrativa entendía en todos los
asuntos en los que estuviera interesado el fisco (impuestos, contrabando,
aduana, etc.), y las cuestiones de gobierno o derivadas de problemas
administrativos[43].
El procedimiento judicial, en general, en casos de poca entidad eran sumarios, “a
verdad sabida y buena fe guardada”, salvo en cuestiones de mayor trascendencia,
en los que la Audiencia disponía un trámite ordinario. Pero, como principio
general, el proceso mantenía el esquema clásico, tal como lo conocemos
(demanda, contestación, prueba y sentencia) y costas a cargo del vencido. Estos
procedimientos y procesos estaban claramente prescriptos por las Partidas;
incluso hasta el “tormento” en las causas penales[44].
El gobierno patrio no modificó, en esencia, el
régimen judicial existente. La materia contencioso-administrativa quedaba
reservada a la Administración[45];
sí se introdujeron modificaciones
orgánicas y cambios de funcionarios, tanto en la justicia ordinaria como en la
justicia administrativa.
Así, en el orden civil, por ejemplo, se sustituyó el
nombre de la “Audiencia” por el de Cámara de Apelaciones, y en las ciudades que
no existía esa Audiencia, se creó la “Alzada de Provincia” que la componía el
jefe del gobierno local y dos civiles elegidos por las partes.
Para facilitar el avenimiento de las partes se creó
el Tribunal de Concordia como paso previo a la intervención de la Justicia.
Entre 1810 y 1817 se dictaron innumerables
disposiciones reglamentarias que asignaban y reasignaban competencias a los
alcaldes de hermandad, a las Cámaras y otros tribunales especiales.
Del mismo modo la jurisdicción administrativa no
sufrió modificaciones sustanciales; el régimen legal fue el mismo; las
circunstancias políticas en el período 1810-1817 determinaron fundamentalmente
el cambio de nombres o instituciones políticas sobre las que recaían las
funciones jurisdiccionales pero los asuntos contenciosos administrativos se
mantenían en el ámbito administrativo; así sucesivamente fue el gobernador
intendente (1812), el Supremo Poder Ejecutivo (1813); el Director Supremo
(1815/1817); sin embargo el Reglamento de 1817 transfirió a la Cámara de
Apelaciones las causas administrativas.
Por último, con la vigencia de la Constitución de
1853, el viejo artículo 97 (ex 100 de su reforma en 1860; actual 116) dio competencia a la justicia federal para
entender en los juicios contenciosos en los que la Confederación sea parte y en
los casos de almirantazgo y jurisdicción marítima, circunstancia que determinó
que la justicia administrativa fuese transferida a la justicia ordinaria.
El sistema judicialista se imponía así, y confirmaba
la tendencia que ya habían iniciado la Constitución de 1819 y 1826.
En consonancia con lo prescripto por la Ley
Fundamental, las leyes 27 y 48 (de Organización de la Justicia Nacional)
atribuyeron a la justicia nacional las causas en que la Nación sea parte.
Es vital, en orden a la institucionalidad del
sistema judicialista el debate en la Cámara de Diputados entre el diputado
Zavalía (que rechazó el artículo aprobado por el Senado en el que se atribuía a
los jueces nacionales todas aquellas causas en que la Nación o un recaudador de
sus rentas sea parte actora, consagrando el principio de inmunidad
soberana) (el subrayado es propio), y el diputado Elizalde como miembro
informante de la Comisión de Legislación sobre la imposibilidad legal que se
derivaba de dicha cláusula de que pudiese el Estado ser parte demandada. El
debate se centró en dos posiciones: que la Nación no podía ser demandada ante
los tribunales fundada en el principio de la división de poderes, mientras que
Zavalía sostuvo que la Constitución no hacía distingo alguno y por lo tanto
correspondía admitir la calidad de demandada del Estado. El triunfo de la posición
alentada por Zavalía permitió la consagración legal de la demandabilidad del
Estado[46].
Luego la Corte Suprema de Justicia, diría otra cosa y reabriría el camino para
otra discusión: el consentimiento previo de la Administración para ser llevada
a juicio ante un tribunal de justicia[47],
que desembocaría en el requisito del reclamo previo, la figura del silencio por
mora y el carácter meramente declarativo de la sentencia. En lo que entiendo
como una clara desobediencia a nuestra Ley Fundamental, la Corte le hizo decir
a nuestra Constitución, lo que sus miembros pensaban o creían debía ser, pero
no lo que en realidad estaba escrito.
Lo cierto es que, ante la posición de la Corte en el
sentido de no admitir una demanda contra la Nación que no tuviese el consentimiento
de esta, se debatió en el Congreso de la Nación, ante la presentación efectuada
en 1875 por Aguirre, Carranza y Cía.,- quienes solicitaron una reparación
pecuniaria por la provisión de suministros al Gobierno de la Confederación y,
en caso negativo, se le autorizara para demandar judicialmente a la Nación-, si
el órgano legislativo tenía facultades para acordar esa autorización. Sobre la
base de que no podía otorgársele al Poder Ejecutivo la facultad de ser juez de
sus propias decisiones, el Congreso dictó la Ley 675 por la cual se autorizó a
los requirentes a promover ante la Justicia Nacional el reclamo pertinente.
Pero en el año 1900, el Congreso deja atrás la
“venia legislativa” como requisito para demandar a la Nación, y consagra que en
toda acción civil que se deduzca contra la Nación debe acreditarse la
reclamación previa de los derechos controvertidos ante el Poder Ejecutivo, y su
denegación por parte de éste (art. 1° ley 3952). En el artículo 2° consagró el
silencio por mora, disponiendo que “si la resolución de la Administración
demorase por más de seis meses después de iniciado el reclamo ante ella, el
interesado requerirá el pronto despacho, y si transcurriesen otros tres meses
sin producirse dicha resolución, la acción podrá ser llevada directamente ante
los tribunales, acreditándose el transcurso de dichos plazos. La Ley remata con
el carácter meramente declaratorio de las sentencias condenatorias (art. 6°).
Además, sin mencionarlo, al eliminar la venia
legislativa para las acciones civiles contra la Nación en su carácter de
persona jurídica, dejó intacto ese requisito si se demandaba a la Nación en su
carácter de persona de Derecho Público (teoría de la doble personalidad del
Estado). La cuestión fue definitivamente zanjada con la sanción de la Ley
11.634 que modificó el art. 1° de la ley
3952, eliminando definitivamente la venia legislativa y consolidando el
reclamo administrativo previo[48].
Ya en 1972 se dictó la ley N° 19.549, que regula el
procedimiento administrativo cuyos merecimientos han sido reiteradamente
expresados por la doctrina argentina, más allá de los defectos que pueda pecar.
Su importancia radica en haber establecido un
sistema orgánico inexistente hasta esa época, y sobre el cual se ha montado la
relación entre la Administración Pública y la Persona. Una ley que debe ser
valorada en ese contexto, aun cuando, como todo el derecho administrativo,
adolezca de cierta finitud ab-initio. Cualquier crítica que pueda hacerse de la
misma, no desmerece su trascendencia como hito en el derecho público argentino.
Ya con las modificaciones introducidas por la ley N°
21.686, “el Estado Nacional no podrá ser demandado judicialmente sin previo
reclamo administrativo dirigido al Ministerio o Comando en Jefe que
corresponda, salvo cuando se trate de la impugnación judicial de actos
administrativos de alcance particular o general” (art.30), mientras que el
artículo 32 establece una serie de excepciones al principio general[49].
Finalmente, a través de la ley de emergencia
económica N° 25.344 y su decreto
reglamentario se modifica el sistema recursivo haciéndolo más complejo y
disvalioso, acentuando la posición de privilegio del Estado en relación con los
administrados, y transformándolo en un verdadero galimatías. Así, el art. 4° dispone
que en todos los juicios en trámite deducidos contra el Estado Nacional y sus
organismos centralizados y descentralizados “se suspenderán los plazos
procesales hasta que el tribunal de oficio o la parte actora comuniquen a la
Procuración del Tesoro de la Nación su existencia, carátula, número de
expediente radicación, organismo interviniente, estado procesal y monto
pretendido, determinado o a determinar”;
dispone la suspensión de los procesos hasta tanto la Procuración del Tesoro
tome intervención, cuyo plazo es de 20 días en los procesos ordinarios, y de 5
días en el proceso sumarísimo, amparo y en materia previsional; las
notificaciones podrán ser realizadas “por oficio, o a través del formulario que
apruebe la reglamentación o por carta
documento u otro medio fehaciente; y dispone que “será nula de nulidad absoluta
e insanable cualquier comunicación que carezca de los requisitos anteriormente
establecidos o contenga información incorrecta o falsa¨. Respecto a las nuevas
demandas entabladas contra el Estado Nacional, el art. 6 establece que
cualquiera sea la jurisdicción que corresponda, se remitirá por oficio a la
Procuración del Tesoro de la Nación copia de la demanda, con toda la prueba
documental acompañada y se procederá, cumplido este acto, a dar vista al
fiscal, para que se expida acerca de la procedencia y competencia del tribunal”
(es decir el Procurador toma conocimiento de la demanda, incluso antes de que
se expida el Fiscal sobre la procedencia de la acción), y a mayor abundamiento
para garantizar el privilegio del Estado el art. 8° dispone que: “En las causas
que no fuera menester la habilitación de
la instancia, se cursará de igual forma y manera la notificación a la
Procuración del Tesoro de la Nación con una anticipación no menor de treinta
(30) días hábiles judiciales al traslado de la demanda que se curse al
organismo pertinente”. Sin embargo, esto no sería todo en el proceso involutivo
de nuestro sistema de derecho administrativo. La Ley N° 26.944 de
Responsabilidad del Estado sancionada un año antes de la ley de reforma del
Código Civil establece en su artículo 1 que: “Las disposiciones del Código
Civil no son aplicables a la responsabilidad del Estado de manera directa ni
subsidiaria”; la Ley N° 26.854 sobre Medida Cautelares: el art. 4 requiere el
informe previo de la autoridad pública que dé cuenta del interés público
comprometido por la solicitud, el art.
13 inc. 3 dispone que “El recurso de
apelación interpuesto contra la providencia cautelar que suspenda, total o
parcialmente, los efectos de una disposición legal o un reglamento del mismo
rango jerárquico, tendrá efecto suspensivo…”, y como frutilla del postre el
Código Civil y Comercial de la Nación ratifica, en ese sentido la disposición
del artículo 1° de la ley 26.944. El artículo 1764 del Código Civil y Comercial
de la Nación dispone: “Las disposiciones del Capítulo I de este Título no son
aplicables a la responsabilidad del Estado de manera directa ni subsidiaria”;
el artículo 1765 establece que la “responsabilidad del Estado se rige por las
normas y principios del derecho administrativo nacional o local según
corresponda”; el artículo 1766, a su turno dispone: Los hechos y las omisiones
de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones por no cumplir
sino de una manera irregular las obligaciones legales que les están impuestas
se rigen por las normas y principios del
derecho administrativo nacional o local, según corresponda.
Quizás la cuestión más azarosa de las normas del Código
Civil y Comercial radica en la posible desobediencia a lo dispuesto en el art.
126 de la Constitución Nacional más allá del carácter local del derecho
administrativo[50].
La justicia administrativa como tal, tiene carta de
nacimiento en una disposición transitoria (art. 20) de la Ley N° 12830 de
fijación de precios máximos, y por la cual se dispuso que en las cuestiones
derivadas de la aplicación de ésta sería competente la justicia federal hasta
tanto se constituyeran los tribunales administrativos federales.
Posteriormente, la ley N° 12.833 ratifica con fuerza de ley el decreto 946/46
por el cual se crearon los tribunales administrativos. No obstante, como hace
notar Pedro A. Miguens[51],
del propio decreto puede inferirse que la intención fue insertar esa estructura
en el Poder Judicial de la Nación, ya que los jueces eran designados por el
Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado y debían prestar juramento ante el
Presidente de la Cámara de Apelaciones, la inamovilidad mientras dure su buena
conducta, y su remoción debía ser por sentencia fundada por un tribunal
compuesto por miembros de la Cámara de Apelación en lo Civil y de la Cámara de
Apelación en lo Comercial.
Fue la ley N° 13.278 la que les otorgó a dos nuevos
juzgados federales creados en la Ley de Presupuesto de 1948, competencia en
materia contencioso-administrativa.
La ley 13.998 de Organización de la Justicia
Nacional, sobre la base de los tribunales creados por la ley 12.833 sustituyó
la nomenclatura por la de Juzgados Nacionales de Primera Instancia en lo
Contencioso Administrativo atribuyéndole competencia en las causas “contencioso
administrativas”.
En los sucesivo se dictaron innumerables leyes
estableciendo recursos directos, transfiriendo competencias de una jurisdicción
a otra, o disponiendo reglas sobre competencia en materia de medidas cautelares
diferentes a la que los tribunales venían aplicando, generando un mosaico
legislativo que conspira, como apunta Liliana Heiland con la prestación del
servicio de justicia[52]
y que generó un sinnúmero de conflictos en materia de competencia.
Al respecto, la Dra. Gabriela Laura Bordelois,
expresó en un trabajo incluido en una obra colectiva, la necesidad de “realizar
una breve reseña de las decisiones que en materia de competencia dictaron los
jueces de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo
Federal”, que considera relevante ante la “ausencia de un código en lo
contencioso administrativo federal”[53].
Esta necesidad no ha sido a la fecha aún satisfecha.
La
iniciativa presentada como proyecto
para sancionar la “Ley de Organización y Competencia de la
Justicia Federal con asiento en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las
Provincias”, actualmente en tratamiento en el Congreso, propicia la unificación de los fueros Nacional en lo Civil y Comercial Federal y
Nacional en lo Contencioso Administrativo Federal, ambos de la Capital Federal,
bajo la denominación de fuero en lo Civil, Comercial y Contencioso
Administrativo Federal con asiento en la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, debido a la cantidad de conflictos de competencia que se suscitan
entre ambos fueros, lo que atenta contra la celeridad, eficiencia y eficacia
tan reclamada a la labor judicial[54].
Que no se haya previsto la conformación de una
comisión redactora de un Código Procesal Administrativo en una ley que pretende
reformar la justicia federal es, al menos, una omisión lamentable.
Desde hace tiempo se ha intentado codificar el proceso
administrativo, pero, vaya uno a saber las razones, ninguna iniciativa logró
llegar a buen puerto. Desde el punto doctrinario, mayoritariamente se ha
concluido en la necesidad de ello, sin embargo, una y otra vez no se ha
concretado[55].
Sin duda los tiempos han cambiado y, a partir de la
reforma de 1994, el Estado Nacional se ha comprometido a cumplir con los pactos
internacionales constitucionalizados por conducto del artículo 75 inc. 22 de
nuestra ley fundamental.
El principio de progresividad de los derechos
humanos y la condición de sujeto pasivo de esas obligaciones[56]
determina que más que una necesidad es un deber instrumentar legislativamente
normas que garanticen el acceso a la jurisdicción (habilitación de instancia,
agotamiento de la vía, reclamo previo, etc.), la tutela judicial efectiva
(cautelares, carácter del proceso según la pretensión que se deduce),
demandabilidad del Estado y responsabilidad por daños y todo lo que ello
encierra en el marco de un proceso contencioso concreto.
Un código procesal administrativo sigue siendo una
asignatura pendiente[57].
a) el control judicial de la administración
pública. Criterios Expresé
más arriba (Ver I.b.1) que el Poder es consustancial al obrar humano, y que su
crecimiento puede ser exponencial, salvo que otra fuerza tanto o más poderosa
lo diluya o controle.
La cuestión del control no fue sino
racionalizado en términos políticos y jurídicos a partir de la segunda mitad
del siglo XVIII. Hoy nadie duda, que, sin control, no es posible asegurar el
plexo de derechos y libertades de la ciudadanos, y que, si esto no se verifica
en la realidad misma, es la propia Constitución la que se torna ineficaz. Tan
es así que no se puede hablar de Estado de Derecho en tal circunstancia.
“La demolición sistemática de los
círculos de inmunidad” (el poder reglamentario, los actos políticos, y la
potestad discrecional) se logrará recién en el siglo XX[58]. En la
lucha contra tales inmunidades subyace la pertinencia del poder judicial en el
control de la administración pública. ¿Cuál es su alcance, su ámbito de
revisión de las decisiones administrativas?
¿Qué parámetros se utilizan para
determinar el límite entre lo discrecional y lo razonable? ¿Cómo se pondera el
criterio de la deferencia para determinar cierta flexibilidad en la valoración
de una conducta administrativa? ¿Cuál es el margen de apreciación que tienen
los jueces en la actividad de control de la administración pública? ¿Cómo opera
ese control durante el proceso judicial?
La complejidad de su tratamiento nos
revela que más allá de cierta uniformidad en la definición de los conceptos, su
interpretación y aplicación depende de cada sistema jurídico y del origen de la
justicia administrativa que ha adoptado[59].
Así, sobre el derecho norteamericano
expresa Cristopher Edley Jr., que las partes del proceso y los jueces pueden
discutir sobre la interpretación de la Ley en el esfuerzo por discernir el
“propósito claro”, pero su discusión se reducirá a un criterio acerca de la
medida en que el asunto debatido admitirá algún grado de discrecionalidad
administrativa o requerirá algún grado de fundamento probatorio…con otras
palabras, se puede discutir que se debe conceder alguna deferencia a la Agencia
a la hora de aplicar el Derecho porque esas materias son “rutina
administrativa”, reconducibles a la pericia técnica y a la experiencia y que la
Agencia puede disfrutar de deferencia en la creación jurídica si sus acciones
son consecuencia de una delegación legislativa o cuasi-legislativa”[60].
El principio de la deferencia no es
sino el estándar de interpretación relativo a la extensión que debe tener la revisión
judicial en el derecho norteamericano. El leading case sobre el particular es
el caso Chevron (467 U.S. 837- 1984) en el cual se debatió si el criterio
judicial podía sustituir el criterio técnico de una agencia[61].
En el derecho continental europeo, el
principio de la deferencia se asimila a la discrecionalidad técnica en cuanto
actividad valorativa fundada en reglas de una determinada ciencia o disciplina.
Sin embargo, esa similitud es solo aparente porque esta solo es una de las
variantes que puede asumir la discrecionalidad administrativa mientras que la
deferencia es esencialmente un modo o estándar para determinar el alcance del
control judicial en el derecho norteamericano. Sería por otra parte
inconveniente y, aún más, riesgoso, extrapolar conceptos sin su debida
adecuación que podrían llevarnos a dar un paso atrás en el largo camino
recorrido en el control judicial de la Administración Pública[62].
Sin duda, es el Juez quien tiene la
última palabra, y en ese sentido podría afirmarse que su decisión es la única
solución correcta, aun cuando no exista posibilidad alguna de demostración
científica.
De modo tal que establecer ciertos
criterios para determinar la razonabilidad de la conducta administrativa - que
se expresa a través de actos administrativos y reglamentos fundamentalmente-,
es quizás, una de la tareas más complejas y vertebral en orden al control del
poder administrativo y la consecución de un Derecho Justo; esto es, de
protección de los derechos fundamentales de las personas. No se trata, por
cierto, en decirle al Juez cuáles son los límites para su razonamiento
jurídico; se trata de indagar cuán dificultoso resulta establecer lo justo
circunstanciado, máxime porque el ejercicio del Poder siempre está teñido de
conveniencias políticas, muchas relacionadas con el Bien Común, otras con los
intereses coyunturales en juego del gobierno de turno, y otras tantas por la
indudable cooptación del sistema judicial por aquel. No reconocer esto es
caminar ciego sobre una larga y tortuosa senda espinada y desconocer la natural
imperfección humana; esa pasión irreductible que nos induce a actuar sin
razones justificantes.
Esta complejidad que forma parte de
orden jurídico ha permitido expresar que “el
control judicial debe revisar si en efecto ha sido correctamente ejercida
"dentro" de ese universo jurídico. Esto no implica revisar su esencia
(selección de una alternativa entre otras igualmente válidas) sino solo su
contorno externo e inserción en el sistema ordinamental. El control de los
jueces termina al comprobar con el fondo de la cuestión que se ha elegido una
solución correcta entre otras de igual condición dentro del mundo jurídico. Por
ello en lugar de hablar de técnicas de control de la discrecionalidad se
debería hablar de técnicas de control de su "ejercicio"[63].
Esta postura está en línea con la posición del Juez en el derecho
estadounidense y el ya mencionado principio de la deferencia. En este, en
última instancia lo que se ejerce es precisamente un control del ejercicio de
revisión que el Juez lleva adelante cuando es cuestionada una regla
administrativa de una agencia. Ello también se desprende cuando el autor afirma
que “En los últimos tiempos el debate doctrinario y jurisprudencial Alemán
(Martini Serenella, Discrezionalitá ammnistrativa e sindacato giurisdizionale
nell esperienza giuridica, Tedesca, LUISS, Libera Universita Internazionale
degli Studi Sociali, La discrezionalita amministrativa: profili comparati, Ed.
Guiffré, Milán, 1997, p. 26,27), asigna importancia a conceptos como
“sostenibilidad”, “aceptabilidad”, que significan “plausibilidad” o, entre
nosotros, “razonabilidad” de la decisión administrativa, según el parámetro de
quien ha asumido la decisión. Esta metodología importa superar el modelo
tradicional sobre la base de la revisión judicial de los particularizados
vicios formales y sustanciales detectados. La nueva metodología propuesta
comporta una visión global de la decisión administrativa, entendida como
cláusula general, efectuando con control genérico sobre todo el iter
procedimental desarrollado por la Administración en la actividad controlada. Es
lo que en Estados Unidos se denomina "deferencia administrativa"[64].
Aun
cuando toda referencia al control judicial suele posarse sobre la sentencia, es
posible verificarlo en dos momentos, diferentes, pero lógicamente relacionados
y desde los cuales puede determinarse la vinculación del objeto del proceso al
orden jurídico: por un lado, el proceso en sí mismo, y por otro la sentencia.
Es
pertinente recordar a Couture cuando expresó que cuando
la Constitución establece que nadie debe ser condenado sin forma de proceso
(due process of law, en su sentido más estricto), consagra implícitamente el
principio de que nadie puede ser condenado por un proceso cualquiera, es decir
por una farsa de proceso, de esos tan increíblemente frecuentes a lo largo de
la historia. El proceso debe ser un proceso idóneo para el ejercicio de los derechos:
lo suficientemente ágil como para no agotar por desaliento al actor y lo
suficientemente seguro como para no angustiar por restricción al demandado. El
proceso, que es en sí mismo sólo un medio de realización de la justicia viene
así a constituirse en un derecho de rango similar a la justicia misma.
En
el marco del proceso, ese control judicial se relaciona con algunas conductas y
deberes, que el Juez está obligado a hacer cumplir y respetar, pues su
infracción coloca a la otra parte o, en una situación de desigualdad, o
directamente de indefensión.
La
cuestión no ofrece mayor dificultad pues tal actuación está normativizada.
Cualquier código procesal regula las partes del proceso (demanda, contestación,
prueba y sentencia) y establece además las reglas a la que deben someterse estas,
y la potestad del Juez para sancionar o prevenir la inconducta. De esta manera,
asegura su independencia e imparcialidad. Independencia que se traduce en el
deber-potestad de esclarecer las verdad de los hechos, o de disponer medidas
para mejor proveer cuando entiende que la labor probatoria de las partes no
alcanza para determinar la verdad jurídica objetiva y adquirir la convicción
necesaria para dictar sentencia (art. 36 inc. 4 CPCCN); imparcialidad que se
revela en mantener la igualdad de las partes en el proceso, prevenir y
sancionar todo acto contrario al deber de lealtad, probidad y buena fe, vigilar
para que en la tramitación de la causa se procure la mayor economía procesal, y
declarar, en oportunidad de dictar las sentencias definitivas, la temeridad o
malicia en que hubieran incurrido los litigantes o profesionales
intervinientes, como así también como director del proceso las que derivan en
el orden nacional del art. 35 del CPCC, y el instituto de la excusación (art.
30 CPCC).
Pero
estos principios o garantías procesales normatizadas constituyen normas de
conducta que, como se dijo, están claramente establecidas. Su aplicabilidad
llega hasta el momento que la causa concluye para definitiva (publicidad,
concentración, celeridad, contradicción, igualdad procesal, inmediación e
impulsión de oficio). Sin embargo, existen otros principios, que podríamos
denominarlos metajurídicos que le dan contenido al proceso y son de aplicación
desde que se traba la litis hasta el momento de dictar sentencia pues su
sustrato son los derechos fundamentales de la persona.
La
consagración de los principios jurídicos no solo importa un freno al
positivismo jurídico o una pérdida de la centralidad de la ley[65]
sino que deben ser observados porque son una exigencia de justicia o mandatos
de optimización en términos de Alexy, cuya aplicación o preferencia por alguno
de ellos, no depende de norma jurídica alguna sino de un juicio de ponderación
del Juez en el asunto o caso sometido a su decisión. No podría, claro está, ser
de otra manera. Porque estos principios, aunque se encuentren
institucionalizados, tienen un grado de indeterminación que requiere en el caso
concreto, la ponderación necesaria para adquirir precisión y relevancia y,
porque siendo los derechos fundamentales la ratio esendi del orden jurídico la
indeterminación normativa e inclusive, la laguna del derecho resulta
inadmisible y debe ser suplida por el Juez para dictar una sentencia justa[66].
b) Justicia, política y derecho (La
normatividad del gobierno del Derecho).
En
tanto al Derecho se le reconozcan dos caracteres esenciales: uno fáctico-social
desde el cual se construye el sistema normativo y las instituciones para su
aplicación, y otro racional-valorativo, entiendo que necesariamente la
interpretación y aplicación de ese sistema normativo no podrá ser válido o
justo sin ponderar los principios que como mandatos tienden a la protección de
los derechos y garantías de las personas y/o el goce pleno de los bienes
comunes[67].
Desde
esta perspectiva el Juez, al dictar sentencia, tanto puede estar definiendo una
controversia en el marco de la justicia conmutativa o distributiva, según se
trate aquella de un problemas entre individuos o de distribución de las cargas,
aun cuando en el fondo ambos conceptos (conmutativa y distributiva) no resulten
sino subsidiarios uno del otro[68].
Pero, en ambos supuestos lo hará en el marco fáctico en el que se configura el
caso, y el marco valorativo que lo sustenta. Sobre este último, exista o no una
proposición normativa, el Juez debe ponderar los principios esenciales que
presiden el orden jurídico para que ese reparto satisfaga el bien particular
sin mengua de los intereses colectivos de una comunidad política. Ello así por
cuanto es de interés público establecer lo justo circunstanciado, cualquiera
sea la naturaleza del proceso (“afianzar la justicia”, expresa el Preámbulo de
la Constitución Nacional).
¿Pero,
como operan los condicionantes de la propia dinámica social y política sobre la
independencia del Juez en un régimen democrático de gobierno?
Si nos dejamos llevar por las evidencias de
nuestro tiempo podemos sentirnos tentados a afirmar que la política se
inmiscuye en las entrañas de la Justicia para satisfacer el “Interés general”;
otros dirán que es propio de gobiernos autoritarios para responder a sus
propios intereses. Es más profundo que eso y, en cualquier caso, no es un tema
nuevo.
García Pelayo afirma que en la Alta Edad Media
surge una nueva idea jurídica destinada a triunfar en la época moderna: la idea
del derecho legal que ha de justificarse constantemente por su adecuación a la
ratio abstracta y a la justicia, y que ello derivó en la antinomia
característica entre el derecho y la justicia; esto es, entre la ley impuesta
para organizar una sociedad y el ideal de alcanzar un Estado de Justicia. Esa
“legalidad”, dice, queda despojada de valor intrínseco para convertirse en un
instrumento táctico de la estrategia revolucionaria en el Estado liberal
burgués[69].
Es
posible discernir que ese instrumento táctico fue parte de la estrategia
revolucionaria -y nos referimos a la Revolución Francesa- acudiendo al relato
de un hombre que vivió esos tiempos: Alexis de Tocqueville.
Ya
se abordó tangencialmente el tema al tratar el legado jurídico político de la
revolución francesa[70].
Relata el autor citado que, durante el último siglo de la monarquía, toda
medida que se adoptaba se derivaba, en tanto se hubiese impugnado, ante los
intendentes y el Consejo (“Ordena además Su Majestad que todas las querellas
que pudieran ocurrir por la ejecución de presente acuerdo, sus circunstancias y
secuelas sean presentadas ante el intendente, para ser juzgadas por él, salvo
apelación al conejo Prohibimos a nuestras cortes y tribunales tomar
conocimiento de ellas”) y que en aquellas leyes que no tenían tal
advertencia e intervenían los jueces ordinarios, el Consejo se avocaba en las
mismas tan pronto vislumbraba que podía resultar de interés para la
administración. Así, más allá de la ley, esa fórmula se incorpora en el
espíritu de quienes la aplican. Adquiere el valor de dogma: toda cuestión en la
que se halle involucrado el Estado sea porque se perciba mínimamente la
existencia de un interés público, o porque derive de la interpretación de un
acto administrativo.
La
ley de separación de poderes del 16-24 de agosto de 1790 (“Las funciones
judiciales son distintas y permanecerán separadas de las administrativas; los
jueces no podrán, sin prevaricar, molestar, de la manera que sea, las
operaciones de los cuerpos administrativos, ni citar delante de ellos a los
administradores por razón de sus funciones”) lo que hace es revestirla de legalidad,
pero mantiene intacto la lucha por el Poder y la intención revolucionaria de
desligarse del control judicial. No fue en ese entonces, solo una particular
manera de concebir la separación de poderes, sino de otorgar inmunidad al poder,
alentado quizás, por la necesidad de imponer lo que en términos de García de
Enterría significó “la nueva lengua de los derechos”[71].
Lo
recuerda Tomás Fernández al tomar un texto del trabajo de E. García Enterría,
quien a su vez se remite a Tocqueville,
respecto al dictamen de la Asamblea Constituyente de donde salió la ley aludida
precedentemente en el que se afirma que “…nuestra magistratura estaba
justamente constituida para resistir el despotismo, pero éste ya no existirá
desde ahora. Esta forma de magistratura no es, pues, necesaria”; y transcribe
la afirmación de aquel en el sentido “que no puede ser más explícita la
intención de los revolucionarios de liberar el poder central, una vez en sus
manos, de los condicionamientos judiciales”[72].
Por
cierto, las formas de organización política han evolucionado; muchos principios
(división de poderes, legalidad, debido proceso, etc.) no solo se mantienen,
sino que han adquirido una singular relevancia a la luz de los derechos humanos
y la centralidad del principio pro homine en la interpretación de los hechos y
el derecho cuando se plantea una cuestión justiciable. Sin embargo, el Estado
no ha cejado en su intento de limitar la revisión judicial de aquellas causas
en la que es parte, incluso sancionando normas para circunscribir la actuación
de los jueces desde el inicio mismo (la ley 26.584 de medidas cautelares, la
ley 26944 sobre responsabilidad del Estado y los artículos 1764 a 1766 del
Código Civil y Comercial de la Nación son sin duda, el más claro ejemplo),
invirtiendo el paradigma: la justiciabilidad de los actos del poder público ya
no son los derechos fundamentales sino las prerrogativas de aquél.
Al
tiempo que se pregona, institucionaliza y reafirma la progresividad de los
derechos fundamentales mediante convenios, cartas o tratados de nivel
internacional, y con la labor de los tribunales de justicia internacionales y
el carácter obligatorio de sus sentencias[73],
siempre menos influenciables que los tribunales locales, el poder político no
ceja por instalar la idea de que su carácter representativo legitima su derecho
a definir en qué consiste el interés general o el bien común para imponer,
inclusive por vía legislativa, decisiones que en su sustrato tienden a
sustituir el concepto de lo que es lícito, legítimo y justo con valor
apriorístico.
El
ciudadano así se transforma en un actor de reparto o simple espectador de una
concepción en la que el Estado monopoliza la vida social y política y define
los estándares de interpretación del Derecho para legitimar su accionar.
No
hay en ello una intención maléfica, ni siquiera es patrimonio exclusivo de
regímenes totalitarios. Es el espíritu inmanente que yace en sus entrañas, con
independencia del gobernante de turno, porque está indisolublemente ligado al
ejercicio del Poder; la tensión es históricamente permanente. De algún modo lo
describió Aristóteles cuando hablaba de las diversas monarquías y plantea el
dilema “si es preferible confiar el poder a un individuo de mérito o a leyes
sabias”, advirtiendo que los partidarios de la monarquía sostienen “que la ley,
como voluntad general no prevé los casos particulares, y que es absurdo
pretender confiar el mando a una obra de arte o a un libro”[74].
La
apropiación de los derechos sociales, económicos y políticos por ese espíritu
inmanente y la peregrina e insustancial idea del estatus no democrático de los
jueces, ha permitido auspiciar, a través de los medios de comunicación
(diarios, televisión, redes sociales) ante ese actor de reparto o mero
espectador (la sociedad) la necesidad de “disciplinar” a la Justicia, mediante mecanismos
constitucionales y legales (como el Consejo de la Magistratura), que como
caballo de Troya se ha infiltrado en el Poder Judicial[75].
La
mayor injerencia o libertad que el poder político (Estado) exige para el
cumplimiento de sus cometidos públicos cuya esencialidad, necesidad, o urgencia
define desde lo político para que la gestión de los bienes comunes se
implemente en reglamentaciones, nos remite al control judicial de estas para
determinar su razonabilidad, planteado un caso judicial.
Esta
idea subyacente en la relación de mando (Poder) y obediencia ocupó en forma
relevante el análisis de Aristóteles en su libro ya citado al tratar del
monarca absoluto para quien, aun cuando la ley no dispone sino ut in pluribus,
mucho menos puede un monarca omnisciente[76].
Esta
concepción aristotélica que hunde su raíces en la razón práctica y no concibe
la política independiente de la moral, de la justicia y del bien como fin,
necesario es advertirlo, ha sido alentada desde el verbo y racionalizada
normativamente (Derecho). Sin embargo, la realidad, que siempre derriba
cualquier dogma, más las teorizaciones modernas del derecho han puesto en
crisis dicha noción.
Así,
para algunos que sostienen una visión empírica sociológica, “el gobierno del derecho
puede prevalecer sólo cuando la relación de fuerzas políticas es tal que los
que son más poderosos encuentran que el derecho está de su lado, o bien, para
decirlo de modo inverso, cuando el derecho es la herramienta preferida por los
poderosos”[77].
Quiero
detenerme en esta formulación teórica pues al afirmar que derecho y política no
es sino una relación fáctica en la que el sistema democrático debe equilibrase
mediante mecanismos extra jurídicos, nos conduce a la denominada
“democratización de la justicia”, pues parte de una posición ideológica en la
que la normatividad del Derecho apaña los intereses individualistas o el
egoísmo que naturalmente existe en las personas como seres sociales dejando de
lado el espíritu o los intereses de la sociedad o comunitarios. En
consecuencia, “democratizar la justicia” importa tanto como sostener que la
Justicia naturalmente no es órgano electivo como los restantes, y segundo, que
ello debe resolverse para que no desentienda de los intereses comunitarios,
mediante mecanismos de equilibrio o compensación. Algunas instituciones del “sistema
de administración de justicia”[78],
han caído como “anillo al dedo” (como el Consejo de la Magistratura); otros
mecanismos han revelado la ideologización de magistrados mediante
“asociaciones” o “agrupaciones”. Como afirma Massini-Correas “no se ve cómo se
puede sostener que un elemento o una dimensión de la sociedad ha de prevalecer
sobre –o es mejor que– otros, si antes se ha dejado en el camino toda la dimensión
valorativo-normativa de la política”[79].
En
la misma línea crítica a la normatividad del gobierno del Derecho se sitúa
Duncan Kennedy quien postula la necesidad de reinterpretar cada decisión
judicial como expresión de un interés de clase[80].
Adhiero
a la posición de Massini-Correas en cuanto no es posible reducir la autonomía
del ser humano a los aspectos económicos o ideológicos de su existencia. Este
es un ser moral, y su dignidad no es un adjetivo sino consustancial a su
existencia, es inmanente. Este es el punto de partida para la participación y
goce de los bienes comunes que le permita su mayor crecimiento. El concepto de
bien común, y de bienes comunes también, es la expresión de una pretensión
colectiva que contiene o da razón a las demás causas; es su causa eficiente, la
causa final, la causa causorum. “…Consiste y tiende a concretarse en el
conjunto de aquellas condiciones sociales que consienten y favorecen en los
seres humanos el desarrollo integral de su propia persona” (SS Juan XXIII,
Mater et Magistra). El Estado (Poder) debe normativizar (Derecho) las
condiciones necesarias, desde lo político, social y económico, para que el
hombre alcance su propio desarrollo y perfección. No es la suma de bienes
individuales o de concretos intereses particulares; es un continente en el cual
el Estado tiene el deber de promover ese conjunto de condiciones para que cada
uno de los integrantes de la sociedad procure, conforme sus propias calidades y
virtudes, el bien particular y su realización espiritual, y respecto de los
bienes comunes el goce y disfrute pleno de estos.
Claro
que siempre en la concepción normativista del gobierno del Derecho, hemos de
recurrir en el análisis de un proposición jurídica a cierta verificación
empírica, pero no son estos hechos los que determinan per se la finalidad de
las conductas que los determinan. Si los abstraemos de todo parámetro
axiológico, difícilmente podremos establecer las razones que la justifican,
salvo que predictivamente establezcamos su justificación, pero, en este caso,
la ausencia de objetivación de los argumentos que supuestamente la sostienen no
descansan precisamente en la razón, sino en la pasión o en una forzada
interpretación de la realidad misma.
Sobre
esta concepción, a mi criterio errada, el Poder monta su “artillería” para
entrometerse en la normatividad del Derecho. Define la decisión política y
luego, con cierta ingeniería jurídica, predeterminada por la realidad social y
económica que invoca, busca justificar legalmente a aquella, atravesando los
límites de la razonabilidad práctica[81].
La
forma de subordinar el Derecho a un fin predeterminado por el Poder comienza
cuando la libertad jurídica (incluida la del Juez) es atravesada por aquel para
dictar normas que no dan precisamente razones para actuar; esto es, directrices
para orientar la acción humana, individual y social, sino que, lo que otorga,
son razones para no actuar, pero sí justificaciones para teñir de aparente “normatividad”
su propio accionar[82].
Se
pierde así la fidelidad necesaria pues no basta con adecuar un propósito a la
formalidad de la ley, si esta se aparta de la rectitud moral que otorga razones
para obrar.
La
importancia de la Justicia se revela así, como un dato necesario para el sistema
democrático; en nuestro país, por razones de competencia, a la justicia
administrativa. No sólo porque debe pone freno a la arbitrariedad (primer
presupuesto de la normatividad del Derecho), sino que también aflora en su
defecto (No justicia) cuando ante la búsqueda de Justicia (segundo presupuesto
de la normatividad del Derecho) un ciudadano, administrado, o habitante de la
Nación requiere su intervención en un caso concreto.
Un
orden social que renuncia a la búsqueda de la Justicia es intrínsecamente injusto
en tanto se despoje al Derecho de su elemento valorativo que ordena el fin y
los bienes que persigue. Si el comportamiento humano está determinado
exclusivamente por la validez formal de una norma jurídica porque se asienta
sobre el poder legalmente constituido, pero nunca sobre el deber ser, ello se
llama “Derecho Injusto”.
Si
todo se reduce a una comprobación meramente empírica, el Derecho se transforma
en una simple técnica de control social. Y claramente no lo es. El Derecho
pertenece al orden práctico; se expresa mediante un sistema de normas positivas
que va más allá de su carácter descriptivo, sino que además es prescriptivo. No
en el sentido de la obligatoriedad formal que deviene de las formas de su
creación legal, sino que por estar orientadas al bien común se revelan como
moralmente obligatorias.
El
“Estado de Derecho” es la formulación más acabada para asegurar los derechos
ciudadanos y eliminar la discrecionalidad sin freno del llamado estado policial. Se trata, en su origen, de
contenerlo garantizando los derechos individuales y otorgándole a estos el
carácter de inmutables. Así, en esa idea original, el derecho tiene por misión
limitar al Estado en su función de crear el derecho; una autolimitación en
virtud de la cual el fin del aquel está predeterminado por la norma.
En una concepción iusnaturalista el objeto del
derecho no es, estrictamente hablando, limitar el Estado sino alcanzar el bien
común, que es la razón de ser del mismo, la causa causorum. No puede haber, por
lo tanto, contradicción alguna entre bien común y dignidad de la persona humana[83].
Es
esa autolimitación en la creación del Derecho, de los fines de la norma
jurídica lo que abona la irreductible interpretación de estos a favor de la
dignidad de la persona humana. Como bien explica Gordillo, las facultades
estatales han de ser interpretadas en forma estricta, siempre que puedan
interferir o rozar derechos humanos, bien entendido que estemos en presencia
del ejercicio regular de un derecho por parte del individuo[84].
De
modo tal que el Estado no sólo tiene el deber de crear derecho justo, sino que,
además, en la dinámica propia de las relaciones humanas que tienen virtualidad
jurídica, tiene el deber de garantizar que cualquier conflicto que se traduzca
en una contienda, sea en el ámbito administrativo como judicial, se resuelva
rápida y eficazmente.
Por lo tanto, toda la ley que atente contra la persona
lesiona el bien común y es por esa razón injusta; y ningún sacrificio que
aquella debe soportar en aras del bien común no puede de ningún modo avasallar
la dignidad humana (honor, bienes, libertades, etc.)[85].
5.- Conclusión
Poder
y Derecho siempre ha sido una ecuación en permanente tensión, aun cuando solo a
partir de Maquiavelo[86]
- luego Hobbes, Montesquieu, Weber, Duverger entre otros-, comenzó a
describirse una concepción de la política y su inevitable relación con el ejercicio
del Poder en el Estado.
¿Por
qué es una cuestión tan presente en el pensamiento actual? En realidad, hay que
detenerse en uno de los saltos cualitativos en la evolución de las formas del
organización política: el Estado y el modo en que se revela como entidad
soberana o suprema.
En
tanto ese atributo importa no reconocer sobre sí Poder alguno (característica en
las relaciones internacionales), en su dinámica interna, producto también del
principio de la división de funciones, se transformó en el creador del Derecho
y único portavoz de lo que se entiende por “interés público” y qué debe
protegerse aun a costa de los derechos individuales (cultura estatocéntrica).
El “Pater Nostrum”.
Y si
bien el carácter soberano que trasunta la idea de supremacía estatal se ha
vuelto borrosa en las relaciones internacionales por los procesos de
integración y la consagración de un derecho de los derechos humanos que obliga
a los Estados a observar conductas positivas para la preservación de estos, la
realidad nos marca que hacia adentro ese poder soberano se resiste a adaptarse
a los cambios en la relación con sus “súbditos”.
Y es
aquí entonces, donde un principio descripto como un instrumento de balance o
contrapesos para el ejercicio del Poder nos pone frente a un problema que
comienza a ahondarse a partir, precisamente, de la evolución sobre la
concepción de los derechos humanos.
Cuáles
son los límites que el Poder Judicial está habilitado a demarcar al ejercicio del Poder (política) y hasta
dónde los jueces son el reservorio de los derechos de los miembros de una
sociedad frente a ese Poder.
Todo
ello está en debate, al menos en los países inscriptos en el sistema
continental europeo. Es sin duda, un tema de agenda pública. En Argentina, al
menos, lo vivimos casi a diario.
Como
reflexiona Tomás R. Fernández[87],
juzgar al Poder sigue siendo excepcional y, lo que es peor, sospechoso, como
sospechosos son quienes lo juzgan para los que detentan, al menos, claro está
cuando esos juicios resultan negativos para éstos.
Sin
embargo, ello no es materia de debate en aquellos países del Common Law. Una
respuesta de por qué ello es así parece ser que en los países de cultura
estatocéntrica, la creación del Derecho y la posibilidad de cambiarlo cuando no
responde, en muchos supuestos, a los intereses políticos que movilizan al Poder
es infinitamente mayor por lo que, el órgano encargado de preservar los límites
está cuestionado desde lo institucional, cuando no también las personas que lo
encarnan[88].
Cierto
es que en Argentina no existe una cultura de respeto a las instituciones ni a
la ley y que el déficit democrático puede calificarse de alarmante; una
verdadera reforma política debe incluir necesariamente al propio Poder
Judicial. Sin embargo, lo que necesitamos cambiar es una nuestra cultura
política. Pero como ello solo puede ser producto de una evolución que puede
llevarnos mucho tiempo -difícil es atreverse a estimar su quantum temporal- la
cuestión de la Justicia y el papel central que tiene en el sistema democrático
es un elemento de preferente debate.
El
déficit democrático nos lleva a buscar los culpables de nuestra propia
degradación institucional. Se apunta al sistema político (incluido los
representantes) y se vuelve la mirada hacia el Poder Judicial.
Una
razón es su propia ineficacia porque el Derecho, desde ese ámbito, puede ser el
resultado de miradas distintas según el posicionamiento del Juez; deja de tener
un valor objetivo pues lo que se decide de acuerdo con un método de
interpretación va acompañada de un sistema normativo que no parece responder a
las demandas de los ciudadanos. El resultado es la inseguridad jurídica.
En
ese terremoto institucional la misión y el alcance de las decisiones, el Poder
Judicial -incluidos jueces y los máximos intérpretes de la Constitución- es
cuestionada tanto por los actores sociales como por la clase dirigente y los
gobernantes de turno. Los actores sociales porque sufren la insuficiencia de la
Justicia; los políticos porque aquella no responde, a su criterio, a la visión
del interés público que el Poder prescribe y entiende que el Derecho -que el
mismo crea-, “dice otra cosa” que lo que la Justicia resuelve.
Es
entonces cuando la regla de la legitimidad democrática es alegada como un
presupuesto central para fijarle límites y hasta una reforma al Poder Judicial,
cuando en realidad ese dato puede afirmarse como central del sistema
democrático en sí. En términos políticos, el Poder Judicial no cuenta con la misma
legitimidad democrática que los gobernantes elegidos por voto popular, y estos
tampoco gozan de legitimidad democrática porque la sociedad -más allá del voto-
no se sienten representados. El divorcio entre políticos y sociedad es tan
evidente, que puede calificarse de público y notorio.
Cómo
salir de tal “encerrona”. Para el Poder Judicial, tornándose más eficaz en su
dinámica institucional: ejerciendo esa cuota de poder como órgano de gobierno
promoviendo el diálogo y un mayor acercamiento a la ciudadanía y las
instituciones sociales, políticas y económicas a través de sus cuadros
profesionales (jueces, abogados y auxiliares de la Justicia). Dejando a un lado
la toga y el ceremonial y constituyéndose en un verdadero órgano de gobierno.
Nutriéndose del instinto vital de una comunidad política es posible que su
interpretación del Derecho no sea una mera aplicación de métodos, sino el
resultado de su verdadero espíritu[89].
Para ello
debe ser protagonista de aquello que afirmé al principio de esta reflexión:
favorecer los consensos cardinales en el ejercicio de la libertad como
presupuesto básico y el valor justicia; pilares sobre los que se asienta la
idea de una comunidad política. Tres premisas -consenso, libertad y justicia-
innegociables en la tarea de construcción de una sociedad democrática en el
marco de una estructura política institucional como lo es el Estado, pero que
no resulte un emergente, un Leviatán. Ellos son el sustrato sobre los cuales es
posible referirnos a legitimidad política, gestión pública socialmente
responsable, eficacia, juridicidad, control judicial suficiente, entre otros
conceptos.
Empero,
ni la real objeción a la misión que debe tener el Poder Judicial, ni la
interesada concepción que asume el Poder, puede desvirtuar un dato central para
evitar la desvirtuación de este que se empodera en la acción política y de la
gestión pública: la justicia administrativa, aun perfectible, es el sistema que
hemos diseñado y debemos preservar como garante del sistema democrático del gobierno.
Sobre ella, solo la Corte Suprema de Justicia.
========================================
[1]
José Enrique Miguens nos explica, basándose en la Ética de Aristóteles, que una
sociedad comunitarista está abierta al diálogo entre todos y por lo tanto
flexible a toda experiencia verdaderamente humana, y que descartar de la
participación del diálogo democrático a pueblos enteros o a minorías de cualquier tipo, es
segregarlos, marginarlos. Con tales exclusiones de la comunidad dialogal, nadie
puede hablar seriamente de democracia. La acción humana es contingente; muchas
de las cosas sobre la que adoptamos decisiones y dentro de las cuales por lo
tanto indagamos, se nos presentan como posibilidades alternativas. Citando a
Ernest Barker para quien Aristóteles asume por implicación que la dialéctica
del debate es el último fundamento del principio del gobierno popular; en otras
palabras, la democracia está basada sobre la discusión. (Desafío a la política neoliberal.
Comunitarismo y democracia en Aristóteles; 1ra. ed. Buenos Aires: El Ateneo,
2001).
[2]
La aparición de las ciudades-estado en la región mesopotámica, considerado como
un paradigma urbano, nos revela un sistema de organización política, social y
económica en el que se distingue el concepto de autoridad política secular, con
fuerte influencia religiosa.
Es ilustrativo el Código
de Urukagina, que gobernó Lagash alrededor del 2500 a.C., que de sus propias
inscripciones surge que se propuso limpiar los domicilios de los habitantes de
Lagash de la usura, del acaparamiento, del hambre, del robo, de las agresiones
pues ello le había sido revelado por los dioses sumerios. La obligación
primaria de los gobernantes sumerios era crear las condiciones de vida que
facilitaran el servicio de la comunidad al mundo divino. Cumpliendo este
servicio, la sociedad se integraba dentro del orden del cosmos y adquiría solidez
y vida. Dentro de este contexto, la ley tenía por finalidad última posibilitar
esta integración y le tocaba al rey ser el promulgador y ejecutor de la ley.
(Enrique Nardoni; La justicia en la Mesopotamia antigua; Revista Bíblica, año
55 Nro. 52, 1993/94; págs. 193-214.). Asimismo, el Código de Hammurabi no es sino una recolección de preceptos enviados
por el Dios Marduk para asegurar el bienestar y
la buena relación entre los miembros de la ciudad, que se revelaba mediante el
poder político que lo representaba.
[3]
Me refiero a la idea del
nomos como orden objetivo y válido, provenga de la decisión del hombre como de
la naturaleza de las cosas e identificado como un principio ético-político y
presupuesto de una civilización en contraposición a un estado de naturaleza o
de barbarie y, el logos como un proceso intelectivo, de razonamiento que
concluye en la palabra escrita o verbal (discurso). Sobre el particular puede
consultarse Bravo, F., Estudios de filosofía griega, Caracas,
Universidad Central de Venezuela. 2001; Kitto, H.D.F., Los griegos; 19° ed.
1ra. Reimp. Buenos Aires: Eudeba, 2005.
[4]
En la Ilíada, Homero describe cómo es esa estructura política en la que el
propio Rey está obligado a consultar con otros los asuntos de interés común;
llámese Asamblea o Consejo, el Rey lejos está de gobernar por mandato de un
Dios. En la Antígona de Sófocles, Creón (el Rey) expresa: “Que hay algún otro
fuer de mí que gobierna en esta tierra?”, a lo que Hemón (su hijo) le responde:
“No es una polis la que es gobernada sólo por un hombre”. Kitto, sobre el
particular, afirma que esa respuesta pone de manifiesto un aspecto importante
de la concepción total de la polis: que es una comunidad, y que sus asuntos
competen a todos. (Aut. y ob. citados, pág. 82).
[5]
Tucídides, II, VII: 115,117.
[6]
Bobbio explica esta relación de reciprocidad con la metáfora de las dos
pirámides: una representa al derecho y la otra, al poder; ambas estructuradas
de manera jerárquica y estratificada, de menor a mayor, de abajo hacia arriba.
En sus respectivos vértices, la norma fundamental, por un lado, y el sumo poder
(soberanía) en el otro. En ellas interactúan de manera dinámica los criterios
de legitimidad, legalidad y efectividad (pirámide del poder), y validez,
justicia y eficacia (pirámide del derecho). Su análisis implica por la propia
dinámica de esa interacción una constante remisión hacia uno u otros elementos
de ambas pirámides. De manera tal, que no son excluyentes, sino simétricas e
interactivas. (Sobre el principio de legitimidad en Contribución a la teoría
del derecho; Madrid, 1990; pág. 300 y sig.).
[7]
Aut. Citado, Filosofía del Derecho. Editorial Porrúa, Méjico,1959 pág. 155
[8]
Sobre el particular, véase de Germán José Bidart Campos, La historicidad del
Hombre, del Derecho y del Estado; Ediciones Manes, Buenos Aires, 1965; en
especial, parágrafos XLVI a L, inclusive.
[9]
Esa organización
administrativa estará regulada por el Derecho. Cuando le son aplicadas normas
de derecho común, tanto ésta como los particulares estarán sujetos a la misma
normativa en un pie de igualdad. Por lo tanto, a un ente de carácter público le
son aplicadas las normas propias de una asociación privada, aunque a veces
gocen de ciertas prerrogativas que será la semilla de algunos institutos
propios del Derecho Público. (Por ej., la venta obligatoria será luego la
expropiación; el arrendamiento obligatorio será después la requisa o
incautación).
[10]
Conf. Giannini,
Massimo; “Derecho Administrativo”; MAP, Madrid, 1991, pág.59; del mismo autor,
“Premisas sociológicas e históricas del derecho administrativo; Colección
Estudios Administrativos, INAP, 2da ed. Madrid,1987, pág. 45/51.
[11]
La evolución del sistema judicial inglés ofrece particularidades que no
responden al esquema clásico de la división de poderes, tal como la concibió
Locke y fue receptada por EEUU. Hasta 2005, más allá de que los primeros
esbozos de organización judicial se
remontan al siglo XII (Enrique II) el más alto Tribunal de Apelación se
encontraba hasta hace poco en la Cámara de los Lores. La reforma de 2005 le
quitó jurisdicción a dicha Cámara y creo el Tribunal Supremo o Corte Suprema
como el más alto tribunal del Reino Unido con jurisdicción en Gales, Escocia e
Irlanda del Norte. Es la encargada de dirimir cualquier conflicto entre los Poderes
del Estado y sobre la constitucionalidad de la leyes.
[12]
Sobre el particular véase del autor, La democracia en América; FCE, Méjico
1973. Tocqueville va más allá, por cierto, porque su gran aporte es demostrar
que la libertad puede ser agobiada por lo que él denomina el despotismo
administrativo y que la descentralización administrativa aleja esa posibilidad.
El autor utiliza esos términos, no en el sentido que usualmente se hace en el
derecho administrativo, sino que, alude, sin decirlo, al régimen federal de los
Estados Unidos de América. En suma, le preocupa la concentración del poder,
para lo cual, a la idea del sistema democrático, le agrega, sin decirlo de
manera expresa, el régimen federal de gobierno como sistema apto para una mayor
participación ciudadana y favorecer la libertad de los individuos. Más aun,
pone en juego la virtud ética del pueblo como elemento necesario para que esa
libertad sea verdaderamente efectiva. “La libertad posee carta de naturaleza en
los pueblos que poseen una ética, y es transeúnte ocasional donde esa ética
falta”. (Del discurso del Presidente de la Nación en El Primer Congreso
Nacional de Filosofía; 30 de marzo de 1949, Mendoza).
[13]
Aunque parezca exagerada la expresión, válido es recordar que la lucha contra
las inmunidades del poder, más allá de los avances que tanto a nivel
doctrinario como desde la legalidad formal y los criterios más amplios en
materia de control de potestades administrativas, el Poder no ceja en su
intento de colocarse un escalón por encima del ciudadano. Aun cuando existan
posiciones encontradas, y a simple título ejemplificativo la ley 26.584, al
bilateralizar el proceso de las medidas cautelares, imponer como requisito
excluyente, que se haya solicitado en sede administrativo la suspensión del
acto administrativo, y consagrar el efecto suspensivo a la apelación de las
medidas cautelares que suspendan leyes, decretos de necesidad y urgencia o
delegados, descompensa la relación Persona (derechos)-autoridad administrativa
(prerrogativas) y vulnera el principio de la tutela judicial efectiva. En otras
palabras, desde ese atalaya la justiciabilidad de los actos del poder público
ya no son los derechos fundamentales sino las prerrogativas de aquél. A partir de la reforma introducida (a
la LPA) por la ley 21.686 quedó eliminada la opción o vía alternativa entre la
recursiva y reclamativa a los fines de la impugnación de los actos
administrativos. Por su parte, La ley 25.344 en su art. 10 introduce diversos
cambios en los citados artículos de la LNPA, con el claro propósito de ampliar
la exigibilidad de la reclamación administrativa como requerimiento obligatorio
previo a la interposición de la acción judicial. Para una lectura sobre la
defensa de la constitucionalidad de la norma puede verse: Comadira, Julio
Pablo, “La suspensión judicial de los efectos del acto administrativo en la
nueva ley de medidas cautelares en la que el Estado es parte”, en Control
público y acceso a la justicia, Jornadas organizadas por la Facultad de Derecho
de la Universidad Austral, Astrea - Ediciones Rap, Buenos Aires, 2016, Tomo 2,
ps. 233 y ss. En contra; Cassagne, Ezequiel, “El plazo y otras restricciones a
las medidas cautelares. A propósito de la ley 26.854”; Gil Domínguez, Andrés,
“La inconstitucionalidad e inconvencionalidad del régimen de medidas cautelares
dictadas en los procesos en los que el Estado es parte”; Gozaíni, Osvaldo
Alfredo, “Las medidas cautelares ante la ley 26.854”, Suplemento Especial La
Ley, mayo de 2013.
Fallos que
han confirmado la constitucionalidad de la norma: “CPACF c/ EN – PEN – ley
26854 s/ proceso de conocimiento”, Causa 16522/13; “Asociación Arg. Abogados
Ambientalistas de la Patagonia c/ EN – Ley 26854 s/ amparo ley 16.986”, Causa
16.513/2013.
[14]
Lo dicho encierra una cuestión mucho más profunda que excede largamente la
finalidad de este trabajo, y que refiere a cierta volatilidad del sistema
político por un manifiesto déficit democrático en la dinámica institucional de
nuestro país. Sobre el particular véase Dieter
Nohlen; Desafíos de la
democracia contemporánea, disponible en https://tecnologias-educativas.te.gob.mx/RevistaElectoral/content/pdf/a-2003-02-018-048.pdf
; Takis S Pappas, Tres desafíos para la democracia en Europa: Antidemócratas,
nativistas, populistas en Revista Latinoamericana de Política Comparada CELAEP
- ISSN: 1390-4248 - Vol. No. 14 - Julio 2018
[15]
Massini, ¨Individualismo y derechos humanos¨, Persona y Derecho, Revista de
fundamentación de las instituciones jurídicas y de derechos humanos, Nro. 16,
1987, Ed. Universidad de Navarra S.A., pág. 32 y ss. Me refiero al “interés
estatal”, porque al tener el Estado (Poder) el monopolio en la creación del
Derecho suele aupar ese interés, nacido
de una posición ideológica determinada, como “el interés general o bien
común” revelando una subversión
conceptual que se traduce en déficit democrático.
[16]
Caso Furlan y familiares versus Argentina, sentencia de 31 de agosto de 2012
[17]
Véase Nota 13.
[18]
No escapa a ello un concepto que es sustancial en orden a la efectiva vigencia
del sistema democrático. El consenso constituye la nota modal que tipifica a éste, y que
encuentra su quicio en la dinámica política de la sociedad democrática en la
eficacia de la acción gubernamental y la confianza legítima que genera en sus
miembros para otorgar legitimidad política, y, por ende, poder político. Consenso acerca del contenido y objetivo de
las políticas públicas a ejecutar, y condición necesaria para otorgarle
legitimidad al Poder. La ecuación consenso-eficacia-legitimidad es
consustancial a un orden político democrático.
[19]
Eduardo García de Enterría; La lengua de los derechos. La formación del Derecho
Público europeo tras la Revolución Francesa; Alianza Editorial, Madrid, 1994.
[20]
Para Suárez, como se desprende de la argumentación que avanza al tratar del
tema en el libro primero del De legibus (1612:1.6. ss.), la justicia de una
norma jurídica implica la negación de la arbitrariedad, que no sea caprichosa o
imposible; en definitiva, que sea racional. Al propio tiempo, la exigencia de
justicia comporta, necesariamente, que la norma se dirija a la promoción del
bien común. Suárez, por tanto, propone un concepto amplio de justicia en el que
se integran las exigencias de la racionalidad y el bien común. Francisco Suárez
coincide con Tomás de Aquino en cifrar en la autoridad política la elaboración
y promulgación de la ley positiva. Si bien, en la definición suareciana no
existe una alusión expresa al poder político, que sí se halla plenamente
explicitada en sus consideraciones sobre el significado de su definición de la
ley humana. Para Suárez, no puede existir una norma promulgada que no nazca de
un poder promulgante (Pérez Luño, A. E. (2007), Francisco Suárez y la filosofía
del derecho actual. (Aspectos de su pensamiento jurídico ante el cuarto
centenario de su muerte), Anales de la Cátedra Francisco Suárez 51, pp.
9-25).
Sergio
Moratel Villa, por su parte, expresa: Las contribuciones de Suárez al derecho
internacional son, tras la auroral exposición analítica de Vitoria, la
dilucidación y la sistematización de los tipos generales y específicos de ley,
de su origen, de su naturaleza, de sus varias formas y categorías: la ley
natural en sus diferentes manifestaciones, la ley de los Estados como norma
internacional, es decir, el derecho de las naciones [2]. Distinguió, más claramente
que sus predecesores, entre el jus gentium como derecho
internacional y el antiguo jus gentium derivado de la
jurisprudencia romana; el moderno es “la ley que los varios pueblos y naciones
han de observar en sus relaciones mutuas”. Concebía el derecho de las naciones
como el que tiene una “base racional” consistente en el hecho de que el género
humano está dividido en muchos diferentes pueblos y reinos y preserva, no
obstante, cierta unidad, que no es meramente la de la especie, sino también una
unidad, en cierto modo, moral y política, impuesta por el precepto natural del
amor mutuo y de la misericordia. En su libro De legibus, publicado
el año 1612, explica que hay una ley natural que el ser humano conoce, no por
una conciencia moral subjetiva, sino por la estructura humana, que armoniza con
el plan divino. Aunque son los derechos del individuo los que deben prevalecer,
existe la sociedad como un todo, distinto de la suma de los individuos. El fin
social es la libre decisión de los individuos de ayudarse mutuamente y de
formar una comunidad política; por ende, la soberanía reside en el pueblo. La
autoridad nace al constituirse la sociedad, pero puede ser desobedecida y
derrocada si no desempeña su cometido. En algunos casos, no es reconocible la
estructura social objetiva y puede haber diferentes interpretaciones, usos y
costumbres, cuya ordenación compete al derecho de gentes. La ordenación de las
relaciones entre naciones compete al derecho internacional y a la “comunidad de
todo el orbe” (“Escuela española del nuevo derecho de gentes” http://www.icrc.org/Web/spa/sitespa0.nsf/iwpList163/07435EF044811365C1256DE100556621
[21]
Se reconoce en Voltaire al crítico más agudo contra el absolutismo monárquico.
Ataca tanto a la dirigencia eclesiástica como al poder regio, sus privilegios y
los impuestos que considera exacciones, y pregona la libertad intelectual,
religiosa, política, y la igualdad de los hombres. Sin embargo, la sistematización de ese
ideario será obra de Montesquieu, que volcará en su obra El espíritu de las
leyes en 1748. Su principal aporte será la separación de los poderes ejecutivo,
legislativo y judicial como garantía de la libertad, aun cuando se haya basado
en una visión equivocada del sistema inglés, y el principio de la sumisión a la
ley como medio de garantizar la libertad política.
Rousseau,
en cambio, postula a la sociedad política como fruto de un contrato social en
la cual la autoridad y la libertad es consecuencia del consentimiento de sus
miembros. La voluntad de cada uno de sus miembros dan nacimiento a la voluntad
general como patrimonio de la comunidad política, y las leyes son dadas por esa
voluntad general. Va a distinguir entre Estado que es esa comunidad política
caracterizada por la voluntad general, y el gobierno que son simplemente
aquellos que son elegidos por dicha comunidad. Fue quien más influyó en la obra
de los revolucionarios de 1789 y ello se refleja en la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano.
[22]
El Consejo de Estado no
es sino la denominación que toma con Enrique III (siglo XVI) el Consejo del
Rey. Su función inicial era actuar como consejero del Rey, sobre todo en
política exterior. Durante la época de Luis XIV quedó estructurado en cuatro
secciones diferenciadas; una de ella, el Consejo Privado se ocupaba de los
temas judiciales. Su existencia modeló un sistema político que se fundó en la
omnipotencia del Rey, pero carecía de autonomía
y todas sus decisiones estaban subordinadas al Rey. Pese a que
aconsejaba en la sanción de leyes, en materia política y tenía la facultad de
dictar sentencias y actuar como tribunal administrativo, nada tenía efecto si
no era con el consentimiento el monarca. A ello se lo conoció, respecto de los
asuntos judiciales, como justicia retenida.
[23]
Autor y ob. citada, FCE; 1996; pág. 138 y sig. Al referirse a la separación de los
poderes judicial y administrativo el autor dice: Cierto es que hemos expulsado
a la justicia de la esfera administrativa, en la que el Antiguo Régimen la
había dejado introducirse de manera muy irregular; pero al mismo tiempo, como
puede apreciarse, el gobierno se introducía incesantemente en la esfera natural
de la justicia, y nosotros lo permitimos: como si la confusión de poderes no
fuera tan peligrosa de un lado como del otro, e incluso peor; pues la
intervención de la justicia en la administración sólo perjudica a los asuntos
públicos, en tanto que la intervención de la administración en la justicia
deprava a los hombres y tiende a convertirlos al mismo tiempo en
revolucionarios y serviles” (pág. 140/141).
[24]
Sobre el particular; José González Pérez; “Consideraciones sobre el contencioso
francés”; RAP Núm. 15; pág. 11 y sig. Allí cita en nota al pie lo siguiente:
ROLLAND, Précis de Droit administrati/, Paris, 1953, pág. 278; LAUOADÉRE,
Traite élémentaire de Droit administratif, Paris, 1953, pág. 246; WALINE,
Traite élémentaire de Droit administraúf, París, 1951, pág. 77. La idoneidad
del personal de los Tribunales administrativos también se encuentra entre las
razones aducidas por la doctrina antigua en defensa de estos. Cfr. ARNOVX, De
la procedure contenlieuse et de la recevabilité du pouvoirs devant le Conseil
d'Eiat, París, 1899, pág. 43, y LÉCHALAS, Manuel de Droit adminislratif, París,
1889, t. I, pág. LI.
[25]
Autor cit.; Hacia una nueva justicia administrativa; 2da ed. Ampliada, Madrid:
Civitas 1992, pág. 102/103. Sobre el particular, también Guido S. Tawil “La reforma del contencioso-administrativo
francés” (artículo publicado originalmente en Revista La Ley, 1988-C-852) en su
“Estudios de Derecho Administrativo”, 1ra ed., Buenos Aires: Abeledo Perrot,
2012; págs. 599/ 615.
[26]
Mensaje del presidente de la Nación ante la Asamblea Legislativa, La Nación,
diario de mayo 26-973, pág. 6, columna 7; Oyhanarte, Julio, Poder político y
cambio estructural en la Argentina, Bs. As. 1969.
[27]
Citado por Julio Oyhanarte en “Poder político y cambio estructural en la
Argentina”; Editorial Paidós, Buenos Aires, 1969; pág. 26. Oyhanarte, dice en
su libro, que la democracia no puede desentenderse del requisito de la
eficacia. Crítico de lo que denomina el Poder mínimo liberal, entiende que la
ineficacia en la gestión de gobierno no solo compromete la satisfacción de las
necesidades elementales de la comunidad, sino que implica abrirle la puerta al
poder omnicomprensivo.
[28]
El medio ambiente, la biodiversidad, la
trazabilidad alimentaria, la salud, el pluralismo informativo, la integración
social, entre tantos otros constituyen bienes comunes, en tanto en su destino,
uso, goce o explotación deben participar todos los miembros de la sociedad. Sea
porque están relacionados con la preservación o protección de la salud, la
vida, o porque constituyen piezas sustanciales para la organización democrática
de un país.
[29]
Esto claramente ha sido
así desde que el Hombre pasó de una vida nómade a una vida sedentaria y
conformó las primeras comunidades agrícolas. Véase Redman,
C. “Los orígenes de la civilización. Desde los primeros agricultores
hasta la sociedad urbana en próximo oriente”; Barcelona: Crítica, 1990.
[30]
Sobre el particular véase
“El Estado actual del derecho administrativo”, conferencia
pronunciada por el Dr. Agustín Gordillo en ocasión de recibir el nombramiento
como profesor honorario de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 3-IX-1993.
[31]
Véase García Delgado, Daniel; La reforma del Estado en la Argentina: de la
hiperinflación al desempleo estructural en Revista del CLAD Reforma y
Democracia. No. 8 (May. 1997). Caracas.
[32]
La denominada reforma del Estado se sustentó jurídicamente en las leyes 23.696
de emergencia administrativa y reestructuración de empresas públicas, y la
23.697 de emergencia económica. La primera de ellas promovió el reordenamiento
y racionalización del sector público empresario a través de la intervención a
todos los organismos y empresas estatales, implementó el programa de propiedad
participada mediante el cual los trabajadores y/o usuarios y/o productores de
empresas sujetas a privatización podían adquirir parte del capital accionario,
autorizó al Poder Ejecutivo Nacional a rescindir todos los contratos de
locación de obra pública, garantizó la situación laboral del trabajador en las
empresas sujetas a privatización, suspendió la ejecución de sentencias y laudos
arbitrales que condenaban al Estado al pago de sumas de dinero, excepto
indemnizaciones, créditos laborales, jubilaciones y pensiones, implementó el
Plan de Emergencia del Empleo, y estableció el Programa de Privatizaciones
facultando al Poder Ejecutivo a declarar a una empresa estatal “sujeta a
privatización”.
Esta
declaración, que requiere aprobación legislativa, importaba la necesidad de
reglar mediante un decreto los modos y los procedimientos del proceso de
privatización de cada una de las empresas, aun cuando los Anexos I y II de la
ley enumeran las Empresas sujetas a privatización, los modos, los
procedimientos y alcances de esta.
Por su
parte, la ley 23.697 puso en ejercicio el poder de policía de emergencia del
Estado en virtud de las graves circunstancias económicas y sociales que la
nación padecía. Sintéticamente, dispuso la suspensión de subsidios y
subvenciones, de los regímenes de promoción industrial y de promoción minera,
del régimen de compre nacional, y liberalizó el mercado de capitales al derogar
las normas del régimen de inversiones extranjeras por las que se exigía
aprobación previa del Poder Ejecutivo Nacional para las inversiones de capital
extranjero en nuestro país.
En la
década del 90 la estrategia de desarrollo priorizo la eficiencia económica,
motivo por el cual se dejó librado al mercado la asignación de recursos, y
limitándose el Estado en garantizar el funcionamiento de los mercados
promoviendo reformas en el sector financiero, cambiario y tributario, y las
denominadas prestaciones básicas (justicia, salud, educación, seguridad).
Las leyes
citadas constituyeron, sin duda, un plan integral. Fueron herramientas a partir
de las cuales se rediseñaron las relaciones del Estado y la Sociedad. Ese
proceso fue explicitado por los propios mentores y ejecutores. En discursos, y
en exposición de motivos de las leyes y hasta en libros. “La ley ha decretado la abolición de un
Estado que nos condena al atraso y a la pobreza…el modelo es global, integrado
e integrador, en virtud de la necesidad de concretar y construir un sistema
social integrado interna y externamente para terminar con la fragmentación
cultural. La integralidad…no es una técnica de eficacia o de optimización de
resultados, es la necesidad de construir un continente, un marco donde se
integre la sociedad, el Estado y los hombres entre sí…En lo económico, se
desregula el sector y se suprimen controles liberándose los mercados, los
precios, los tipos de cambio…en los institucional se debe redefinir el
federalismo…en lo internacional, buscamos romper nuestro aislamiento para
integrarnos a la comunidad internacional, de ahí que superamos barreras ideológicas,
el conflicto bélico con Gran Bretaña y reinstalamos relaciones armónicas con
Estados Unidos…en lo jurídico, buscamos contar con un derecho nuevo que exprese
integralmente…la conducta del Estado, de los individuos y de las organizaciones
sociales..”( Menem,
Carlos y Dormí, José; “Reforma del Estado y transformación nacional”, Pág. 93 y
sig.)
[34]
“Como el orden público es la obra de Dios mismo, que dispone del gobierno de
todos los Estados, que da a los Reyes y a los Príncipes toda su potestad, que
establece las reglas de su uso y el orden del cuerpo de la sociedad humana de
la cual son los jefes; es de la fuente de las verdades que nos enseña por la
Religión y en las luces naturales de la justicia y de la equidad donde hay que
sacar las reglas detalladas del derecho público, así como todas las demás.”
François Godicheau. El orden público y la constitución histórica de la
monarquía. Marta Lorente Sariñena; Carlos Garriga Acosta; José María Portillo
Valdés; Jesús Vallejo. Historia constitucional de la monarquía española
(1700-1823), 1, inPress, La constitución histórica de la monarquía católica. ffhalshs-02527470f
[35]
Conf. Giannini, Massimo; “Derecho Administrativo”, Pág.59.
[36]
Autor citado; Premisas sociológicas e históricas del derecho administrativo,
2da edic.; Madrid: INAP 1987, págs. 55/56.
[37]
Ver Nota 21
[38]
Sobre este punto volveré
más adelante cuando analicemos la relación entre Justicia y Política.
[39]
Sabido es que el contencioso administrativo francés se estructuró en base a dos
recursos: el recurso de plena jurisdicción y el recurso por exceso de poder o
anulación. La noción de plena jurisdicción establecida por Laferriere, dará
origen al contencioso ordinario. Paralelamente el Consejo de Estado en una
primer etapa tomará intervención en denuncias contra irregularidades
administrativas relativas a cuestiones de competencia, violación de la ley y la
desviación de poder, configurándose el recurso por exceso de poder o anulación,
cuya característica fundamental reside en el análisis objetivo acerca de la
legalidad del acto impugnado, con total prescindencia de la pretensión del
interesado, aunque ésta sirva como requisito de habilitación de la vía. Sin
embargo, como hace notar Tawil, la inercia jurisprudencial mantuvo la exigencia
de la decisión previa en virtud de la cual se considera que la décision préalable fija la extensión del
debate y sólo los motivos de impugnación pueden ser, en cierto modo, objeto de
modificación.
[40]
Válido es recordar que el sistema judicial francés comprende dos órdenes
jurisdiccionales independientes entre sí: el orden judicial, -el órgano máximo
es la Corte de Casación- competente en materia civil, comercial, laboral y
penal; y el orden contencioso administrativo - su máximo órgano es el Consejo
de Estado-, que conoce en los litigios entre la administración y los
particulares, y en los conflictos interadministrativos , sea entre órganos o
entre entidades administrativas de distintos rango. Las contiendas o conflictos
que pudieran suscitarse entre ambos órdenes los resuelve el Tribunal de
Conflictos, compuesto por partes iguales por miembros de ambas jurisdicciones. Mediante la sanción de la Ley de 16 de julio
de 1980 y el Decreto de 18 de marzo de 1981, se le conferiría al Consejo de
Estado poderes para asegurar la ejecución de la sentencia de condena pecuniaria
contra la Administración como así también la facultad de imponer astreintes en
caso de retardo o de inejecución de sus sentencias. Posteriormente, se dictó el
Decreto Nº 88-907 de 2 de septiembre de 1988 que estableció la institución del
"référé provision" que permite imponer a la Administración medidas de
contenido positivo, de enorme trascendencia para el reconocimiento del
principio de tutela efectiva. En 1995 la Ley 95-125 le reconoce a los
tribunales administrativos la facultad de emitir injunctions; es decir órdenes
que imponen obligaciones de hacer a la Administración e incluso a personas de
derecho privado, encargados de la explotación de servicios públicos. Por último, por Ordenanza de 4 de mayo de
2000 se sancionó por vía reglamentaria el Código de Justicia Administrativa, el
que fue ratificado por la ley 2003-591 del 2 de julio de 2003, aunque ya la ley
de 30 de junio de 2000 había consolidado como ley la parte de la ordenanza
relativa a los référés, y que en lo sustancial elimina el monopolio del Consejo
de Estado sobre la justicia administrativa, da forma a la tutela cautelar, y le
atribuye a la propia jurisdicción competencia plena para ejecutar sus propias
sentencias, y que como lo hace notar García de Enterría se dispone un sistema
extraordinariamente rico y matizado de medidas cautelares, con el que se pone
fin al carácter básico y central del principio de ejecutoriedad de las
decisiones administrativas.
[42]
Autor citado; Tratado de
Derecho Administrativo, T. 2; 2da edición, Buenos Aires: Fundación de Derecho
Administrativo, 1998, XII-6 y XII-7
[43]
Ricardo Zorraquin Becú; Historia del Derecho Argentino, Tomo I, 1ra. ed; 4ta
reimp.; Buenos Aires: Editorial Perrot, 1988, pág. 144.
[44]
Si bien el Código de las Siete Partidas tenía un carácter residual en el
sistema indiano, tuvo una gran importancia práctica por su sistematización que,
sobre todo, los juristas, preferían por
sobre las recopilaciones de leyes. Cabe recordar que, para resolver un caso en
las Indias, el orden prelación indicaba en primer término la aplicación del
derecho indiano propiamente dicho; las leyes de Castilla y la denominada
Novísima Recopilación; el Fuero Real, el Fuero Juzgo, y por último las Partidas
de Alfonso el Sabio.
[45]
El Reglamento de la Junta
Provisional Gubernativa del 25 de mayo de 1810 dispuso la exclusión de los miembros de la Junta de ejercer el “Poder
Judiciario, el cual se refundirá en la Real Audiencia, a quien se pasarán todas
las causas contenciosas que no sean de Gobierno”.
[46]
Para leer en detalle el
debate ver DSCDN, 31///1863, págs. 306 y sig. Asimismo puede leerse un claro
relato de esa discusión, expuesta por Juan Octavio Gauna en su trabajo “El
proceso administrativo en el orden nacional argentino. Origen y evolución”; “Derecho
Procesal administrativo”, Vol. 1; 1ra ed.; Buenos Aires: Editorial Hammurabi
SRL, 2004; pág. 35 y sig.
[47]
Fallos, 1:317 “Vicente Seste y Antonio Seguich c. Gobierno Nacional; 1864.
Entre sus fundamentos se destaca el que expresa “ que es uno de los atributos
de la soberanía, reconocido universalmente, que el que la inviste no pueda ser
arrastrado ante tribunales de otro fuero, sin su expreso consentimiento, por
particulares…que la jurisprudencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que
debe servirnos de guía para interpretar nuestra Constitución, reconoce como
principio que el Gobierno Nacional no puede ser demandado ante los tribunales,
y que la cláusula del artículo tercero sección segunda de la Constitución de
aquella República, que corresponde al art. 100 de la Constitución Argentina,
que describiendo los casos a que se entiende la justicia federal, dice ser uno
de ellos, los asuntos en que la Nación sea parte, solamente se refiere a los
pleitos en que es parte demandante…”. En el mismo sentido Fallos 2:236 “ Gómez
c. Gobierno Nacional.
[48]
El texto modificado expresa: “Los tribunales federales y los jueces letrados de
los territorios nacionales conocerán de las acciones civiles que se deduzcan
contra la Nación, sea en su carácter de persona jurídica o de persona de
derecho público, sin necesidad de autorización previa legislativa; pero no
podrán darles curso sin que se acredite haber producido la reclamación del
derecho controvertido ante el Poder Ejecutivo y su denegación por parte de
éste”. Más adelante, los decretos 20.003/1933, el 7520/4462 de 1944 y el
2126/6163, configuraron el procedimiento administrativo de impugnación de
carácter obligatorio, estableciendo el recurso jerárquico y el de
revocatoria. No se podía demandar al
Estado, sin que previamente éste hubiese tenido oportunidad de conocer el
reclamo en sede administrativa y resolver sobre su procedencia.
[49]
"Artículo 32. – El reclamo administrativo previo a que se refieren los
artículos anteriores no será necesario si mediare una norma expresa que así lo
establezca y cuando:
a) Un acto
dictado de oficio pudiere ser ejecutado antes de que transcurran los plazos del
artículo 31;
b) Antes de
dictarse de oficio un acto por el Poder Ejecutivo, el administrado se hubiere
presentado expresando su pretensión en sentido contrario;
c) Se
tratare de repetir lo pagado al Estado en virtud de una ejecución o de repetir
un gravamen pagado indebidamente;
d) Se
reclamaren daños y perjuicios contra el Estado o se intentare una acción de
desalojo contra él o una acción que no tramite por vía ordinaria;
e) Mediare
una clara conducta del Estado que haga presumir la ineficacia cierta del
procedimiento, transformando el reclamo previo en un ritualismo inútil;
f) Se
demandare a un ente autárquico, o una empresa del Estado, una sociedad mixta o
de economía mixta o a una sociedad anónima con participación estatal
mayoritaria, o las sociedades del Estado, o a un ente descentralizado con
facultades para estar en juicio."
[51]
Autor cit. “El proceso administrativo en el derecho argentino” en Derecho
Procesal Administrativo, Tomo 1, Buenos Aires: Editorial Hammurabi SRL, 2004;
págs. 87/121.
[52]
Para un detallado análisis sobre la competencia en el proceso administrativo
puede verse el trabajo de la autora citada,
“La competencia en lo Contencioso Administrativo Federal” en Proceso
Contencioso Administrativo Federal, Carlos F. Balbín; 1ra ed.- Buenos Aires:
Abeledo Perrot, 2014, Tomo I, pág. 384/385.
[53]
Autora citada; Cuestiones
de competencia según la jurisprudencia de la Cámara Nacional de Apelaciones en
lo Contencioso Administrativo Federal en Una mirada desde el fuero contencioso
administrativo federal sobre el derecho procesal administrativo; 1ª edición,
Buenos Aires: FDA, 2012; pág. 17.
[54]
El fuero quedaría
integrado por una Cámara de Apelaciones en lo Civil, Comercial y Contencioso
Administrativo Federal, por Juzgados de Primera Instancia en lo Civil,
Comercial y Contencioso Administrativo Federal y por Juzgados Federales de
Ejecuciones Fiscales Tributarias, todos con asiento en la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires. Los órganos que integran el Fuero en lo Civil, Comercial y
Contencioso Administrativo Federal serán competentes respecto de las
materias que a la fecha de entrada en vigor de la ley tengan asignadas los
fueros Nacional en lo Civil y Comercial Federal y Nacional en lo Contencioso
Administrativo Federal. Los Juzgados Federales de Ejecuciones Fiscales
Tributarias creados por la Ley N° 25.293 mantendrán su actual competencia.
[55]
Entre otros, el Proyecto de Código Contencioso administrativo elaborado por
Bartolomé Fiorini en 1960 y publicado por el entonces Ministerio de Educación y
Justicia de la Nación; otro posterior, de 1963, del mismo jurista, pero
tendiente a sancionar una ley orgánica de la Administración Pública Nacional,
en cuanto, como allí lo explicaba, era una consecuencia necesaria de la que
establece el contencioso administrativo (dice el autor: “este no podría tener
ninguna vigencia si no se legisla sobre la acción administrativa y esta sería
totalmente inoperante si no existiera aquel”). A dichos Proyectos se sumaron, luego,
los Dres. Manuel María Diez, José María Ávila y Agustín A. Gordillo en el año
1965 (Ver Gordillo, Agustín A.; Diez, Manuel María y Ávila, José María,
Anteproyecto de Código Procesal Administrativo para la Nación”, Bs. As., Del
Plata, 1965); el anteproyecto de Código de lo Contencioso administrativo de la Nación
propuesto en el año 1968 por una comisión de juristas integrada por los Dres.
Miguel s. Marienhoff, Germán J. Bidart Campos, Jorge Tristán Bosch, Adalberto E.
Cozzi y Juan Francisco Linares. Luego, en el año 1981, una nueva comisión
creada en la órbita del Ministerio de Justicia de la Nación, integrada por los Dres.
Miguel s. Marienhoff, Juan Francisco Linares y Juan Carlos Cassagne, elabora el
así llamado “Proyecto de Código Procesal Contencioso administrativo para la Nación”.
Finalmente, en 1993, una nueva comisión fue creada por resolución 897/1993 del
Ministerio de Justicia de la Nación, conformada por los Dres. Miguel s.
Marienhoff , Juan Carlos Cassagne, Juan Octavio Gauna, Juan Carlos Cantero,
Carlos M. Grecco, Julio R. Comadira y Rodolfo C. Barra, que culminó su labor en
el año 1994. Véase Ernesto Alberto Marcer, La necesidad de sancionar un Código
Contencioso Administrativo en el orden federal en la obra colectiva “Aportes
para la sistematización de la normativa contencioso administrativa federal” :
Congreso Federal sobre reformas legislativas, Mar del Plata, febrero de 2014
/... coordinado por Santiago Matías Ávila. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires : Infojus, 2015; pág. 171 y sig.; en especial Nota 7. También Proyecto de
Ley S-1873/11 del ex Senador Marcelo A.
H. Guinle.
[56]
Si el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el artículo 1 no
estuviere ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los
estados Parte se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos
constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas
legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos
tales derechos y libertades (art. 2º de la Convención Americana de Derechos
Humanos)
[57]
La Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo oportunidad de afirmar que mediante
el dictado de normas procesales en lo contencioso administrativo a nivel
nacional se resolverían muchas diferencias interpretativas tanto en doctrina
como en la jurisprudencia como el de la habilitación de instancia”, y
concluyó que “la aclaración legislativa de esta cuestión contribuirá a
fortalecer la seguridad jurídica y, de este modo, se evitarán situaciones
potencialmente frustratorias de los derechos de los administrados” (CSJN, in re
“Resch, Héctor Juan c. Mrio. del Interior – Policía Federal s/ personal militar
y civil de las FF.AA. y de Seg.” –R.920.XXXVI–, sentencia del 26/10/04, voto de
la Dra. Elena Highton de Nolasco).
[58]
Eduardo García de Enterría; Problemas del derecho público al comienzo de siglo;
Civitas: Madrid, 1ra ed. 2001, pág. 40 y sig.
[59]
Precisamente todo lo relativo a lo
discrecional, lo arbitrario y lo
razonable tiene un matiz y alcance propio en el sistema judicial argentino que
difiere del derecho norteamericano, aunque no sea posible marcar una diferencia
acerca de qué se entiende conceptualmente
sobre tales términos. El modo, las técnicas que se utilizan para juzgar
una conducta administrativa es lo que varía y, consecuentemente, quiérase o no,
varía la decisión judicial y el sentido de lo que es justo. La cultura jurídica
juega en ello, un papel decisivo.
[60]
Autor citado; Derecho Administrativo – Reconcebir el control judicial de la
Administración Pública; Instituto Nacional de Administración Pública: Madrid;
primer edición en español: diciembre 1994; pág. 127.
[61]
Par entender el razonamiento de la Corte Suprema de los EEUU, y, en definitiva,
del derecho estadounidense, hay que consignar que las agencias son las
entidades administrativas, similares a lo que el derecho continental europeo
conocemos como “órgano”. Pero estas agencias son especializadas en los asuntos
de su competencia, de ahí que, cuando emiten una opinión o establecen reglas
administrativas con rango de ley, sus decisiones son altamente valoradas en el
derecho administrativo norteamericano. Cuando se impugna una decisión tomada
por una agencia, emerge no ya la cuestión de la razonabilidad de la medida,
sino cuál es el alcance de la revisión judicial sobre una regla
administrativa dictada en virtud de una
competencia delegada por la ley o estatuto. Por lo tanto, la cuestión sería:
¿Puede un Juez o Tribunal ejercer un control estricto en la revisión de la
conducta administrativa que implique sustituir el criterio técnico de la
agencia? Esto fue en definitiva la pregunta que se hizo la Corte Suprema en el
referido caso Chevron. Así, determinó que solo si la ley que le asigna la
competencia no es precisa puede verificarse si la interpretación de la agencia
es razonable, resaltando que esa competencia puede ser expresa o implícita. En
esto se basa, el principio de la deferencia hacia las interpretaciones
administrativas de las agencias; en otros términos, la experiencia o el
conocimiento técnico de la agencia prevalece en tanto la regla administrativa
sea razonable en función del mandato legislativo (ley). La cuestión no deja de
tener cierta similitud en nuestro Derecho cuando se analiza la razonabilidad en
el ejercicio de una potestad discrecional para definir una política pública en
tanto la revisión busca determinar si entre las opciones posibles la
Administración ha elegido aquella que resulta más compatible con el interés
público. Válido es recordar que, conforme doctrina de la CSJN, el control
judicial de los actos denominados tradicionalmente discrecionales o de pura
administración encuentra su ámbito de actuación, por un lado, en los elementos
reglados de la decisión -competencia, forma, causa, finalidad y motivación-y,
por el otro, el examen de su razonabilidad (Causa Scarpa, de fecha 22/08/19 y
Fallos: 315:1361, entre otros). Ya en 1992 expresó en in re»: «Consejo de
Presidencia de la Delegación de Bahía Blanca de la Asamblea Permanente por los
Derechos Humanos», 23/6/1992, en LL, 1992 E 102 y ss. «Superada en la
actualidad la antigua identificación entre discrecionalidad y falta de norma
determinante o laguna legal, por considerarse que la libertad frente a la norma
colisionaría con el principio de legalidad, se admite que la estimación
subjetiva o discrecional por parte de los entes administrativos solo puede
resultar consecuencia de haber sido llamada expresamente por la ley que ha
configurado una potestad y la ha atribuido a la Administración con ese
carácter, presentándose así en toda ocasión como libertad de apreciación legal,
jamás extralegal o autónoma». Cabe distinguir, no obstante, que en el derecho estadounidense
priva el criterio técnico, salvo que de la norma no surja, expresa o
implícitamente, la potestad de la Agencia; en cambio, en nuestro Derecho, el
Juez analiza bajo el criterio de razonabilidad si el ejercicio de una potestad
administrativa es conforme a Derecho. Esto es, si es legítima o no, sea
discrecional o reglada dicha facultad.
[62]
Ese paralelismo fue
abordado en el derecho español por el Tribunal Supremo cuando afirmó que “en
realidad, este procedimiento de análisis no es sino un enriquecimiento y
profundización del que nos ofrece la vieja disciplina de la llamada
discrecionalidad técnica, que tan acostumbrados estamos a aplicar y que nos
aconseja, valorando el procedimiento seguido para la toma de las decisiones y
la significación de imparcialidad y competencia técnica del órgano que las ha
adoptado y de los asesoramientos de que ha disfrutado, dejar un margen amplio
(lo que tribunales de otros países llaman reconocer una deferencia) fundado en
la confianza que pueda merecernos un juicio emitido en aquellas condiciones,
reinterpretando así el Principio de presunción de validez de los actos
administrativos, que no puede transformarse en un dogma que dificulte nuestra
función, pero tampoco quedar reducido a un «flatus vocis»
cuando se nos ofrezca
como técnica útil para el enjuiciamiento. (Sentencia de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo, Sección Pleno del 4 de abril de 1997). Para García
de Enterría, la denominada “deferencia” es un concepto inútil en el derecho
continental europeo; comparte la posición de Schwartz de que dicha doctrina
tiene una raíz eminentemente política y que equivaldría a “retrasar el reloj
jurídico”, no visualizando razón alguna mínimamente seria para tal operación
quirúrgica (Democracia, Jueces y Control de la Administración; 3ra edición,
Madrid: Editorial Civitas, 1997; págs. 207 y sig.).
[63]
Sesín, Domingo, Administración Pública. Actividad reglada, discrecional y
técnica. Nuevos mecanismos de control judicial, Depalma, Bs.As. 1994, p. 287.
Utilizar el
concepto de “deferencia” para referirnos a cuestiones concretas o
incorporándoles en el lenguaje jurídico por los distintos operadores como una
especie de sinónimo o idea similar, es contaminar el proceso de interpretación
de la ley y dejar abierta la posibilidad que, a través de este, se entronice
una versión del self restraint que condicione la plena justiciabilidad de los
actos estatales. Tampoco puede asimilarse al modo en que la doctrina y la
jurisprudencia alemana ejerce el control de legalidad material en la actuación
administrativa a través del principio de proporcionalidad. Aunque pueda
presumirse cierta similitud con el principio de razonabilidad (en tanto todo lo
que es irrazonable es desproporcionado al fin y por lo tanto ilegal) en
realidad aquella supone un límite material, más concreto pues exige la
ponderación como estándar práctico para determinar esa proporcionalidad,
mientras que la razonabilidad se refiere a cierta valoración de aspectos
axiológicos y de adecuación de la decisión administrativa a la norma superior
(“aceptabilidad”). Esta cuestión excede largamente el objeto del presente;
sobre el particular puede consultarse a Juan Carlos Cassagne, ob. cit., págs.
155/185; Eberhard Schmidt Assmann, “La teoría general del derecho
administrativo como sistema: Madrid: ”, Marcial Pons, 2003; pág. 88 y sigs.;
Hermann-Josef Blanque, “El principio de proporcionalidad en el Derecho Alemán,
Europeo y Latinoamericano, Rev. Círculo de Derecho Administrativo, págs. 343 y
sigs.
[65]
Sobre el particular,
Cassagne, Juan Carlos, “Los grandes principios del derecho público
constitucional y administrativo; 1ra ed.; Buenos Aires: La Ley, 2015
[66]
Los artículos 1, 2, y 3 del Código Civil Nuevo
ha permitido afirmar la “constitucionalización del derecho privado” y la
tendencia de asignarle al Juez no solo la dirección judicial del proceso sino
una actividad jurisdiccional oficiosa, preventiva y protectoria que habilita al
Juez a implementar medidas instrumentales tendientes a "contribuir a la más efectiva
realización del derecho" sujetas a
la discrecionalidad dentro de los límites de razonabilidad (art. 28 CN). La
judicatura debe priorizar el significado funcional de los preceptos legales,
tras una interpretación dinámica que comprometa al juez con los resultados de la
decisión y privilegiar el acceso a la verdad material en el caso específico.
(Morello, Augusto M., "El derecho en el inicio del siglo XXI", Rev.
Jurisprudencia Argentina, Bs. As., 2001-III-920).
[67]
Al respecto, Carlos
Ignacio Massini-Correas; “Jurisprudencia analítica y derecho natural – Análisis
del pensamiento filosófico-jurídico de John Finnis”; 1ª ed. Ciudad Autónoma de
Buenos Aires: Marcial Pons Argentina, 2018;
Capítulo II, págs. 29 y sig.
[68]
Si el fin de la Justicia es el bien común en toda relación conmutativa está
implícito el deber de comportamiento que facilite la concreción de aquél.
[69]
Autor Citado; La idea
medieval del Derecho. Su versión en línea puede verse en http://www.ulpiano.org.ve/revistas/bases/artic/texto/RDUCV/23/rucv_1962_23_9-65.pdf.
[70]
Véase Punto 1.b.2; en
especial nota 21.
[71]
Autor cit.; La lengua de
los derechos. La formación del Derecho Público europeo tras la Revolución Francesa;
Madrid: Alianza Editorial; 1994. El autor define a la Revolución Francesa como
“un nuevo orden político y social que pretendió crearse sobre fundamentos
enteramente nuevos”, pero también que ese nuevo lenguaje que la expresaba fue
utilizado como instrumento político; así “la lengua del poder va a intentar
convertirse inmediatamente en la lengua del Derecho” y la expresión del
“derecho natural declarado, revelado, casi podríamos decir, en la obra
refulgente de la Asamblea” (Págs. 18, 26 y sig.).
[72]
Autor citado, De la
arbitrariedad de la Administración, 2da edición ampliada; Madrid: Civitas,
1997; pág. 112 y sus notas 9] y 10].
[73]
Art. 26 CADH; arts. 2 PIDESC, 2.2. PIDCP, 24 CEDM; Informe anual de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos 1993, Disponible en:
https://www.cidh.oas.org/annualrep/93span/cap.V.htm; Comisión Interamericana de Derecho Humanos
(1993). Informe Anual de la Comisión IDH, 11 de febrero de 1994;
punto ii) El principio del desarrollo progresivo, párrafo 2; art. 5 de la Declaración de Viena, aprobada
por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos el 25 de junio de 1993 (Todos
los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están
relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los derechos
humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y
dándoles a todos el mismo peso. Debe tenerse en cuenta la importancia de las
particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos patrimonios
históricos, culturales y religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean
cuales fueren sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y
proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales). Caso
Cantoral Benavides del 18 de agosto de 2000; Caso Fleury y ots. Vs. Haití (CIDH),
Resolución del 22/11/2019; Caso Cesti Hurtado vs. Perú (CIDH), Resolución del
14/10/19, parag.30; Opinión Consultiva OC-9/87 del 6 de octubre de 1987;
páragr. 24/29, entre otros. Art. 13 TCE; art. 53 Carta de los derechos
fundamentales de la Unión Europea (2007).
[74]
Política, Libro III, Capítulo X, 2da reimp., Madrid: Editorial Alba, 1999; pág.
113.
[75]
La tensión entre el Poder
Judicial y el Poder Ejecutivo es un capítulo en desarrollo desde, al menos, la
Edad Media. La relación entre Poder (político) y Derecho no es sino el
argumento central del mismo. Al fin y al cabo, la lucha por el control del
Poder marca indeleblemente la relación entre dos funciones del Estado. La
innovación institucional que importó el Consejo de la Magistratura marcó un
punto de inflexión en la relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial,
en el marco de la denominada “democratización de la justicia”. Comienzo por
afirmar que la fuente de legitimación de la Justicia es la Constitución Nacional,
así como la fuente de legitimación del Poder Ejecutivo es la elección popular.
No hay en ello asimetría alguna. Solo dos métodos de acceso a ambas
magistraturas. Pero cuando lo que se busca desde el poder político es
“democratizar” al Poder Judicial, lo que está diciendo es que un órgano que no
tiene carácter electivo no está
legitimado para controlar a quien ha sido “ungido” por el voto de la
mayoría. En ese esquema, el Consejo de la Magistratura ha sido y es, el campo
de batalla elegido para dirimir ese planteo. Así, la ley 24.397 que regula el
funcionamiento del Consejo, que es órgano permanente del Poder Judicial,
estableció una composición equilibrada entre representantes de los órganos
electivos, jueces, abogados y académicos. Sin embargo, la ley 26.080 modificó
sustancialmente la composición reduciendo su integración a 13 miembros y
otorgando mayoría de siete miembros a los representantes políticos. La lucha
política se trasladó al seno de dicha institución rompiendo con una de sus
características consustanciales: su independencia y especialización. Ello sin
embargo no sería todo. En 2013 se sanciona la ley 26855 modificando otra vez el
Consejo, elevando el número de miembros a 19: tres jueces de la Nación elegidos
mediante sufragio universal (dos por la mayoría y uno por la minoría); tres
representantes de los abogados de la matrícula federal, elegidos también por
sufragio universal ( dos por la mayoría y uno por la minoría); seis representes
de ámbitos académicos, también elegidos por sufragio universal ( 4 por la
mayoría y dos por la minoría); seis legisladores (tres por cada una de las
Cámaras) de los cuales dos corresponden a la mayoría y uno a la minoría, y un
representante del Poder Ejecutivo. Además, por cada miembro
titular se elegiría un suplente, mediante igual procedimiento, para
reemplazarlo en caso de renuncia, remoción o fallecimiento. La Justicia declaró
inconstitucional los principales artículos de la ley en primera instancia,
sentencia que fue convalidada por la Corte Suprema de Justicia ("Rizzo,
Jorge Gabriel (apoderado Lista 3 Gente de Derecho) s/ acción de amparo c/ Poder
Ejecutivo Nacional, ley 26.855, medida cautelar (Expte. N° 3034/l3). En lo que
aquí interesa, la Corte expresó: Que de una lectura de la primera parte del segundo
párrafo del artículo 114 de la Constitución resulta claro que al Consejo de la
Magistratura lo integran representantes de los tres estamentos allí
mencionados: órganos políticos resultantes de la elección popular (Poder
Legislativo Y Poder Ejecutivo), jueces de todas las instancias Y abogados de la
matricula federal. Así, las personas que integran el Consejo lo hacen en nombre
y por mandato de cada uno de los estamentos indicados, lo que supone
inexorablemente su elección por los integrantes de esos sectores. En
consecuencia, el precepto no contempla la posibilidad de que los consejeros
puedan ser elegidos por el voto popular ya que, si así ocurriera, dejarían de
ser representantes del sector para convertirse en representantes del cuerpo
electoral. Por lo demás, la redacción es clara en cuanto relaciona con la
elección popular a solo uno de los sectores que integra el consejo, el de los
representantes de los órganos políticos. Por su parte prevé que el órgano
también se integra con los representantes del estamento de los jueces de todas
las instancias y del estamento de los abogados de, la matricula federal, cuya
participación en el cuerpo no aparece justificada en su origen electivo, sino
en el carácter técnico de los sectores a los que representan. A su vez, en el
precepto no se dispone que esta composición deba ser igualitaria, sino que se
exige que mantenga un equilibrio, 'término al que corresponde dar el
significado que usualmente se le atribuye de “contrapeso, contrarresto, armonía
entre cosas diversas" (Real Academia Española, vigésima segunda edición,
2001). Como expresé esta es una contienda en permanente desarrollo. Designación
de jueces, evaluación de candidatos, la promoción de investigaciones a jueces;
abrir o cerrar expedientes según los intereses políticos no son sino una faceta
de esa faz agonal -inmoral- a la que se ha trasladado la política. Actualmente,
el Consejo Asesor creado por Decreto 635/2020 ( Consejo Consultivo para el
Fortalecimiento del Poder Judicial y del Ministerio Público), según
informaciones periodísticas habría sugerido al Poder Ejecutivo Nacional la idea de instaurar el juicio por jurados
para casos de corrupción e incrementar las sillas en el Consejo de la
Magistratura, el cuerpo encargado de remover y designar jueces. Se propondrá
que sean 16 integrantes y no 13 como hasta ahora, y con menos representantes de
la política. De hecho, se proponen cuatro legisladores, cuatro abogados, cuatro
jueces y cuatro académicos con la suficiente representación federal y de
género. (https://www.lanacion.com.ar/politica/el-comite-asesora-al-presidente-justicia-termino-nid2509820).
[76]
Ob. Cit. Libro III,
Capítulo XI. Dice el “Estagirita” “…la ley es una regla general que instruye y
guía; confía la aplicación de sus principios a los magistrados y puede esperar
de ellos que no sea estéril la instrucción que les dispensa y su justicia y
buen sentido para los casos en que ella se calla…es imposible que un hombre
pueda ver todo con sus propios ojos; será pues, preciso que delegue su poder en
otros magistrados inferiores...” (págs. 116/117).
[77]
Véase Carlos I.
Massini-Correas “La concepción
normativa del gobierno del Derecho: nuevas objeciones al rule of law y una
respuesta desde las ideas de John Finnis”;
Persona y Derecho / vol. 73 / 2015/2 / 203-230. Asimismo, del autor “Jurisprudencia
analítica y derecho natural -Análisis del pensamiento filosófico-jurídico de
John Finnis; 1ra ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Marcial Pons, Argentina,
2018.
[78]
El Consejo de la Magistratura es una institución propia de aquellos países en
los que la división de poderes no responde al esquema institucionalizado en
Argentina, sino que es un resabio del poder regio absolutista que, a través del
tiempo fue cediendo ese poder político en un régimen parlamentario. En ese
esquema, la justicia estuvo en su origen
incorporada en el área del poder ejecutivo y, por lo tanto, era
administrada y no constituida un poder independiente. Desde esta perspectiva el
Consejo de la Magistratura es una institución ajena a nuestro sistema político.
Sobre el particular, puede consultarse la Comunicación sobre el Consejo de la
Magistratura del académico Dr. Alberto Antonio Spota, en la sesión privada de
la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas del 28 de junio de 1995;
Tomo XIV-1995.
[79]
Autor y obra citada, pág.
206
[80]
En una entrevista al académico citado (realizada
–sobre la base de las preguntas preparadas por Jimena Aliaga Gamarra, miembro
de la Comisión de Contenido de THEMIS– por Fernando de la Flor Koechlin,
miembro de la Comisión de Financiamiento, e Iván Blume Moore, miembro de la Comisión
de Contenido, quien tuvo a cargo la traducción) este afirma, en lo que aquí
concierne, que existe mucho más indeterminación en el ordenamiento jurídico
positivo de lo que reconoce la corriente dominante de pensadores del Derecho, y
que “la existencia o inexistencia de una compulsión legal, se comprende mejor
“fenomenológicamente”. Asimismo, que las normas del derecho privado tienen un
trasfondo neutral, mientras que la intervención del Derecho Público es en orden
a cambiar resultados “en una dirección socialmente deseable”; los Critical
Legal Studies(movimiento creado y auspiciado por él) pone el acento en áreas
del ordenamiento jurídico privado que se entienden “como la expresión de
principios generales incontrovertibles” que “implican decisiones políticas” y
que en la tarea de la interpretación jurídica, tanto jueces como profesores
“tienen la tendencia, primero, a encubrir o negar el grado de elección que
existe en esa práctica interpretativa y, segundo, a ignorar o negar las
consecuencias distributivas o políticas de la elección entre las posibles
interpretaciones”. Llama a esto “discurso de necesidad”, lo que no lo hace
transparente y en consecuencia “es en realidad un discurso de elección e
intención política presentado como un discurso de necesidad interpretativa” de
modo tal que se traduce como apoyo al “status quo en contra de cualquier
esfuerzo serio por la justicia social”. Kennedy critica severamente lo que
denomina la indeterminación del Derecho, poner en discusión las consecuencias
distributivas de la interpretación jurídica clásica, y sustancialmente analizar
el contenido ideológico del Derecho desde una perspectiva fenomenológica,
rechazando la concepción que lo ve como una superestructura y la pretendida
neutralidad que aboga el liberalismo sobre aquel.
[81] En el caso “Vicentin” la pretendida intervención se comunicó como "una operación de rescate de una empresa que está en concurso preventivo de acreedores, y que permitirá su continuidad, dar tranquilidad a sus trabajadores y garantizar a unos 3.000 productores que tendrán a quien seguir vendiéndole su producción”. En los considerandos del DNU 522/2020 se expresa que la pandemia producida por el virus SARS-CoV2, generó una crisis económica global que afectaba el desarrollo del proceso concursal de la empresa en los plazos previstos; que otras empresas del grupo evidenciaban serios problemas nivel de incertidumbre en el mercado agroindustrial, creando un panorama cada vez más complejo para la firma, cuyo accionar no sólo está siendo investigado por el Poder Judicial; y que también produce cada vez más desconfianza entre los diversos productores, los que, en muchos casos, tomaron la decisión de no vender sus existencias a esta sociedad, profundizando la crisis puertas adentro de la empresa; que el BANCO NACIÓN ARGENTINA, ha iniciado un sumario administrativo con el fin de investigar si las autoridades de ese Banco actuaron en infracción a la normativa vigente cuando le permitieron a la empresa VICENTIN S.A.I.C asumir una deuda millonaria con esa entidad bancaria; y que en sede penal se investigan presuntos hechos delictivos vinculados con la empresa y el accionar de las autoridades del Banco de la Nación Argentina; la producción agropecuaria resulta estratégica para nuestro país, garantizando la provisión de alimentos para la población y la exportación de materias primas, las cuales tienen un peso considerable en la estructura del comercio exterior y que, se dispone la ocupación temporánea por SESENTA (60) DÍAS de la sociedad VICENTIN S.A.I.C. la que se dispone administrativamente en razón de utilidad pública y con el objeto de asegurar la continuidad de la empresa, la preservación de sus activos y de su patrimonio, y la protección de los puestos de trabajo en peligro, lo que se vuelve urgente en el marco de las emergencias dictadas por la Ley N° 27.541 y la situación de emergencia sanitaria inédita que vive el país, teniendo en cuenta el volumen de la empresa en cuestión, la soberanía alimentaria y la necesidad de evitar impactos de alta negatividad en la economía. No es del caso aquí analizar la intervención desde el punto de vista legal, si es o no constitucional. Lo que surge claramente de los considerandos del decreto en cuestión es que bajo el ropaje jurídico (corto, por cierto) se esconde una sanción a una empresa que es deudora de un banco oficial por un crédito otorgado bajo otra Administración. Para ello se apeló a un supuesto interés público: producción agropecuaria estratégica, garantizar la provisión de alimentos, la continuidad de la empresa y la soberanía alimentaria. Fines loables, por cierto, pero pretendidos mediante un recurso jurídico inapropiado. En cualquier caso, la Corte Suprema de Justicia hace tiempo definió ya que “en lo que respecta a la existencia de un estado de necesidad y urgencia, es atribución de este tribunal evaluar, en este caso concreto, el presupuesto fáctico que justificaría la adopción de decretos que reúnan tan excepcionales presupuestos”. “El Poder Judicial debe entonces evaluar si las circunstancias invocadas son excepcionales, o si aparecen como manifiestamente inexistentes o irrazonables; en estos casos, la facultad ejercida carecerá del sustento fáctico constitucional que lo legitima”. Que la Constitución “autoriza al Poder Judicial a verificar la compatibilidad entre los decretos dictados por el Poder Ejecutivo y la Constitución Nacional, sin que ello signifique efectuar una valoración que reemplace aquella que corresponde al órgano que es el competente en la materia o invada facultades propias de otras autoridades de la Nación, y que “cabe descartar de plano, como inequívoca premisa, los criterios de mera conveniencia del Poder Ejecutivo que, por ser siempre ajenos a circunstancias extremas de necesidad, no justifican nunca la decisión de su titular de imponer un derecho excepcional a la Nación en circunstancias que no lo son. El texto de la Constitución Nacional no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto” (“Consumidores Argentinos c/ EN –PEN- Dto. 558/02 –ley 20.091 s/ amparo ley 16.986”, C. 923. XLIII, sentencia del 19 de mayo de 2010).
Otro
ejemplo es la ley de seguridad que China impuso en Hong Kong mediante la cual
se otorga amplios poderes para reprimir una variedad de conductas tipificadas
como crímenes políticos. La única función de la ley es limitar los derechos
civiles y el control político de los habitantes. Así, dañar los edificios gubernamentales sería considerado un acto de subversión
que amerita cadena perpetua en casos “graves”. El sabotaje al transporte sería
una actividad terrorista punible con cadena perpetua si perjudica a otras
personas o causa destrozos significativos a la propiedad, pública o privada.
Además, la ley otorga amplias facultades para intervenir
en los asuntos legales de Hong Kong, sin el control de las cortes locales ni
los legisladores. Hong Kong desde hace tiempo goza de un poder judicial
independiente de gran prestigio entre los ciudadanos de esa ciudad. Ahora, todo
se ha trastocado en nombre de la seguridad nacional china.
[82]
La ley de medidas cautelares (Ley N° 26854) da cuenta de ello. La exigencia del
informe previo de la autoridad para que se expida sobre el interés público
comprometido, la exigencia de requerir la suspensión del acto en sede
administrativa, el otorgamiento de efectos suspensivos a la apelación de las
medidas cautelares que suspendan leyes, decretos de necesidad y urgencia, o
delegados descompensa la relación Persona (derechos)-autoridad administrativa
(prerrogativas) y vulnera el principio de la tutela judicial efectiva y
condiciona la libre convicción del Juez. Claro que, puede afirmarse, que el
Juez tiene la facultad de declarar inconstitucional la ley. Y ha ocurrido ( “De
Felipe Ricardo c/ Estado Nacional s/ acción meramente declarativa de
inconstitucionalidad” – 31/5/2013 – MJ-JU-M-79134-AR / MJJ79134, “Colegio de
Abogados Departamento Judicial de Mar del Plata y otro c/ Estado Nacional-PEN
s/ acción declarativa de inconstitucionalidad” – 31/5/2013 – MJ-JU-M-79120-AR /
MJJ79120; “Spinelli Ana María c/ Estado Nacional s/ acción meramente
declarativa de inconstitucionalidad” – 4/6/2013 – MJ-JU-M-79224-AR / MJJ79224 ;
“Gascón Alfredo Julio María c/ Poder Ejecutivo Nacional s/ acción de
inconstitucionalidad – 5/6/2013 – MJ-JU-M-79237-AR / MJJ79237 , entre otros)
pero lo que quiero resaltar es la intencionalidad de restringir esa libertad
jurídica a fin de resguardar lo que el Poder define como interés público
comprometido.
[83]
“Que los derechos humanos sean un invento de la Modernidad quizá sea cierto
desde el punto de vista puramente terminológico, porque lo cierto es que hasta
el mismo Santo Tomás tiene una idea clara de los derechos humanos, que expone
cuando habla de la justicia, en cuanto que propiamente se refiere al trato que
han de recibir los demás en consideración a su ser persona, y no por otra razón
especial. Además, como hace notar Finnis, el tratamiento que Sto. Tomás hace de
las injusticias es un tratamiento implícito de los derechos. FINNIS, John, Aquinas,
Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 137. Después de Santo Tomás, sin ir
más lejos, el papa Pablo III (t 1549) y sus sucesores intercedieron con firmeza
en favor de los derechos de los indígenas y promovieron su reconocimiento
legal. Carlos V promulgó leyes -otra cosa es que no se respetaran debidamente-
que protegían los derechos de los indígenas, a los que expresamente reconocían
como personas y, por tanto, titulares de derechos humanos. En el siglo XVII los
teólogos y los canonistas españoles -muy especialmente el R Vitoria
desarrollaron doctrinalmente la idea de los derechos humanos, aunque
posteriormente, los pensadores liberales de la Europa protestante hicieron
suya. Un elenco clasificado de los derechos humanos formulados por el R Vitoria
extraídos de sus obras puede verse en Hernández Martín, Ramón, Derechos humanos
en Francisco de Vitoria, Ed. San Esteban, Salamanca, 2° ed., 1984,
principalmente en las pp. 241-258” Cita de Diego Poole en “Bien Común y
Derechos Humanos”; Nota 13. trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de
investigación titulado «Los derechos humanos en la era de la interculturidad»,
DER2008-06063-JURI, financiado por el MEC y cuyo investigador principal es el
Prof. Andrés Ollero.
[84]
Así, afirma el autor citado, que en este supuesto solo tendrá potestades para
reglamentar cuando expresamente se le confiera y siempre que el ejercicio del
derecho por parte del individuo pueda afectar a terceros, a la seguridad o
bienestar de la comunidad. Nunca la limitación podrá estar fundada en intereses
momentáneos de un gobierno o de un grupo dentro de la sociedad; sino que deberá
estar basada en una mejor coordinación para asegurar el ejercicio de los
derechos humanos a todos en un pie de igualdad. ¨Derechos Humanos,” 4ta ed.,
Fundación de Derecho Administrativo, 1999, V-7.
[85]
Carmelo de Diego-Lora; “Jueces y abogados ante la ley injusta”, en Persona y
Derecho, Revista de Fundamentación de las instituciones jurídicas y de Derechos
Humanos; Ediciones Universidad de Navarra S.A. Nro. 16, 1987, pág. 158. Dice el
autor:”. No puede haber contradicción entre bien común y dignidad de la persona
humana, pues su correlación es tal que si, por fuerza de unas leyes humanas,
buscando un supuesto bien común, se despreciaran los bienes de la persona, su
vida, su libertad de elección, por ejemplo, en materia de enseñanza, no sólo
dejaría de quedar dañada la propia humana dignidad, sino que tampoco se
salvaría de ese daño el propio bien común, conformado por múltiples sumas de
bienes particulares pertenecientes al hombre. Tales leyes, por ser contrarias a
la dignidad de la persona, serían también adversas al bien común, y en
consecuencia serían leyes injustas...”.
[86]
“Porque el gobierno no consiste en otra cosa que en controlar de tal modo a los
súbitos que éstos ni puedan ni tengan razón alguna para hacerte daño. Y esto se
puede lograr o bien asegurándose de que carezcan de todo medio apto para
hacerte daño o bien tratándoles tan bien que les resulte irracional el deseo de
un cambio de fortuna…es muy laudable que un príncipe actúe de buena fe y viva
con integridad y sin astuta maña. Todo el mundo se da cuenta de esto. Sin
embargo, la experiencia de nuestros tiempos demuestra que los príncipes que han
hecho grandes cosas no han tomado en consideración la buena fe y sí que han
usado de la astucia y de la habilidad para confundir a los hombres e imponerse
finalmente a aquellos que han hecho de la lealtad su fundamento…” (Maquiavelo,
extracto de los Discursos y de El Príncipe. Sobre el pensamiento político del
florentino puede consultarse el libro de Giuseppe Prezzolini, “Maquiavelo”,
Barcelona: Editorial Pomaire, 1967).
[87]
Autor citado; De la arbitrariedad de la Administración, 2da edición ampliada;
Madrid: Civitas, 1997, págs. 113 y sig.
[88]
Es necesario detenerse un momento y
preguntarse por qué en países con cultura y estructura político institucional
diversa a la nuestra estos riesgos no existen, al menos, no con la virulencia
que se expresa entre nosotros. Allí, las costumbres, los modos de actuar, las
relaciones de alteridad, las conductas que se sostienen en el tiempo son
convalidadas y consideradas idóneas como reglas de conducta individual y social
y lo jueces observan atentamente las mismas para resolver cualquier diferendo;
las instituciones, aun con disensos, son respetadas y el Estado como tal no se
corporiza en normas escritas. Estas son residuales y solo para convalidar
aquellas que no están escritas; el Estado no monopoliza el Derecho. La
soberanía, no es, por lo tanto, un concepto que exprese supremacía respecto de
los ciudadanos. El soberano es el Pueblo. En cambio, en aquellos países, como
el nuestro, adscriptos al concepto del Estado como estructura político institucional,
se ha recurrido a la teoría de la representación para avalar esa transferencia
de soberanía a personas elegidas mediante el voto y que, tan pronto se
institucionaliza se desprende de los intereses comunitarios y responde a los
intereses del Poder, que puede en ocasiones coincidir con los intereses de la
sociedad.
[89]
Esta escueta
reflexión reconoce como fuente el innovador y audaz pensamiento
de Roberto Gargarella (Un papel renovado
para la Corte Suprema. Democracia e interpretación judicial de la Constitución
- https://www.cels.org.ar/common/documentos/gargarella.pdf) sobre los múltiples criterios interpretativos
que utilizan los jueces, los cuales afirma, pueden llevar a soluciones opuestas
en el proceso de control de constitucionalidad y la convicción volcada en su
artículo sobre la teoría democrática a partir
de lo que denomina la deliberación democrática y que justifica el
sistema democrático “solo y en la medida en que contribuye a que tomemos
decisiones imparciales para lo cual -se presume aquí- resulta imprescindible
apoyarse en un proceso igualitario de discusión colectiva”. En la medida en que
se satisface las exigencias propias de un proceso de tomas de decisiones
(inclusión, debate colectivo, igualdad) es posible plantearse de mejor modo la
pregunta sobre la legitimidad democrática del control judicial de
constitucionalidad. Ser motor y garante de la discusión
pública -expresa- requiere de los jueces
la asunción de un papel más modesto - acorde con sus capacidades y su
legitimidad- pero al mismo tiempo un papel crucial dentro del proceso de toma
de decisiones democrático: ellos deben ayudar a la ciudadanía a conocer los
diversos puntos de vista en juego en situaciones de conflicto; deben forzar a
los legisladores a que justifiquen sus decisiones; deben poner sobre la mesa
pública argumentos o voces ausentes del debate; deben impedir que quienes están
en control del poder institucional prevengan a quienes están afuera del mismo a
que participen de él y lleguen a reemplazarlos; deben impedir que desde los
órganos decidores se tomen no fundadas en argumentos –decisiones que sean la
pura expresión de intereses de grupos de poder . Actuando así, los jueces
promueven un objetivo importante: el diálogo democrático. Y dicho fin, además,
puede y debe lograrse por medios también dialógicos, es decir, ofreciendo
argumentos, creando foros de debate, organizando comisiones para la discusión
de temas públicos, etc. Sostiene que la adopción del método dialógico es
posible verificarlo, no solo en algunos precedentes de nuestra Corte Suprema
(Caso Verbitsky s/habeas corpus y el caso planteado sobre los daños
medioambientales de la cuenca del río Matanza-Riachuelo), sino que en el
derecho comparado, autores como Scott y Macklem (1992, 122) han
manifestado, haciendo foco en casos como
People’s Union for Democratic Rights, Scottt y Macklem, que Cortes como la de
la India y Sudáfrica “enfatizan un
diálogo cooperativo entre la rama judicial y los poderes ejecutivo y
legislativo, que se opone a la visión estándar de la separación de los
poderes,” a través de una serie de mecanismos dialógicos, tales como la fijación
de directivas al ejecutivo, o la adopción de pautas flexibles, orientadas a
facilitar un diálogo entre las ramas políticas y judicial.
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