La Justicia administrativa como garante del sistema democrático de gobierno -el proceso administrativo y sus fines-.

 La Justicia administrativa como garante del sistema democrático de gobierno  -el proceso administrativo y sus fines-.

a.- Derecho y Política: Permítaseme una breve disgresión previo a introducirme en el tema central de este trabajo. La voluntad de asumir las diferencias, pero en unidad, que favorece los consensos cardinales en el ejercicio de la libertad como presupuesto básico y el valor justicia, son los pilares sobre los que se asienta la idea de una comunidad política[1]. Tres premisas -consenso, libertad y justicia- innegociables en la tarea de construcción de una sociedad democrática. Ellos son el sustrato sobre los cuales es posible referirnos a legitimidad política, gestión pública socialmente responsable, eficacia, juridicidad, control judicial suficiente, entre otros conceptos.

Esta afirmación, que más allá de matices nadie hoy discute, revela una imbricación entre la Política y el Derecho que viene de tiempos remotos aun cuando no fueran identificables con dicha terminología; siempre el Poder (político) y la normatividad (Derecho) que se define por el ejercicio de aquel, revela un orden determinado[2]. Esa normatividad (Derecho), por su dimensión histórica importa un modo de convivencia en el que se desarrolla la natural sociabilidad humana. Y esa convivencia, que en su génesis significa “vida con los otros”, se ha expresado a través de formas de asociación política. Hago aquí, claro está, abstracción de toda calificación o ponderación valorativa de esta.

No es posible obviar que la aparición de la Polis o Ciudad Estado en Grecia elaboró como concepto novedoso la “democracia’ como forma de gobierno, y aun cuando puede juzgarse como limitado, o inclusive erróneo desde la perspectiva actual, lo cierto es que configuró el perfil de la Polis robustecida por el ideal democrático de Pericles para quien “nadie sufre injusticias por ser pobre, a nadie se le prohíbe dar consejos, y ninguna de las legítimas diferencias que resultan del prestigio o de la inteligencia puede atentar contra la igualdad esencial de los ciudadanos”. Cierto es que la herencia de Grecia no está directamente ligada a la concepción del Derecho y mucho menos con la idea del Derecho Público, pero en el plano especulativo y filosófico, su legado fue la concepción del nomos como idea política y el logos[3], como fundamento ordenador del pensamiento y el discurso desde lo filosófico y que Aristóteles lo traduce como un lenguaje persuasivo propio del hombre de la Polis[4]; diríase hoy propio de un sistema democrático.

Si bien la constitución “democrática” aparece con Solón y es confirmada por Clístenes en el 508 a.C, no será sino casi 50 años después que el término aparecerá tras una nueva reforma constitucional como comprensiva de la atribución del poder al pueblo como clase, en lucha contra la nobleza. “ Nuestra constitución se llama democracia porque su fin es la utilidad del mayor número y no de una minoría; la consideración  no se atribuye al nacimiento ni a la fortuna, sino al mérito, y no son las distinciones sociales, sino la competencia y el talento las dotes que determinan la reputación de una persona; en los asuntos privados aseguramos la libertad ante la ley”; en cuanto a los asuntos públicos expresa: somos los únicos que al ciudadano que no toma parte activa en las tareas públicas no lo consideramos un hombre apático, amigo de la quietud, sino como un ser inútil”[5].

La referencia histórica aludida me permite retomar esa relación directa entre el Derecho y la Política desde un elemento que les es común: el poder, en tanto este es la fuente directa de la creación de normas, y estas le otorgan a aquel la supremacía para su propia creación, determinando los procedimientos, los modos, las formas y su propio límite[6]. Y en su forma pura, esto es también predicable en regímenes autocráticos. La diferencia cualitativa, propia de un sistema democrático reside en que la sociedad asume libremente las decisiones mediante deliberación para su mejor gobierno racionalizando sus conflictos y sometiendo sus controversias, de naturaleza privada o pública a un poder judicial independiente. Recasens Siches expresa que “el derecho es una obra humana social (hecho) de forma normativa, encaminada a la realización de unos valores”[7]. El hombre no puede sino, vivir en sociedad; esto es, organizado políticamente. Y el Derecho, que se funda en valores, no hace sino darle forma a esa edificación que tiene un fin -bien común- que va adecuándose a las particulares circunstancias históricas que atraviesa esa comunidad política. De ahí su historicidad. Se ha dicho así, que el fin, que da la medida del poder, se contagia de la misma plasticidad mutable que el poder, y varía con las situaciones singulares de cada comunidad…los valores teñidos de historicidad son recepcionadas por las estructuras políticas en que los hombres actualizan su potencia política y esa mutación sin desnaturalizar el fin, vuelca en ellos el contenido concreto que la historia suministra[8]. Una visión claro está, optimista; la realidad no muestra que más allá que conceptualmente sea inobjetable, lejos está de la dinámica real.

No es del caso aquí, indagar cómo han sido las distintas formas de organización en cada tiempo y espacio; esto es, los distintos saltos cualitativos de esa evolución, qué estructuras se han dado hasta llegar a la organización social y política más perfecta: el Estado. Pero no ofrece reparo afirmar que con su aparición la organización administrativa adquiere individualidad propia, transformándose si no en un elemento, sí en una cualidad propia del mismo. En pleno siglo XVIII la Administración Pública será un aparato incrustado en el Poder Ejecutivo (Inglaterra, EEUU) o en la Corona (Francia), regulado por un derecho común o por un derecho público general[9].

Cuando a la Administración Pública le es aplicada una normativa especial de derecho público estamos en presencia del sistema jurídico Continental Europeo, o Estado de Derecho Administrativo. El derecho administrativo como rama especial del Derecho Público marcará un cambio sustancial en orden a la organización administrativa. Así, el funcionario de la Corona pasará a ser el funcionario del Estado, los órganos de la Corona serán órganos del Estado, la jerarquización de los funcionarios pasará a ser los departamentos del Estado, la fuerza del acto del Príncipe se transformará en la ejecutoriedad de la disposición administrativa, etc.[10].

La administración pública se convertirá con el transcurso del tiempo en la clave de la gestión de los bienes comunes, de modo tal que el derecho administrativo será la arquitectura de la misma política, traducida en normas jurídicas para la gestión de aquellos. Será también el talón de Aquiles en un sistema democrático pues a través de ella se revela el dilema entre el Poder y el Derecho; entre la regulación normativa y los derechos de las personas.

b.- La nueva estructura del Poder (la división de poderes como garantía de la libertad): Desde que Montesquieu expuso el núcleo central de su ideario y que fue receptado como el principio de la división de poderes, en la Revolución Americana ( 1776),en Inglaterra[11] y Francia, el análisis se centró fundamentalmente en la prohibición al Poder Ejecutivo de ejercer funciones judiciales, reservando el poder de hacer la ley al Poder Legislativo, con los matices propios que caracterizó al derecho continental europeo y al Common Law. La preocupación central radicó en poner límites al poder regio. Sin embargo, como se verá más adelante, la ideologización del Derecho promoverá una lucha, sin mucha reserva, entre el Poder y la Justicia, encargada de interpretar y aplicar el Derecho (normatividad).

Alexis de Tocqueville, cuando describe el sistema político democrático se apoya en la idea central propugnada por Montesquieu, y refiere que un gobierno democrático se define por un orden legal fundado en los principios de igualdad y libertad de los hombres, y que ese orden requiere una clara división de poderes que asegure el equilibrio entre estos. Tanto el Ejecutivo como el Legislativo deben ser electivos y el proceso electoral debe posibilitar la alternancia del poder, mientras que el Poder Judicial debe ser independiente para evitar el despotismo administrativo como así mismo la “tiranía de la mayoría”[12].

En el “Ensayo sobre el gobierno civil” y “El espíritu de las Leyes” se compendian las ideas fuerza de una nueva concepción del hombre y de la política que se sustenta en el individuo y sus derechos, y hace de la división de poderes la garantía de la libertad. Esta proposición política -cuya evolución no es necesario historiar- alcanzó el cenit de su desarrollo en el último decenio del siglo pasado y se reafirmó en el presente, al alumbrar un nuevo paradigma: la posición preferente de los derechos fundamentales.

Los derechos fundamentales constituyen la piedra angular del sistema. Son la ratio esendi del orden jurídico y que direcciona, en consecuencia, la totalidad del obrar estatal. Por encima del reconocimiento constitucional y los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional (art. 75 inc.22 CN), no son sino los principios jurídicos (interdicción de la arbitrariedad, tutela judicial efectiva, buena fe, pro actione, favor libertatis, razonabilidad, proporcionalidad, confianza legítima, de buena administración, entre tantos otros) los que le otorgan un vigoroso sostén a aquel paradigma, que como luces trazadoras se erigen como límites creíbles a la cada vez más abrumadora acción estatal, puesto que en nombre de un interés general no solo pretende obrar exorbitant iure commune sino que no ceja en su intento de retrotraer compulsivamente el estatus quo propio del derecho regio[13].

Cabe resaltar que la sociedad, al menos en los países que han adoptado el sistema continental europeo, ha asumido en la actualidad riesgos paralizantes y esterilizantes en orden a la vigencia de un sistema democrático. Es que la idea de la libertad expresada en términos absolutos, el libre albedrío desconociendo la relatividad de toda acción humana por parte de sus miembros, y el desembozado accionar del poder público que tiende a vulnerar los límites de su propia competencia pulverizan la idea de comunidad política, que solo encuentra su quicio en un permanente equilibrio entre la esfera privada y la pública en la configuración del espacio en el que se articula la construcción del bien común[14].

          La historicidad del Derecho nos impide aferrarnos a dogmas o verdades inconcusas. Toda proposición doctrinaria lleva ínsita el gen de su finitud ante los nuevos paradigmas que lentamente va generando, mediante la formulación de otros modelos que permiten explicar el núcleo primordial a la luz de los valores que lo informan.

          Es por eso por lo que no puede predicarse el carácter absoluto de una doctrina o definir dogmáticamente un modelo. De modo tal -adelantándome en mi reflexión- la definición del derecho administrativo como exorbitant iure comune no refleja en todos los casos, ni puede invocarse en toda circunstancia como la primacía del interés estatal sobre el particular. No así en la medida que se conciba al bien común como un bien esencialmente participable o comunicable distributivamente entre quienes integran una comunidad y que es la condición del disfrute de los bienes privados[15].

Desde esta perspectiva, no debe verse contradicción alguna entre el postulado de la libertad (derechos fundamentales) y las potestades públicas (restricciones, límites, sanciones, etc.). Ambas esferas actúan como elementos simbiontes justificándose recíprocamente. El ejercicio de una potestad pública puede estar dirigido a la restricción de un derecho, pero a su vez éste condiciona el alcance de aquélla hasta el límite de hacerla compatible con el mínimo irreductible que admite el orden jurídico bajo el prisma del ¨favor libertatis¨.

Tan así es, que la CIDH ha establecido en su jurisprudencia que los tratados modernos sobre derechos humanos, en general, y, en particular, la Convención Americana, no son tratados multilaterales de tipo tradicional, concluidos en función de un intercambio recíproco de derechos, para el beneficio mutuo de los Estados contratantes. Su objeto y fin son la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos. Así, al aprobar esos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden legal dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no en relación con otros Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción[16]; se transforman en sujetos pasivos de una obligación contraída en virtud de la suscripción y aprobación de un tratado de esa naturaleza.

Hablar de comunidad política, entendida como una sociedad que se desarrolla en un sistema democrático en tanto aquella no puede existir sin aquel, requiere diferenciar dos aspectos sobre los cuales puede caracterizarse el mismo y que en lo sustancial, tanto Montesquieu y Tocqueville describieron en su tiempo como una distinción básica: la “naturaleza” y “principio” del gobierno democrático.

El primero hace a su estructura, a la conformación de los poderes y la relación entre estos; el segundo, tiene que ver con el involucramiento de los ciudadanos en la cosa pública, cómo estos actúan frente al poder constituido y entre sí[17].

Ambos están indisolublemente ligados. La efectiva vigencia del sistema democrático no puede asegurarse si no es con lo que hoy denominamos “participación ciudadana” o “control social de la gestión de gobierno”. No sin antes advertir, que más allá que algunos modos de participación ciudadana se encuentran institucionalizados (audiencias públicas para la determinación de tarifas del servicio público, referéndum, plebiscito, la figura del amicus curiae, etc.) en la distinción que se refiere, el “principio” del gobierno democrático tiene que ver con la virtud pública; esto es, al compromiso ciudadano de comportarse con responsabilidad, consciente de sus derechos y deberes como sujetos que coadyuvan a la realización del Bien Común. No es, por lo tanto, un concepto jurídico, sino ético-filosófico referido a la responsabilidad de todos y cada uno de los miembros de una sociedad, individual y comunitariamente considerados[18].

Analizaré exclusivamente el primero de estos elementos. Pasaré revista a las ideas y acontecimientos que terminaron definiendo un nuevo modelo de estructura del Poder para referirme más adelante a la actuación del aparato administrativo a través del cual se manifiesta la voluntad estatal frente a los administrados, y los mecanismos previstos para garantizar la razonabilidad de las decisiones administrativas en la gestión pública, y cómo la justicia y el contencioso administrativo constituyen un baluarte para evitar el “despotismo administrativo” y preservar el sistema democrático.

b.1. – El ideario político del siglo XVIII (primera aproximación). El Poder, en términos generales, es un dato de la realidad y consustancial al obrar humano. Las personas tienden, por naturaleza a ejercer poder sobre otras o sobre las cosas y, también es una realidad incontrastable que tienden cada vez a ejercerlo con mayor fuerza; más poder, mayor control. Su crecimiento puede ser exponencial, salvo que otra fuerza tanto o más poderosa lo diluya o controle.

El modo de cómo se controla, los medios para neutralizarlo o tornarlo eficiente en términos políticos, no fue racionalizado sino hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Con anterioridad, aun en las formas políticas más antiguas, con la excepción del mundo griego, el Poder político se expresó omnímodamente, sin mayores atajos para controlarlo, salvo la fuerza.

La Revolución Francesa, ese giro copernicano en la concepción política del Poder y que tan claramente describe García de Enterría en “La lengua de los derechos…”[19] abreva en las ideas desarrolladas por Rousseau y Locke, pero en la que la fuerza tampoco estuvo ausente. La expresión de los diputados del tercer Estado en los prolegómenos de la Revolución afirmando que están ahí por voluntad del pueblo y “no saldremos más que por la fuerza de las bayonetas” ante la intimación del Rey, los acontecimientos del 14 de julio de 1789 y la denominada época del Terror, son datos que refleja la tensión que produce la lucha por el Poder, aun con la ley en la mano. Como dato, porque nos toca de lleno, imposible es dejar de recordar que la impiadosa conquista de América, enmarcada en la lucha por el Poder en el mundo de ese tiempo, generó que filósofos y juristas españoles, como Bartolomé de las Casas, Suarez y otros formularan las primeras precisiones sobre lo que sería el Derecho Internacional moderno y la idea de que la justicia de una norma jurídica radica en que no sea arbitraria y se dirija al bien común[20].

No obstante, en lo que aquí interesa como dato relevante, la sustitución de la voluntad regia por la Asamblea General Constituyente constituye el paso más trascendental en la concepción del Poder. Transcribe el jurista español en su libro una frase de Robespierre que encierra el espíritu de ese hito revolucionario: “Ha comenzado la más bella revolución que haya honrado nunca a la humanidad; mejor dicho, la única que ha tenido un objeto digno del hombre, el de fundar al fin sociedades políticas sobre los principios inmortales de la igualdad, de la justicia y de la razón…”.

La teoría política que precede a la revolución francesa toma vigor a partir del conocimiento que los teóricos como Voltaire, Montesquieu y Rousseau adquieren de la revolución inglesa y del sistema político que la refleja.

Luego de la revolución de 1688, y después de una dura contienda entre los partidarios del absolutismo (Tories) y los defensores de la revolución (whigs) y el establecimiento del gobierno parlamentario se confirma la idea de la libertad individual y la limitación del Poder, la entronización de la Razón y la creencia que los derechos naturales y la igualdad son límites infranqueables para un gobierno. Si son traspasados o vulnerados, ese gobierno será tiránico.

Estas ideas, formuladas teóricamente por Locke, y asimiladas por los doctrinarios franceses, causan impacto, no solo en los franceses sino en la monarquía y constituyen el fermento base de la Revolución[21].

Los ecos de la revolución francesa permiten revelar, luego de un proceso tumultuoso, la reafirmación del principio de la división de poderes en la particular visión del país galo, así como también la centralización administrativa en el poder ejecutivo.

b.2.-El legado jurídico político de la revolución francesa (segunda aproximación). La Revolución Francesa produjo tres modificaciones que reconocen una realidad que hunde sus raíces en el período anterior, denominado “Antiguo Régimen” (1551-1789): 1) La ley 16 del 24/8/1790 por la cual se estableció la separación de las funciones administrativa y judicial y la prohibición a los jueces de perturbar la actividad de los cuerpos administrativos. Los jueces no podrán en adelante juzgar la actuación administrativa; 2) La reorganización de las estructuras administrativas según los criterios de uniformidad, centralización y jerarquía y, 3) La creación del Consejo de Estado con funciones de propuesta legislativa y de consulta del Ejecutivo; esta última sobre asuntos contenciosos (sistema de justicia retenida)[22].

Las razones de esa ley son acabadamente detalladas por Tocqueville en su célebre libro “El antiguo régimen y la Revolución”, pero recuerda que tal “innovación” era práctica corriente con anterioridad a la revolución. En el Capítulo IV que titula:” Que la justicia administrativa y la garantía de los funcionarios son instituciones del Antiguo Régimen” consigna que la imposibilidad de someter por ambición o por miedo a los jueces e impedir que estos intervinieran en asuntos que interesaban directamente a su poder, determinó que el Rey creara a su medida tribunales. Así cualquier querella que pudiera derivar de la aplicación de una resolución regia sería sometida a decisión de los intendentes y del Consejo (“Ordena además Su Majestad que todas las querellas que pudieran ocurrir por la ejecución del presente acuerdo, sus circunstancias y secuelas sean presentadas ante el Intendente, para ser juzgadas por él, salvo apelación del Consejo. Prohibimos a nuestras Cortes y tribunales tomar conocimiento de ellas”).

Como el Consejo, de ordinario, se avocaba al conocimiento de esas causas, la excepción se hizo regla, y “así se establece, no en las leyes, sino en el espíritu de quienes la aplican, como máxima de Estado, que todos los procesos en los que se halle involucrado algún interés público, o que nazcan de la interpretación de un acto administrativo, no son de competencia de los jueces ordinarios, cuya única función consiste en fallar entre intereses particulares. En esta materia, lo único que hemos hecho es encontrar la fórmula, pues la idea pertenece al Antiguo Régimen”[23].

La Ley 16-24 de agosto de 1790, prescribía: “… las funciones judiciales son distintas y permanecen siempre separadas de las funciones administrativas. Los jueces no podrán dictar penas por prevaricación, turbados de alguna manera más que por las operaciones de los cuerpos administrativos, ni citar ante ellos a los administradores debido a sus funciones”.

Históricamente, el contencioso francés atraviesa tres etapas claramente diferenciadas: La primera aparece con el Reglamento de Litigios en el Año III, que se confía a la propia Administración; la etapa de la Justicia retenida en el Año VIII con la consagración de los Consejos de Prefectura y del Consejo de Estado, cuya decisión está supeditada a la aprobación previa de las autoridades; por último, la ley de 24 de mayo de 1872 autoriza al Consejo del Estado a tomar decisiones ejecutorias, etapa que se conoce como Justicia delegada. La jurisdicción administrativa así, queda en manos del Consejo del Estado, como Juez propio y verdadero que decide. Finalmente, con el Arrêt Cadot (13 de diciembre de 1889) el Consejo del Estado se reconoce a sí mismo como Juez común de los litigios administrativos en primera instancia.

Más allá de la cuestión histórica que describe Tocqueville y la valoración que de la misma efectúa, ese proceso del contencioso francés importó una delimitación de la jurisdicción administrativa de la judicial. Poniendo énfasis en la idoneidad, la doctrina clásica sostuvo que el deslinde de competencias en el sentido expuesto garantiza que los intereses públicos sean debidamente ponderados, al tiempo que también es garantía para los particulares pues la independencia de los órganos administrativos están especialmente capacitados para reconocer los derechos de aquellos, como no lo están los tribunales ordinarios[24]; no obstante, García de Enterría, con la claridad conceptual que lo caracteriza, da cuenta de la crisis del paradigma francés en materia de justicia administrativa y advirtió la existencia de un “nuevo paradigma”. Dirá: la justicia administrativa no es un abstracto proceso a un acto administrativo aislado que efectúan órganos especializados de la propia Administración o acaso jueces amedrantados ante la maiestas administrativa o atados por mil lazos en el ejercicio de su función por el supuestamente insólito hecho de que el poder público tenga que rendir cuentas ante el Derecho; por el contrario, es un proceso plenario a la Administración como sujeto por parte de otro sujeto en vista de obtener una tutela judicial efectiva y completa a sus derechos e intereses legítimos…”[25].

El sistema de derecho administrativo, y que se transformará en modelo para toda Europa, emergió en una etapa predemocrática, pero el ideario que sentó la Revolución Francesa constituyó las bases de este; proceso, claro está, que duró dos siglos desde los albores de aquel trascendental evento político.

a.- El concepto de Estado eficaz: El paradigma del consenso, que no es nuevo, por cierto, sino consustancial al sistema democrático, constituye la nota modal que tipifica a éste, y que encuentra su quicio en la dinámica política de la sociedad democrática en la eficacia de la acción gubernamental y la confianza legítima que genera en sus miembros para otorgar legitimidad política.

          El Estado, en particular la administración moderna, se encuentra fuertemente vinculada por el principio de eficacia como condición de legitimidad de su actuación y se desprende de la naturaleza misma del sistema democrático el concepto de “exigencia social”, a la luz de la nueva concepción del Hombre como vértice nuclear del orden jurídico.

Exigencia social que implica gestión pública llevada a cabo con eficacia y eficiencia; conceptos estos últimos íntimamente relacionados. Que el Estado sea eficaz implica que el gobierno sea efectivamente eso: gobierno. Es decir, organización, un marco político y administrativo estable y en funcionamiento, instituciones políticas adecuadas y una administración pública efectiva[26]. En otros términos “un verdadero proveedor de servicios a la comunidad”.

Desde el punto de vista político, que el Estado sea eficaz requiere consenso como método de resolución de los conflictos y la definición de la agenda pública, al tiempo que otorga legitimidad al gobierno en el ejercicio de la gestión pública. No me refiero, válido es aclarar, a la legitimidad racional, legal o de origen, sino a aquella que se obtiene precisamente por la eficacia de la gestión de gobierno, y cuando hablamos de consenso tampoco me refiero a la que se identifica con mayoría política, sino a la que se deriva del diálogo y la participación de los diversos actores sociales, políticos y económicos.

La ecuación consenso-eficacia-legitimidad, reitero, es consustancial a un orden político democrático. Para que este paradigma del consenso sea viable el Estado debe garantizar que su aparato administrativo obre bien, que actúe en el marco de la juridicidad y decida en tiempo razonable, exigencias que también deben cumplir los restantes poderes del Estado.

La idea de un Estado eficaz, por cierto, no es nueva ni ajena a nuestros antecedentes constitucionales. Así, se señala que en el informe de la Comisión Examinadora de 1860 se consigna: “La Comisión al proyectar esta serie de reformas ha estado muy distante de participar de las creencia vulgar de que cuanto más restringidos se hallen los poderes, tanto más garantida estará la libertad. Por el contrario, ella piensa que los poderes han sido instituidos para garantir la libertad, y para que su acción sea eficaz es indispensable que tengan los medios de influir sobre los hombres y las cosas, moviéndose libremente dentro de las órbitas trazadas por la ley”[27].

Conviene aquí hacer una breve disgresión. El concepto de eficacia aplicado a la gestión de gobierno, o para ser más preciso, del Estado, lejos está de poder ser subsumido en un modelo gerencial. Ser eficaz es hacer las cosas bien, y que su resultado sea el mejoramiento de la calidad de vida del ciudadano, pero no está desligado del concepto de eficiencia. La noción de “costo”, ligado a la idea de la utilización o comprometer menos recursos o la utilización de insumos, que no es despreciable, resulta, no obstante, mezquina en términos políticos. En la acción estatal, y desde lo político, existen bienes intangibles que deben tenerse en cuenta para valorar si aquella es eficaz y eficiente. Una acción de gobierno no será eficaz si compromete, deteriora, o perjudica bienes intangibles, tales como la confianza, la solidaridad, la fidelidad al sistema democrático, o bienes comunes como la biodiversidad, la información, etc.[28]. Y ello es así porque el Estado, como promotor del bien común, no puede promover acciones aisladas, aunque lo intentara, pues en definitiva cualquier acción en un sentido determinado impacta de una manera u otra en la sociedad.

b.- La administración pública en el siglo XXI. Supo expresar Paul Valery que toda política implica alguna idea del hombre, y toda administración también. Aunque el concepto “Política” sea multifacético es indudable que es parte de la propia condición humana. Y en tanto las personas se relacionan y actúan según sus intereses y necesidades, la política se relaciona con el ejercicio del Poder[29] y el modo de satisfacer los intereses generales de una comunidad política.

          El modo en que se relacionan, los comportamientos entre quienes mandan y obedecen es un tema central en el estudio de la Política. Sujeto a estándares éticos o independientes de la Moral, desde Aristóteles hasta Maquiavelo su análisis siempre ha tenido en cuenta, precisamente, una idea del Hombre.

          Como corolario de ello, la Administración no puede ser ajena a ello, en tanto aquella no es sino instrumental para alcanzar objetivos establecidos desde el Poder, en ejercicio de una determinada política; de una concepción del Hombre y del mundo (aunque muchas veces, en la práctica, no parezca ser así).

          Tan es así, que un simple repaso a nuestra historia reciente nos ofrece una clara perspectiva acerca de la indudable interacción entre el Poder (Política) y el Derecho (normatividad), pues sobre este último se revela el carácter instrumental de la Administración Pública.

          Cabe recordar, en tal sentido, que, en el siglo pasado, a partir de los ochenta, los males se identifican con “lo público” y la solución está en “lo privado”. Así, fue de toda lógica suponer que debía reducirse el ámbito del Derecho Público a lo indispensable o absolutamente indisimulable. Para ser más preciso, esa huida del Derecho Público tuvo como finalidad, evitar el control judicial e imponer el carácter subsidiario de este respecto del Derecho Privado.

          La profunda transformación operada a partir de 1989 –en la que también incursionaron la casi totalidad de los países latinoamericanos y del mundo- implicó el rediseño del Estado y de las relaciones entre éste y la sociedad[30].

          La globalización logró instalar una concepción fundamentalista, que asignaba al Estado un rol muy exiguo y puramente garantista, en donde lo único que le quedaba por hacer era trasmitir buenas señales a los actores económicos que deciden en el mundo y tratar, en consecuencia, de ser sujeto de sus decisiones de inversión. Las fronteras nacionales habrían sido borradas, los centros de decisión estarían más allá de los Estados nacionales y la única forma sería acomodarse a estas señales organizando el sistema a nivel nacional en función de los sectores globalizados[31]. Una concepción del Hombre y de cómo debe funcionar la Administración; una concepción del Estado[32].

          No obstante, nos situemos en la esfera de un Estado librecambista o de un Estado regulador, progresista o como prefiera denominárselo, la globalización, el panóptico informacional y la nueva concepción sobre el Hombre y su consideración como átomo primordial en el sistema democrático, encuentra en la lucha contra las inmunidades del Poder su cauce para repensar y dejar atrás la idea de la inmunidad sobre la que se asentaba la primacía de la Administración Pública (Estado) sobre el ciudadano. Como bien lo ha expresado García de Enterría, la demolición sistemática de esos círculos de inmunidad será la gran obra del siglo XX, refiriéndose al poder reglamentario, la potestad discrecional y los denominados actos políticos. Y aun cuando ese proceso de demolición encuentre focos de resistencia en la Justicia, no es allí donde los ciudadanos encuentran hoy, el primer desafío para la efectiva vigencia de sus derechos.

          El nuevo escenario en el que se desarrolla la gestión pública importa la existencia de poderes fácticos (la concentración empresarial, el control de los flujos informativos, los variados contenidos culturales que irradian sobre la sociedad, la cooptación de funcionarios por los carteles de la droga, el tráfico de armas, etc.; e incluyo también la relatividad moral como dato justificante de la política pública, inasible, en principio para la norma jurídica) que configuran una mapa social difícil de aprehender por la norma jurídica, y de compleja resolución para el poder público.

          La Administración Pública, tiene característica ameboide. Su estructura organizacional es, y lo será aún más en el futuro, compleja, desagregada y esencialmente contingente. Cada órgano, cada estructura componente de ella responde, en virtud del principio de unicidad, a un centro o comando único; sin embargo, al mismo tiempo cada una de ellas persigue finalidades instrumentales específicas, y adoptan formas propias para su funcionamiento y la correcta articulación para el logro de los cometidos públicos. Es cambiante y se reconfigura permanentemente. Y está bien que así sea, pues su obrar eficaz y eficiente es una exigencia social.

          Para cumplir sus fines de ordenación y regulación, la Administración Pública debe adaptar su estructura orgánica funcional en aquellos sectores más expuestos, debido a esas fuerzas gravitacionales que condicionan su actividad; abordar, a través de determinados órganos, aspectos que otrora resultaban inimaginables pero que actualmente resultan una exigencia normativa estrechamente relacionada con el concepto de cooperación que preside la relación entre los Estados en cuestiones que resultan de indudable interés común.

Sin embargo, la creación de nuevos entes u organismos no basta por sí mismo para garantizar la eficacia administrativa. Requiere, además, que actualice la formación de los servidores públicos, y genere con creatividad y evidencia empírica un modelo que responda a los desafíos propios de la comunidad política. Ello es primordial para asumir el deber prestacional que de ella se requiere y satisfacer así necesidades de naturaleza social y económica. La intervención administrativa en estas cuestiones se torna ineludible ante circunstancias imprevisibles o extraordinarias que de manera actual o inminente afecten o vulneren el goce y disfrute de los bienes comunes.

Archivada ya la idea de que la Administración Pública debía reconfigurarse como si fuese una empresa privada, y en tanto aquella justifica su existencia en su naturaleza vicarial, el siglo XXI nos ha traído fenomenales desafíos de difícil resolución. De modo tal, que resulta esencial su fortalecimiento para hacer frente a tales retos. Sin embargo, el ciudadano no tiene confianza en las instituciones políticas; percibe que acceder a la Administración Pública para la defensa de sus derechos es casi una utopía. Es precisamente su actuación frente a una pretensión o reclamo, individual o social, o su obrar remiso, ineficaz o aletargado la razón por la cual se desvanece el capital social, pone en crisis la confianza pública y favorece la fragilidad del sistema democrático.

Pese a la ganada aversión que se ha ganado la Administración Pública, diríase en todas las latitudes, no deja ser el baluarte indispensable para alcanzar los cometidos públicos, y mediante ellos, asegurar los derechos fundamentales de las personas.

Ello no invalida como falsa aquella idea que, si se reduce el Estado, se fortalece la sociedad. Por el contrario, si la idea que preside no solo el obrar estatal sino la comunidad misma es la progresividad de los derechos fundamentales, la consolidación de una Administración ágil y fuerte es condición necesaria, junto con un eficaz ejercicio de la función pública que le compete a la Justicia, para garantizar las libertades y derechos de cada ciudadano y la centralidad del sistema democrático.

Así como debe negársele toda inmunidad al Poder, debe otorgársele todas las capacidades y competencias necesarias para fortalecer su funcionamiento en la búsqueda del Bien Común y la defensa de los bienes comunes[33]. La primera cuestión nos remite a la normatividad (Derecho) y el valor Justicia; en especial la arquitectura del derecho administrativo y de la Justicia Administrativa. La segunda, tiene que ver con el Poder (Político), su efectividad, legitimidad y consenso.

3.-La justicia administrativa

a) Origen y evolución:  Mayoritariamente los autores reconocen que el Derecho Administrativo se origina en la Revolución Francesa; García de Enterría no sólo afirma tal postura, sino que postula que todo el Derecho Público contemporáneo tiene su punto de partida en ese movimiento revolucionario. Este evento trascendental del siglo XVIII ha aportado, expresa el aludido jurista, un discurso totalmente nuevo para explicar las relaciones entre los hombres y su organización social y política como materia de Derecho, y que a partir de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano deriva en línea recta el corpus iure civitatis o publicum que faltaba en relación con el pasado inmediato y sobre la base de tres grandes principios: el origen del poder, los límites del poder y la organización del poder.

En efecto, el derecho público del Antiguo Régimen podía resumirse en la célebre frase: Todos están obligados en algo al Rey, el Rey no está obligado nunca con ninguno. Las únicas relaciones jurídicas estaban relacionadas con el Derecho Privado; el Rey estaba eximido de las leyes positivas (princeps legibus solutus est). Domat, afirma que el orden público es la obra de Dios mismo, que dispone del gobierno de todos los estados, que da a los reyes todo su poder, y alude a la veneración, obediencia y fidelidad que le deben los súbditos al Príncipe[34].

De tal modo, la Revolución Francesa propicia un giro copernicano en las relaciones de mando y obediencia. El poder ya no será divino, sino que vendrá de los hombres (“El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación”); los representantes no ejercen el poder sino por delegación; la juridización del Poder (“La ley no tiene el derecho de prohibir más que las acciones perjudiciales a la sociedad...nadie puede ser forzado a hacer lo que la ley no manda”...”la ley debe ser la misma para todos, tanto si castiga como si protege”…”todos los ciudadanos son iguales ante ella”. ” Ningún hombre puede ser acusado, detenido o encarcelado más que en los casos determinados por la Ley y según las formas que ésta prescriba”).

El derecho administrativo como rama especial del Derecho Público marcará un cambio sustancial en orden a la organización administrativa. Así, el funcionario de la Corona pasará a ser el funcionario del Estado, los órganos de la Corona serán órganos del Estado, la fuerza del Acto del Príncipe se transformará en disposición administrativa[35]. Sin embargo, como bien afirma este autor el Estado liberal en ciernes, producto de la Revolución Francesa se desarrollará bajo dos principios: la igualdad jurídica formal y la desigualdad política en la que esta última prevalecía en virtud de una legislación administrativa autoritaria[36]. Esta idea es compatible con la opinión que vertiera Alexis de Tocqueville en su libro “El antiguo régimen y la Revolución” y al que hice referencia más arriba[37].

En el orden instrumental la Revolución Francesa produjo tres modificaciones sustanciales:

  • La ley 16 del 24/8/1790 por la cual se estableció la separación de las funciones administrativa y judicial y la prohibición a los jueces de perturbar la actividad de los cuerpos administrativos. Los jueces no podrán en adelante juzgar la actuación administrativa[38].
  • La reorganización de las estructuras administrativas según los criterios de uniformidad, centralización y jerarquía.
  • La creación del Consejo de Estado con funciones de propuesta legislativa y de consulta del Ejecutivo; esta última sobre asuntos contenciosos (sistema de justicia retenida).

El derecho administrativo se consolidará a partir de la segunda mitad del siglo XIX en virtud de tres factores;

1. La especialidad del derecho relativo a la Administración.

2. La atribución de controversias relativas a la Administración-Autoridad a un juez especial: el Consejo de Estado (sistema de justicia delegada).

3. La reafirmación del principio de legalidad; el sometimiento de la Administración a la Ley. El principio de legalidad define y limita la autoridad de la Administración sobre el ciudadano.

La especialidad del Derecho Administrativo se afirma en el Arret Blanco de 1792, considerado la piedra angular de esta rama. Esta decisión importa: a) la autonomía del Derecho Administrativo respecto del Derecho Privado; b) la autonomía del juez administrativo frente al Derecho privado; c) enuncia el criterio de atribución de la competencia al juez administrativo (criterio del servicio público).

          La Ley 16-24 de agosto de 1790, prescribía: “… las funciones judiciales son distintas y permanecen siempre separadas de las funciones administrativas. Los jueces no podrán dictar penas por prevaricación, turbados de alguna manera más que por las operaciones de los cuerpos administrativos, ni citar ante ellos a los administradores en razón de sus funciones”. No hay que olvidar, que el Consejo de Estado dotado de funciones jurisdiccionales tiene una razón de ser esencialmente política. Napoleón no quería que los tribunales del Antiguo Régimen, integrado por el clero y la nobleza, obstaculizara la marcha de su proceso revolucionario; razón por la cual, en una particular visión de la división de poderes, le dio esta función al Consejo de Estado, el que, según la Constitución del Año VIII, integraba una de las cuatro Asambleas que constituían el Poder Legislativo (las restantes eran el Tribunado, el Cuerpo legislativo y el Senado).

Existe en el contencioso francés tres etapas claramente diferenciadas: La primera aparece con el Reglamento de Litigios en el Año III, que se confía a la propia Administración; la etapa de la Justicia retenida en el Año VIII con la consagración de los Consejos de Prefectura y del Consejo de Estado, cuya decisión está supeditada a la aprobación previa de las autoridades; por último, la ley de 24 de mayo de 1872 autoriza al Consejo del Estado a tomar decisiones ejecutorias, etapa que se conoce como Justicia delegada. La jurisdicción administrativa así, queda en manos del Consejo del Estado, transformando a este organismo en Juez propio y verdadero que decide. Finalmente, con  el Arrêt Cadot (13 de diciembre de 1889) el Consejo del Estado se reconoce a sí mismo como Juez común de los litigios administrativos en primera instancia[39].

Pero el contencioso administrativo francés será objeto de reformas trascendentales[40]. Este conjunto de reformas tiene una lectura clara: Si la justicia administrativa puede ordenar obligaciones de hacer concretas (injunctions), si puede dictar medidas de carácter positivo, y aún más, imponer astreintes en caso de inejecución de una injunctions, es evidente que al viejo dogma del carácter revisor de las sentencias de los jueces sobre decisiones administrativas le han extendido carta de defunción.

Además, el contencioso de anulación por exceso de poder, aspecto del contencioso administrativo francés sobre el que se edificó el aludido dogma, ha adquirido a partir de estas reformas una nueva configuración. Ya no se trata de un recurso objetivo, de un proceso al acto, sino precisamente del ejercicio de un derecho y una pretensión que puede ir más allá de la anulación del acto cuestionado. La reforma legislativa ha sido un paso trascendental en el camino de la plena jurisdicción y la vigencia del principio de tutela efectiva.

b) La justicia (contencioso) administrativa en nuestro país. Antecedentes y evolución:

En principio, una aclaración sobre por qué  el encomillado de “contencioso”. Lo  primero que corresponde expresar es que, en la relación Persona-Administración Pública la idea del régimen jurídico exorbitante, más allá de establecer como principio que el derecho administrativo exorbita el régimen jurídico de derecho privado; esto es, una cierta carta de identidad para demostrar su autonomía, con reglas y procedimientos propios, lo cierto es que establece una superioridad, sustentado exclusivamente sobre las prerrogativas púbicas que refleja que la Persona se encuentra en una situación de desventaja,  frente al Poder (Estado). No es del caso analizar esta fórmula que identifica al régimen administrativo pues refiere a un marco histórico político determinado que no se condice con el nuevo derecho público, en especial con las normas internacionales sobre los derechos fundamentales de las personas.

No obstante, en la base de esa idea, ya desechada (aun cuando los jueces siguen utilizándola), radica asimismo la necesidad de distinguir al “contencioso administrativo” de la noción de justicia administrativa.

El concepto del “contencioso administrativo” es sin duda producto de la utilización de las fuentes y, así como se sigue insistiendo en la Constitución norteamericana para interpretar nuestra Constitución pese a la oportuna aclaración que hiciera Alberdi que, dicho sea de paso, es quien diseñó nuestra Ley Fundamental, también hemos acudido al derecho francés para explicar e interpretar el derecho administrativo y dejar de lado el origen de nuestro sistema judicialista, tributario del derecho español desde la colonización misma. Amén de que, en la justicia civil, comercial, penal, laboral, etc., mayoritariamente todos los procesos son contenciosos, salvo los denominados “voluntarios”, claro. ¿Por qué no habría de serlo en la justicia administrativa?

Más allá de ello, concebir a la justicia administrativa como una mera instancia revisora de la conducta de la Administración Pública, hizo que todo se redujera en un proceso al acto administrativo con prescindencia de otras consideraciones fáctico-jurídicas, como por ejemplo las facultades discrecionales. Y en ello se basó, durante mucho tiempo el denominado “contencioso administrativo”. Ello, como expresa Cassagne, no sólo implica, en los hechos, atribuir a la actividad administrativa el mismo grado de estabilidad de las sentencias de los jueces que hacen cosa juzgada, sino que conculca la regla del control judicial suficiente (base de la defensa en juicio) y el moderno principio de la tutela judicial efectiva[41].

Se identificó de tal modo, a la justicia administrativa con el denominado proceso contencioso administrativo que persiste esta denominación errada y que, conceptualmente, no responde al sistema judicialista. El proceso contencioso administrativo alude a aspectos formales (procesales) del proceso administrativo, más no al trámite en sí mismo. Por lo tanto, como bien lo ha reafirmado Gordillo para evitar la confusión terminológica debe eliminarse toda referencia a lo “contencioso administrativo” y hablar de derecho procesal administrativo y de proceso administrativo[42]. En consecuencia, ello será jurisdicción de la Justicia Administrativa.

Dicho esto, prosigo afirmando que la Revolución de Mayo, tuvo significado trascendente respecto a la administración de justicia en nuestro territorio. No solo importó el grito primigenio de nuestro deseo independentista; el calificativo de “revolución”, siempre ligado al proceso político, pocas veces ha sido reparado como un corte transversal en la administración de justicia en nuestro país.

El derecho indiano, a partir de ese acontecimiento comenzó a languidecer hasta ser borrado. En el mismo era posible distinguir entre justicia administrativa (Hacienda, Guerra, Gobierno) a cargo de funcionarios políticos, y justicia ordinaria.

Al crearse las Intendencias en el Virreinato, a fines de 1783, a los Intendentes se les otorgó competencia exclusiva en los pleitos relativos al fisco y de carácter administrativo. De modo tal, que se configuraron dos jurisdicciones: una propiamente judicial, y otra administrativa. A la primera correspondían los juicios civiles y comerciales del fuero ordinario; la jurisdicción administrativa entendía en todos los asuntos en los que estuviera interesado el fisco (impuestos, contrabando, aduana, etc.), y las cuestiones de gobierno o derivadas de problemas administrativos[43].   

El procedimiento judicial, en general,  en casos de poca entidad eran sumarios, “a verdad sabida y buena fe guardada”, salvo en cuestiones de mayor trascendencia, en los que la Audiencia disponía un trámite ordinario. Pero, como principio general, el proceso mantenía el esquema clásico, tal como lo conocemos (demanda, contestación, prueba y sentencia) y costas a cargo del vencido. Estos procedimientos y procesos estaban claramente prescriptos por las Partidas; incluso hasta el “tormento” en las causas penales[44].

El gobierno patrio no modificó, en esencia, el régimen judicial existente. La materia contencioso-administrativa quedaba reservada a la Administración[45]; sí  se introdujeron modificaciones orgánicas y cambios de funcionarios, tanto en la justicia ordinaria como en la justicia administrativa.

Así, en el orden civil, por ejemplo, se sustituyó el nombre de la “Audiencia” por el de Cámara de Apelaciones, y en las ciudades que no existía esa Audiencia, se creó la “Alzada de Provincia” que la componía el jefe del gobierno local y dos civiles elegidos por las partes.

Para facilitar el avenimiento de las partes se creó el Tribunal de Concordia como paso previo a la intervención de la Justicia.

Entre 1810 y 1817 se dictaron innumerables disposiciones reglamentarias que asignaban y reasignaban competencias a los alcaldes de hermandad, a las Cámaras y otros tribunales especiales.

Del mismo modo la jurisdicción administrativa no sufrió modificaciones sustanciales; el régimen legal fue el mismo; las circunstancias políticas en el período 1810-1817 determinaron fundamentalmente el cambio de nombres o instituciones políticas sobre las que recaían las funciones jurisdiccionales pero los asuntos contenciosos administrativos se mantenían en el ámbito administrativo; así sucesivamente fue el gobernador intendente (1812), el Supremo Poder Ejecutivo (1813); el Director Supremo (1815/1817); sin embargo el Reglamento de 1817 transfirió a la Cámara de Apelaciones las causas administrativas.

Por último, con la vigencia de la Constitución de 1853, el viejo artículo 97 (ex 100 de su reforma en 1860; actual 116)  dio competencia a la justicia federal para entender en los juicios contenciosos en los que la Confederación sea parte y en los casos de almirantazgo y jurisdicción marítima, circunstancia que determinó que la justicia administrativa fuese transferida a la justicia ordinaria.

El sistema judicialista se imponía así, y confirmaba la tendencia que ya habían iniciado la Constitución de 1819 y 1826.

En consonancia con lo prescripto por la Ley Fundamental, las leyes 27 y 48 (de Organización de la Justicia Nacional) atribuyeron a la justicia nacional las causas en que la Nación sea parte.

Es vital, en orden a la institucionalidad del sistema judicialista el debate en la Cámara de Diputados entre el diputado Zavalía (que rechazó el artículo aprobado por el Senado en el que se atribuía a los jueces nacionales todas aquellas causas en que la Nación o un recaudador de sus rentas sea parte actora, consagrando el principio de inmunidad soberana) (el subrayado es propio), y el diputado Elizalde como miembro informante de la Comisión de Legislación sobre la imposibilidad legal que se derivaba de dicha cláusula de que pudiese el Estado ser parte demandada. El debate se centró en dos posiciones: que la Nación no podía ser demandada ante los tribunales fundada en el principio de la división de poderes, mientras que Zavalía sostuvo que la Constitución no hacía distingo alguno y por lo tanto correspondía admitir la calidad de demandada del Estado. El triunfo de la posición alentada por Zavalía permitió la consagración legal de la demandabilidad del Estado[46]. Luego la Corte Suprema de Justicia, diría otra cosa y reabriría el camino para otra discusión: el consentimiento previo de la Administración para ser llevada a juicio ante un tribunal de justicia[47], que desembocaría en el requisito del reclamo previo, la figura del silencio por mora y el carácter meramente declarativo de la sentencia. En lo que entiendo como una clara desobediencia a nuestra Ley Fundamental, la Corte le hizo decir a nuestra Constitución, lo que sus miembros pensaban o creían debía ser, pero no lo que en realidad estaba escrito.

Lo cierto es que, ante la posición de la Corte en el sentido de no admitir una demanda contra la Nación que no tuviese el consentimiento de esta, se debatió en el Congreso de la Nación, ante la presentación efectuada en 1875 por Aguirre, Carranza y Cía.,- quienes solicitaron una reparación pecuniaria por la provisión de suministros al Gobierno de la Confederación y, en caso negativo, se le autorizara para demandar judicialmente a la Nación-, si el órgano legislativo tenía facultades para acordar esa autorización. Sobre la base de que no podía otorgársele al Poder Ejecutivo la facultad de ser juez de sus propias decisiones, el Congreso dictó la Ley 675 por la cual se autorizó a los requirentes a promover ante la Justicia Nacional el reclamo pertinente.

Pero en el año 1900, el Congreso deja atrás la “venia legislativa” como requisito para demandar a la Nación, y consagra que en toda acción civil que se deduzca contra la Nación debe acreditarse la reclamación previa de los derechos controvertidos ante el Poder Ejecutivo, y su denegación por parte de éste (art. 1° ley 3952). En el artículo 2° consagró el silencio por mora, disponiendo que “si la resolución de la Administración demorase por más de seis meses después de iniciado el reclamo ante ella, el interesado requerirá el pronto despacho, y si transcurriesen otros tres meses sin producirse dicha resolución, la acción podrá ser llevada directamente ante los tribunales, acreditándose el transcurso de dichos plazos. La Ley remata con el carácter meramente declaratorio de las sentencias condenatorias (art. 6°).

Además, sin mencionarlo, al eliminar la venia legislativa para las acciones civiles contra la Nación en su carácter de persona jurídica, dejó intacto ese requisito si se demandaba a la Nación en su carácter de persona de Derecho Público (teoría de la doble personalidad del Estado). La cuestión fue definitivamente zanjada con la sanción de la Ley 11.634 que modificó el art. 1° de la ley  3952, eliminando definitivamente la venia legislativa y consolidando el reclamo administrativo previo[48].

Ya en 1972 se dictó la ley N° 19.549, que regula el procedimiento administrativo cuyos merecimientos han sido reiteradamente expresados por la doctrina argentina, más allá de los defectos que pueda pecar.

Su importancia radica en haber establecido un sistema orgánico inexistente hasta esa época, y sobre el cual se ha montado la relación entre la Administración Pública y la Persona. Una ley que debe ser valorada en ese contexto, aun cuando, como todo el derecho administrativo, adolezca de cierta finitud ab-initio. Cualquier crítica que pueda hacerse de la misma, no desmerece su trascendencia como hito en el derecho público argentino.

Ya con las modificaciones introducidas por la ley N° 21.686, “el Estado Nacional no podrá ser demandado judicialmente sin previo reclamo administrativo dirigido al Ministerio o Comando en Jefe que corresponda, salvo cuando se trate de la impugnación judicial de actos administrativos de alcance particular o general” (art.30), mientras que el artículo 32 establece una serie de excepciones al principio general[49].

Finalmente, a través de la ley de emergencia económica  N° 25.344 y su decreto reglamentario se modifica el sistema recursivo haciéndolo más complejo y disvalioso, acentuando la posición de privilegio del Estado en relación con los administrados, y transformándolo en un verdadero galimatías. Así, el art. 4° dispone que en todos los juicios en trámite deducidos contra el Estado Nacional y sus organismos centralizados y descentralizados “se suspenderán los plazos procesales hasta que el tribunal de oficio o la parte actora comuniquen a la Procuración del Tesoro de la Nación su existencia, carátula, número de expediente radicación, organismo interviniente, estado procesal y monto pretendido, determinado o a  determinar”; dispone la suspensión de los procesos hasta tanto la Procuración del Tesoro tome intervención, cuyo plazo es de 20 días en los procesos ordinarios, y de 5 días en el proceso sumarísimo, amparo y en materia previsional; las notificaciones podrán ser realizadas “por oficio, o a través del formulario que apruebe la  reglamentación o por carta documento u otro medio fehaciente; y dispone que “será nula de nulidad absoluta e insanable cualquier comunicación que carezca de los requisitos anteriormente establecidos o contenga información incorrecta o falsa¨. Respecto a las nuevas demandas entabladas contra el Estado Nacional, el art. 6 establece que cualquiera sea la jurisdicción que corresponda, se remitirá por oficio a la Procuración del Tesoro de la Nación copia de la demanda, con toda la prueba documental acompañada y se procederá, cumplido este acto, a dar vista al fiscal, para que se expida acerca de la procedencia y competencia del tribunal” (es decir el Procurador toma conocimiento de la demanda, incluso antes de que se expida el Fiscal sobre la procedencia de la acción), y a mayor abundamiento para garantizar el privilegio del Estado el art. 8° dispone que: “En las causas que no fuera menester la  habilitación de la instancia, se cursará de igual forma y manera la notificación a la Procuración del Tesoro de la Nación con una anticipación no menor de treinta (30) días hábiles judiciales al traslado de la demanda que se curse al organismo pertinente”. Sin embargo, esto no sería todo en el proceso involutivo de nuestro sistema de derecho administrativo. La Ley N° 26.944 de Responsabilidad del Estado sancionada un año antes de la ley de reforma del Código Civil establece en su artículo 1 que: “Las disposiciones del Código Civil no son aplicables a la responsabilidad del Estado de manera directa ni subsidiaria”; la Ley N° 26.854 sobre Medida Cautelares: el art. 4 requiere el informe previo de la autoridad pública que dé cuenta del interés público comprometido por la solicitud, el  art. 13 inc. 3  dispone que “El recurso de apelación interpuesto contra la providencia cautelar que suspenda, total o parcialmente, los efectos de una disposición legal o un reglamento del mismo rango jerárquico, tendrá efecto suspensivo…”, y como frutilla del postre el Código Civil y Comercial de la Nación ratifica, en ese sentido la disposición del artículo 1° de la ley 26.944. El artículo 1764 del Código Civil y Comercial de la Nación dispone: “Las disposiciones del Capítulo I de este Título no son aplicables a la responsabilidad del Estado de manera directa ni subsidiaria”; el artículo 1765 establece que la “responsabilidad del Estado se rige por las normas y principios del derecho administrativo nacional o local según corresponda”; el artículo 1766, a su turno dispone: Los hechos y las omisiones de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones por no cumplir sino de una manera irregular las obligaciones legales que les están impuestas se  rigen por las normas y principios del derecho administrativo nacional o local, según corresponda.

Quizás la cuestión más azarosa de las normas del Código Civil y Comercial radica en la posible desobediencia a lo dispuesto en el art. 126 de la Constitución Nacional más allá del carácter local del derecho administrativo[50].

La justicia administrativa como tal, tiene carta de nacimiento en una disposición transitoria (art. 20) de la Ley N° 12830 de fijación de precios máximos, y por la cual se dispuso que en las cuestiones derivadas de la aplicación de ésta sería competente la justicia federal hasta tanto se constituyeran los tribunales administrativos federales. Posteriormente, la ley N° 12.833 ratifica con fuerza de ley el decreto 946/46 por el cual se crearon los tribunales administrativos. No obstante, como hace notar Pedro A. Miguens[51], del propio decreto puede inferirse que la intención fue insertar esa estructura en el Poder Judicial de la Nación, ya que los jueces eran designados por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado y debían prestar juramento ante el Presidente de la Cámara de Apelaciones, la inamovilidad mientras dure su buena conducta, y su remoción debía ser por sentencia fundada por un tribunal compuesto por miembros de la Cámara de Apelación en lo Civil y de la Cámara de Apelación en lo Comercial.

Fue la ley N° 13.278 la que les otorgó a dos nuevos juzgados federales creados en la Ley de Presupuesto de 1948, competencia en materia contencioso-administrativa.

La ley 13.998 de Organización de la Justicia Nacional, sobre la base de los tribunales creados por la ley 12.833 sustituyó la nomenclatura por la de Juzgados Nacionales de Primera Instancia en lo Contencioso Administrativo atribuyéndole competencia en las causas “contencioso administrativas”.

En los sucesivo se dictaron innumerables leyes estableciendo recursos directos, transfiriendo competencias de una jurisdicción a otra, o disponiendo reglas sobre competencia en materia de medidas cautelares diferentes a la que los tribunales venían aplicando, generando un mosaico legislativo que conspira, como apunta Liliana Heiland con la prestación del servicio de justicia[52] y que generó un sinnúmero de conflictos en materia de competencia.

Al respecto, la Dra. Gabriela Laura Bordelois, expresó en un trabajo incluido en una obra colectiva, la necesidad de “realizar una breve reseña de las decisiones que en materia de competencia dictaron los jueces de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal”, que considera relevante ante la “ausencia de un código en lo contencioso administrativo federal”[53].

Esta necesidad no ha sido a la fecha aún satisfecha. La iniciativa presentada como proyecto para sancionar la “Ley de Organización y Competencia de la Justicia Federal con asiento en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las Provincias”, actualmente en tratamiento en el Congreso, propicia la unificación de los fueros Nacional en lo Civil y Comercial Federal y Nacional en lo Contencioso Administrativo Federal, ambos de la Capital Federal, bajo la denominación de fuero en lo Civil, Comercial y Contencioso Administrativo Federal con asiento en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, debido a la cantidad de conflictos de competencia que se suscitan entre ambos fueros, lo que atenta contra la celeridad, eficiencia y eficacia tan reclamada a la labor judicial[54].

Que no se haya previsto la conformación de una comisión redactora de un Código Procesal Administrativo en una ley que pretende reformar la justicia federal es, al menos, una omisión lamentable.

Desde hace tiempo se ha intentado codificar el proceso administrativo, pero, vaya uno a saber las razones, ninguna iniciativa logró llegar a buen puerto. Desde el punto doctrinario, mayoritariamente se ha concluido en la necesidad de ello, sin embargo, una y otra vez no se ha concretado[55].

Sin duda los tiempos han cambiado y, a partir de la reforma de 1994, el Estado Nacional se ha comprometido a cumplir con los pactos internacionales constitucionalizados por conducto del artículo 75 inc. 22 de nuestra ley fundamental.

El principio de progresividad de los derechos humanos y la condición de sujeto pasivo de esas obligaciones[56] determina que más que una necesidad es un deber instrumentar legislativamente normas que garanticen el acceso a la jurisdicción (habilitación de instancia, agotamiento de la vía, reclamo previo, etc.), la tutela judicial efectiva (cautelares, carácter del proceso según la pretensión que se deduce), demandabilidad del Estado y responsabilidad por daños y todo lo que ello encierra en el marco de un proceso contencioso concreto.

Un código procesal administrativo sigue siendo una asignatura pendiente[57].         

a) el control judicial de la administración pública. Criterios  Expresé más arriba (Ver I.b.1) que el Poder es consustancial al obrar humano, y que su crecimiento puede ser exponencial, salvo que otra fuerza tanto o más poderosa lo diluya o controle.

          La cuestión del control no fue sino racionalizado en términos políticos y jurídicos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Hoy nadie duda, que, sin control, no es posible asegurar el plexo de derechos y libertades de la ciudadanos, y que, si esto no se verifica en la realidad misma, es la propia Constitución la que se torna ineficaz. Tan es así que no se puede hablar de Estado de Derecho en tal circunstancia.

          “La demolición sistemática de los círculos de inmunidad” (el poder reglamentario, los actos políticos, y la potestad discrecional) se logrará recién en el siglo XX[58]. En la lucha contra tales inmunidades subyace la pertinencia del poder judicial en el control de la administración pública. ¿Cuál es su alcance, su ámbito de revisión de las decisiones administrativas?

          ¿Qué parámetros se utilizan para determinar el límite entre lo discrecional y lo razonable? ¿Cómo se pondera el criterio de la deferencia para determinar cierta flexibilidad en la valoración de una conducta administrativa? ¿Cuál es el margen de apreciación que tienen los jueces en la actividad de control de la administración pública? ¿Cómo opera ese control durante el proceso judicial?

          La complejidad de su tratamiento nos revela que más allá de cierta uniformidad en la definición de los conceptos, su interpretación y aplicación depende de cada sistema jurídico y del origen de la justicia administrativa que ha adoptado[59].

          Así, sobre el derecho norteamericano expresa Cristopher Edley Jr., que las partes del proceso y los jueces pueden discutir sobre la interpretación de la Ley en el esfuerzo por discernir el “propósito claro”, pero su discusión se reducirá a un criterio acerca de la medida en que el asunto debatido admitirá algún grado de discrecionalidad administrativa o requerirá algún grado de fundamento probatorio…con otras palabras, se puede discutir que se debe conceder alguna deferencia a la Agencia a la hora de aplicar el Derecho porque esas materias son “rutina administrativa”, reconducibles a la pericia técnica y a la experiencia y que la Agencia puede disfrutar de deferencia en la creación jurídica si sus acciones son consecuencia de una delegación legislativa o cuasi-legislativa”[60].

          El principio de la deferencia no es sino el estándar de interpretación relativo a la extensión que debe tener la revisión judicial en el derecho norteamericano. El leading case sobre el particular es el caso Chevron (467 U.S. 837- 1984) en el cual se debatió si el criterio judicial podía sustituir el criterio técnico de una agencia[61].

          En el derecho continental europeo, el principio de la deferencia se asimila a la discrecionalidad técnica en cuanto actividad valorativa fundada en reglas de una determinada ciencia o disciplina. Sin embargo, esa similitud es solo aparente porque esta solo es una de las variantes que puede asumir la discrecionalidad administrativa mientras que la deferencia es esencialmente un modo o estándar para determinar el alcance del control judicial en el derecho norteamericano. Sería por otra parte inconveniente y, aún más, riesgoso, extrapolar conceptos sin su debida adecuación que podrían llevarnos a dar un paso atrás en el largo camino recorrido en el control judicial de la Administración Pública[62].

          Sin duda, es el Juez quien tiene la última palabra, y en ese sentido podría afirmarse que su decisión es la única solución correcta, aun cuando no exista posibilidad alguna de demostración científica.  

          De modo tal que establecer ciertos criterios para determinar la razonabilidad de la conducta administrativa - que se expresa a través de actos administrativos y reglamentos fundamentalmente-, es quizás, una de la tareas más complejas y vertebral en orden al control del poder administrativo y la consecución de un Derecho Justo; esto es, de protección de los derechos fundamentales de las personas. No se trata, por cierto, en decirle al Juez cuáles son los límites para su razonamiento jurídico; se trata de indagar cuán dificultoso resulta establecer lo justo circunstanciado, máxime porque el ejercicio del Poder siempre está teñido de conveniencias políticas, muchas relacionadas con el Bien Común, otras con los intereses coyunturales en juego del gobierno de turno, y otras tantas por la indudable cooptación del sistema judicial por aquel. No reconocer esto es caminar ciego sobre una larga y tortuosa senda espinada y desconocer la natural imperfección humana; esa pasión irreductible que nos induce a actuar sin razones justificantes.

          Esta complejidad que forma parte de orden jurídico ha permitido expresar que “el control judicial debe revisar si en efecto ha sido correctamente ejercida "dentro" de ese universo jurídico. Esto no implica revisar su esencia (selección de una alternativa entre otras igualmente válidas) sino solo su contorno externo e inserción en el sistema ordinamental. El control de los jueces termina al comprobar con el fondo de la cuestión que se ha elegido una solución correcta entre otras de igual condición dentro del mundo jurídico. Por ello en lugar de hablar de técnicas de control de la discrecionalidad se debería hablar de técnicas de control de su "ejercicio"[63]. Esta postura está en línea con la posición del Juez en el derecho estadounidense y el ya mencionado principio de la deferencia. En este, en última instancia lo que se ejerce es precisamente un control del ejercicio de revisión que el Juez lleva adelante cuando es cuestionada una regla administrativa de una agencia. Ello también se desprende cuando el autor afirma que “En los últimos tiempos el debate doctrinario y jurisprudencial Alemán (Martini Serenella, Discrezionalitá ammnistrativa e sindacato giurisdizionale nell esperienza giuridica, Tedesca, LUISS, Libera Universita Internazionale degli Studi Sociali, La discrezionalita amministrativa: profili comparati, Ed. Guiffré, Milán, 1997, p. 26,27), asigna importancia a conceptos como “sostenibilidad”, “aceptabilidad”, que significan “plausibilidad” o, entre nosotros, “razonabilidad” de la decisión administrativa, según el parámetro de quien ha asumido la decisión. Esta metodología importa superar el modelo tradicional sobre la base de la revisión judicial de los particularizados vicios formales y sustanciales detectados. La nueva metodología propuesta comporta una visión global de la decisión administrativa, entendida como cláusula general, efectuando con control genérico sobre todo el iter procedimental desarrollado por la Administración en la actividad controlada. Es lo que en Estados Unidos se denomina "deferencia administrativa"[64].

          Aun cuando toda referencia al control judicial suele posarse sobre la sentencia, es posible verificarlo en dos momentos, diferentes, pero lógicamente relacionados y desde los cuales puede determinarse la vinculación del objeto del proceso al orden jurídico: por un lado, el proceso en sí mismo, y por otro la sentencia.

Es pertinente recordar a Couture cuando expresó que cuando la Constitución establece que nadie debe ser condenado sin forma de proceso (due process of law, en su sentido más estricto), consagra implícitamente el principio de que nadie puede ser condenado por un proceso cualquiera, es decir por una farsa de proceso, de esos tan increíblemente frecuentes a lo largo de la historia. El proceso debe ser un proceso idóneo para el ejercicio de los derechos: lo suficientemente ágil como para no agotar por desaliento al actor y lo suficientemente seguro como para no angustiar por restricción al demandado. El proceso, que es en sí mismo sólo un medio de realización de la justicia viene así a constituirse en un derecho de rango similar a la justicia misma.

En el marco del proceso, ese control judicial se relaciona con algunas conductas y deberes, que el Juez está obligado a hacer cumplir y respetar, pues su infracción coloca a la otra parte o, en una situación de desigualdad, o directamente de indefensión.

La cuestión no ofrece mayor dificultad pues tal actuación está normativizada. Cualquier código procesal regula las partes del proceso (demanda, contestación, prueba y sentencia) y establece además las reglas a la que deben someterse estas, y la potestad del Juez para sancionar o prevenir la inconducta. De esta manera, asegura su independencia e imparcialidad. Independencia que se traduce en el deber-potestad de esclarecer las verdad de los hechos, o de disponer medidas para mejor proveer cuando entiende que la labor probatoria de las partes no alcanza para determinar la verdad jurídica objetiva y adquirir la convicción necesaria para dictar sentencia (art. 36 inc. 4 CPCCN); imparcialidad que se revela en mantener la igualdad de las partes en el proceso, prevenir y sancionar todo acto contrario al deber de lealtad, probidad y buena fe, vigilar para que en la tramitación de la causa se procure la mayor economía procesal, y declarar, en oportunidad de dictar las sentencias definitivas, la temeridad o malicia en que hubieran incurrido los litigantes o profesionales intervinientes, como así también como director del proceso las que derivan en el orden nacional del art. 35 del CPCC, y el instituto de la excusación (art. 30 CPCC).

Pero estos principios o garantías procesales normatizadas constituyen normas de conducta que, como se dijo, están claramente establecidas. Su aplicabilidad llega hasta el momento que la causa concluye para definitiva (publicidad, concentración, celeridad, contradicción, igualdad procesal, inmediación e impulsión de oficio). Sin embargo, existen otros principios, que podríamos denominarlos metajurídicos que le dan contenido al proceso y son de aplicación desde que se traba la litis hasta el momento de dictar sentencia pues su sustrato son los derechos fundamentales de la persona.

La consagración de los principios jurídicos no solo importa un freno al positivismo jurídico o una pérdida de la centralidad de la ley[65] sino que deben ser observados porque son una exigencia de justicia o mandatos de optimización en términos de Alexy, cuya aplicación o preferencia por alguno de ellos, no depende de norma jurídica alguna sino de un juicio de ponderación del Juez en el asunto o caso sometido a su decisión. No podría, claro está, ser de otra manera. Porque estos principios, aunque se encuentren institucionalizados, tienen un grado de indeterminación que requiere en el caso concreto, la ponderación necesaria para adquirir precisión y relevancia y, porque siendo los derechos fundamentales la ratio esendi del orden jurídico la indeterminación normativa e inclusive, la laguna del derecho resulta inadmisible y debe ser suplida por el Juez para dictar una sentencia justa[66].

b) Justicia, política y derecho (La normatividad del gobierno del Derecho).

En tanto al Derecho se le reconozcan dos caracteres esenciales: uno fáctico-social desde el cual se construye el sistema normativo y las instituciones para su aplicación, y otro racional-valorativo, entiendo que necesariamente la interpretación y aplicación de ese sistema normativo no podrá ser válido o justo sin ponderar los principios que como mandatos tienden a la protección de los derechos y garantías de las personas y/o el goce pleno de los bienes comunes[67].

Desde esta perspectiva el Juez, al dictar sentencia, tanto puede estar definiendo una controversia en el marco de la justicia conmutativa o distributiva, según se trate aquella de un problemas entre individuos o de distribución de las cargas, aun cuando en el fondo ambos conceptos (conmutativa y distributiva) no resulten sino subsidiarios uno del otro[68]. Pero, en ambos supuestos lo hará en el marco fáctico en el que se configura el caso, y el marco valorativo que lo sustenta. Sobre este último, exista o no una proposición normativa, el Juez debe ponderar los principios esenciales que presiden el orden jurídico para que ese reparto satisfaga el bien particular sin mengua de los intereses colectivos de una comunidad política. Ello así por cuanto es de interés público establecer lo justo circunstanciado, cualquiera sea la naturaleza del proceso (“afianzar la justicia”, expresa el Preámbulo de la Constitución Nacional). 

¿Pero, como operan los condicionantes de la propia dinámica social y política sobre la independencia del Juez en un régimen democrático de gobierno?

 Si nos dejamos llevar por las evidencias de nuestro tiempo podemos sentirnos tentados a afirmar que la política se inmiscuye en las entrañas de la Justicia para satisfacer el “Interés general”; otros dirán que es propio de gobiernos autoritarios para responder a sus propios intereses. Es más profundo que eso y, en cualquier caso, no es un tema nuevo.

 García Pelayo afirma que en la Alta Edad Media surge una nueva idea jurídica destinada a triunfar en la época moderna: la idea del derecho legal que ha de justificarse constantemente por su adecuación a la ratio abstracta y a la justicia, y que ello derivó en la antinomia característica entre el derecho y la justicia; esto es, entre la ley impuesta para organizar una sociedad y el ideal de alcanzar un Estado de Justicia. Esa “legalidad”, dice, queda despojada de valor intrínseco para convertirse en un instrumento táctico de la estrategia revolucionaria en el Estado liberal burgués[69].

Es posible discernir que ese instrumento táctico fue parte de la estrategia revolucionaria -y nos referimos a la Revolución Francesa- acudiendo al relato de un hombre que vivió esos tiempos: Alexis de Tocqueville.

Ya se abordó tangencialmente el tema al tratar el legado jurídico político de la revolución francesa[70]. Relata el autor citado que, durante el último siglo de la monarquía, toda medida que se adoptaba se derivaba, en tanto se hubiese impugnado, ante los intendentes y el Consejo (“Ordena además Su Majestad que todas las querellas que pudieran ocurrir por la ejecución de presente acuerdo, sus circunstancias y secuelas sean presentadas ante el intendente, para ser juzgadas por él, salvo apelación al conejo Prohibimos a nuestras cortes y tribunales tomar conocimiento de ellas”) y que en aquellas leyes que no tenían tal advertencia e intervenían los jueces ordinarios, el Consejo se avocaba en las mismas tan pronto vislumbraba que podía resultar de interés para la administración. Así, más allá de la ley, esa fórmula se incorpora en el espíritu de quienes la aplican. Adquiere el valor de dogma: toda cuestión en la que se halle involucrado el Estado sea porque se perciba mínimamente la existencia de un interés público, o porque derive de la interpretación de un acto administrativo.

La ley de separación de poderes del 16-24 de agosto de 1790 (“Las funciones judiciales son distintas y permanecerán separadas de las administrativas; los jueces no podrán, sin prevaricar, molestar, de la manera que sea, las operaciones de los cuerpos administrativos, ni citar delante de ellos a los administradores por razón de sus funciones”) lo que hace es revestirla de legalidad, pero mantiene intacto la lucha por el Poder y la intención revolucionaria de desligarse del control judicial. No fue en ese entonces, solo una particular manera de concebir la separación de poderes, sino de otorgar inmunidad al poder, alentado quizás, por la necesidad de imponer lo que en términos de García de Enterría significó “la nueva lengua de los derechos”[71].

Lo recuerda Tomás Fernández al tomar un texto del trabajo de E. García Enterría, quien a su vez  se remite a Tocqueville, respecto al dictamen de la Asamblea Constituyente de donde salió la ley aludida precedentemente en el que se afirma que “…nuestra magistratura estaba justamente constituida para resistir el despotismo, pero éste ya no existirá desde ahora. Esta forma de magistratura no es, pues, necesaria”; y transcribe la afirmación de aquel en el sentido “que no puede ser más explícita la intención de los revolucionarios de liberar el poder central, una vez en sus manos, de los condicionamientos judiciales”[72].

Por cierto, las formas de organización política han evolucionado; muchos principios (división de poderes, legalidad, debido proceso, etc.) no solo se mantienen, sino que han adquirido una singular relevancia a la luz de los derechos humanos y la centralidad del principio pro homine en la interpretación de los hechos y el derecho cuando se plantea una cuestión justiciable. Sin embargo, el Estado no ha cejado en su intento de limitar la revisión judicial de aquellas causas en la que es parte, incluso sancionando normas para circunscribir la actuación de los jueces desde el inicio mismo (la ley 26.584 de medidas cautelares, la ley 26944 sobre responsabilidad del Estado y los artículos 1764 a 1766 del Código Civil y Comercial de la Nación son sin duda, el más claro ejemplo), invirtiendo el paradigma: la justiciabilidad de los actos del poder público ya no son los derechos fundamentales sino las prerrogativas de aquél.

Al tiempo que se pregona, institucionaliza y reafirma la progresividad de los derechos fundamentales mediante convenios, cartas o tratados de nivel internacional, y con la labor de los tribunales de justicia internacionales y el carácter obligatorio de sus sentencias[73], siempre menos influenciables que los tribunales locales, el poder político no ceja por instalar la idea de que su carácter representativo legitima su derecho a definir en qué consiste el interés general o el bien común para imponer, inclusive por vía legislativa, decisiones que en su sustrato tienden a sustituir el concepto de lo que es lícito, legítimo y justo con valor apriorístico.

El ciudadano así se transforma en un actor de reparto o simple espectador de una concepción en la que el Estado monopoliza la vida social y política y define los estándares de interpretación del Derecho para legitimar su accionar.

No hay en ello una intención maléfica, ni siquiera es patrimonio exclusivo de regímenes totalitarios. Es el espíritu inmanente que yace en sus entrañas, con independencia del gobernante de turno, porque está indisolublemente ligado al ejercicio del Poder; la tensión es históricamente permanente. De algún modo lo describió Aristóteles cuando hablaba de las diversas monarquías y plantea el dilema “si es preferible confiar el poder a un individuo de mérito o a leyes sabias”, advirtiendo que los partidarios de la monarquía sostienen “que la ley, como voluntad general no prevé los casos particulares, y que es absurdo pretender confiar el mando a una obra de arte o a un libro”[74].

La apropiación de los derechos sociales, económicos y políticos por ese espíritu inmanente y la peregrina e insustancial idea del estatus no democrático de los jueces, ha permitido auspiciar, a través de los medios de comunicación (diarios, televisión, redes sociales) ante ese actor de reparto o mero espectador (la sociedad) la necesidad de “disciplinar” a la Justicia, mediante mecanismos constitucionales y legales (como el Consejo de la Magistratura), que como caballo de Troya se ha infiltrado en el Poder Judicial[75].

La mayor injerencia o libertad que el poder político (Estado) exige para el cumplimiento de sus cometidos públicos cuya esencialidad, necesidad, o urgencia define desde lo político para que la gestión de los bienes comunes se implemente en reglamentaciones, nos remite al control judicial de estas para determinar su razonabilidad, planteado un caso judicial.

Esta idea subyacente en la relación de mando (Poder) y obediencia ocupó en forma relevante el análisis de Aristóteles en su libro ya citado al tratar del monarca absoluto para quien, aun cuando la ley no dispone sino ut in pluribus, mucho menos puede un monarca omnisciente[76].

Esta concepción aristotélica que hunde su raíces en la razón práctica y no concibe la política independiente de la moral, de la justicia y del bien como fin, necesario es advertirlo, ha sido alentada desde el verbo y racionalizada normativamente (Derecho). Sin embargo, la realidad, que siempre derriba cualquier dogma, más las teorizaciones modernas del derecho han puesto en crisis dicha noción.

Así, para algunos que sostienen una visión empírica sociológica, “el gobierno del derecho puede prevalecer sólo cuando la relación de fuerzas políticas es tal que los que son más poderosos encuentran que el derecho está de su lado, o bien, para decirlo de modo inverso, cuando el derecho es la herramienta preferida por los poderosos”[77].

Quiero detenerme en esta formulación teórica pues al afirmar que derecho y política no es sino una relación fáctica en la que el sistema democrático debe equilibrase mediante mecanismos extra jurídicos, nos conduce a la denominada “democratización de la justicia”, pues parte de una posición ideológica en la que la normatividad del Derecho apaña los intereses individualistas o el egoísmo que naturalmente existe en las personas como seres sociales dejando de lado el espíritu o los intereses de la sociedad o comunitarios. En consecuencia, “democratizar la justicia” importa tanto como sostener que la Justicia naturalmente no es órgano electivo como los restantes, y segundo, que ello debe resolverse para que no desentienda de los intereses comunitarios, mediante mecanismos de equilibrio o compensación. Algunas instituciones del “sistema de administración de justicia”[78], han caído como “anillo al dedo” (como el Consejo de la Magistratura); otros mecanismos han revelado la ideologización de magistrados mediante “asociaciones” o “agrupaciones”. Como afirma Massini-Correas “no se ve cómo se puede sostener que un elemento o una dimensión de la sociedad ha de prevalecer sobre –o es mejor que– otros, si antes se ha dejado en el camino toda la dimensión valorativo-normativa de la política”[79].

En la misma línea crítica a la normatividad del gobierno del Derecho se sitúa Duncan Kennedy quien postula la necesidad de reinterpretar cada decisión judicial como expresión de un interés de clase[80].

Adhiero a la posición de Massini-Correas en cuanto no es posible reducir la autonomía del ser humano a los aspectos económicos o ideológicos de su existencia. Este es un ser moral, y su dignidad no es un adjetivo sino consustancial a su existencia, es inmanente. Este es el punto de partida para la participación y goce de los bienes comunes que le permita su mayor crecimiento. El concepto de bien común, y de bienes comunes también, es la expresión de una pretensión colectiva que contiene o da razón a las demás causas; es su causa eficiente, la causa final, la causa causorum. “…Consiste y tiende a concretarse en el conjunto de aquellas condiciones sociales que consienten y favorecen en los seres humanos el desarrollo integral de su propia persona” (SS Juan XXIII, Mater et Magistra). El Estado (Poder) debe normativizar (Derecho) las condiciones necesarias, desde lo político, social y económico, para que el hombre alcance su propio desarrollo y perfección. No es la suma de bienes individuales o de concretos intereses particulares; es un continente en el cual el Estado tiene el deber de promover ese conjunto de condiciones para que cada uno de los integrantes de la sociedad procure, conforme sus propias calidades y virtudes, el bien particular y su realización espiritual, y respecto de los bienes comunes el goce y disfrute pleno de estos. 

Claro que siempre en la concepción normativista del gobierno del Derecho, hemos de recurrir en el análisis de un proposición jurídica a cierta verificación empírica, pero no son estos hechos los que determinan per se la finalidad de las conductas que los determinan. Si los abstraemos de todo parámetro axiológico, difícilmente podremos establecer las razones que la justifican, salvo que predictivamente establezcamos su justificación, pero, en este caso, la ausencia de objetivación de los argumentos que supuestamente la sostienen no descansan precisamente en la razón, sino en la pasión o en una forzada interpretación de la realidad misma. 

Sobre esta concepción, a mi criterio errada, el Poder monta su “artillería” para entrometerse en la normatividad del Derecho. Define la decisión política y luego, con cierta ingeniería jurídica, predeterminada por la realidad social y económica que invoca, busca justificar legalmente a aquella, atravesando los límites de la razonabilidad práctica[81].

La forma de subordinar el Derecho a un fin predeterminado por el Poder comienza cuando la libertad jurídica (incluida la del Juez) es atravesada por aquel para dictar normas que no dan precisamente razones para actuar; esto es, directrices para orientar la acción humana, individual y social, sino que, lo que otorga, son razones para no actuar, pero sí justificaciones para teñir de aparente “normatividad” su propio accionar[82].

Se pierde así la fidelidad necesaria pues no basta con adecuar un propósito a la formalidad de la ley, si esta se aparta de la rectitud moral que otorga razones para obrar.

La importancia de la Justicia se revela así, como un dato necesario para el sistema democrático; en nuestro país, por razones de competencia, a la justicia administrativa. No sólo porque debe pone freno a la arbitrariedad (primer presupuesto de la normatividad del Derecho), sino que también aflora en su defecto (No justicia) cuando ante la búsqueda de Justicia (segundo presupuesto de la normatividad del Derecho) un ciudadano, administrado, o habitante de la Nación requiere su intervención en un caso concreto.

Un orden social que renuncia a la búsqueda de la Justicia es intrínsecamente injusto en tanto se despoje al Derecho de su elemento valorativo que ordena el fin y los bienes que persigue. Si el comportamiento humano está determinado exclusivamente por la validez formal de una norma jurídica porque se asienta sobre el poder legalmente constituido, pero nunca sobre el deber ser, ello se llama “Derecho Injusto”.

Si todo se reduce a una comprobación meramente empírica, el Derecho se transforma en una simple técnica de control social. Y claramente no lo es. El Derecho pertenece al orden práctico; se expresa mediante un sistema de normas positivas que va más allá de su carácter descriptivo, sino que además es prescriptivo. No en el sentido de la obligatoriedad formal que deviene de las formas de su creación legal, sino que por estar orientadas al bien común se revelan como moralmente obligatorias.

El “Estado de Derecho” es la formulación más acabada para asegurar los derechos ciudadanos y eliminar la discrecionalidad sin freno del llamado  estado policial. Se trata, en su origen, de contenerlo garantizando los derechos individuales y otorgándole a estos el carácter de inmutables. Así, en esa idea original, el derecho tiene por misión limitar al Estado en su función de crear el derecho; una autolimitación en virtud de la cual el fin del aquel está predeterminado por la norma.

 En una concepción iusnaturalista el objeto del derecho no es, estrictamente hablando, limitar el Estado sino alcanzar el bien común, que es la razón de ser del mismo, la causa causorum. No puede haber, por lo tanto, contradicción alguna entre bien común y dignidad de la persona humana[83].

Es esa autolimitación en la creación del Derecho, de los fines de la norma jurídica lo que abona la irreductible interpretación de estos a favor de la dignidad de la persona humana. Como bien explica Gordillo, las facultades estatales han de ser interpretadas en forma estricta, siempre que puedan interferir o rozar derechos humanos, bien entendido que estemos en presencia del ejercicio regular de un derecho por parte del individuo[84]. 

De modo tal que el Estado no sólo tiene el deber de crear derecho justo, sino que, además, en la dinámica propia de las relaciones humanas que tienen virtualidad jurídica, tiene el deber de garantizar que cualquier conflicto que se traduzca en una contienda, sea en el ámbito administrativo como judicial, se resuelva rápida y eficazmente.

Por lo tanto, toda la ley que atente contra la persona lesiona el bien común y es por esa razón injusta; y ningún sacrificio que aquella debe soportar en aras del bien común no puede de ningún modo avasallar la dignidad humana (honor, bienes, libertades, etc.)[85].  

5.- Conclusión

          Poder y Derecho siempre ha sido una ecuación en permanente tensión, aun cuando solo a partir de Maquiavelo[86] - luego Hobbes, Montesquieu, Weber, Duverger entre otros-, comenzó a describirse una concepción de la política y su inevitable relación con el ejercicio del Poder en el Estado.

          ¿Por qué es una cuestión tan presente en el pensamiento actual? En realidad, hay que detenerse en uno de los saltos cualitativos en la evolución de las formas del organización política: el Estado y el modo en que se revela como entidad soberana o suprema.

          En tanto ese atributo importa no reconocer sobre sí Poder alguno (característica en las relaciones internacionales), en su dinámica interna, producto también del principio de la división de funciones, se transformó en el creador del Derecho y único portavoz de lo que se entiende por “interés público” y qué debe protegerse aun a costa de los derechos individuales (cultura estatocéntrica). El “Pater Nostrum”.

          Y si bien el carácter soberano que trasunta la idea de supremacía estatal se ha vuelto borrosa en las relaciones internacionales por los procesos de integración y la consagración de un derecho de los derechos humanos que obliga a los Estados a observar conductas positivas para la preservación de estos, la realidad nos marca que hacia adentro ese poder soberano se resiste a adaptarse a los cambios en la relación con sus “súbditos”.

          Y es aquí entonces, donde un principio descripto como un instrumento de balance o contrapesos para el ejercicio del Poder nos pone frente a un problema que comienza a ahondarse a partir, precisamente, de la evolución sobre la concepción de los derechos humanos.

          Cuáles son los límites que el Poder Judicial está habilitado a demarcar  al ejercicio del Poder (política) y hasta dónde los jueces son el reservorio de los derechos de los miembros de una sociedad frente a ese Poder.

          Todo ello está en debate, al menos en los países inscriptos en el sistema continental europeo. Es sin duda, un tema de agenda pública. En Argentina, al menos, lo vivimos casi a diario.

          Como reflexiona Tomás R. Fernández[87], juzgar al Poder sigue siendo excepcional y, lo que es peor, sospechoso, como sospechosos son quienes lo juzgan para los que detentan, al menos, claro está cuando esos juicios resultan negativos para éstos.

          Sin embargo, ello no es materia de debate en aquellos países del Common Law. Una respuesta de por qué ello es así parece ser que en los países de cultura estatocéntrica, la creación del Derecho y la posibilidad de cambiarlo cuando no responde, en muchos supuestos, a los intereses políticos que movilizan al Poder es infinitamente mayor por lo que, el órgano encargado de preservar los límites está cuestionado desde lo institucional, cuando no también las personas que lo encarnan[88].

          Cierto es que en Argentina no existe una cultura de respeto a las instituciones ni a la ley y que el déficit democrático puede calificarse de alarmante; una verdadera reforma política debe incluir necesariamente al propio Poder Judicial. Sin embargo, lo que necesitamos cambiar es una nuestra cultura política. Pero como ello solo puede ser producto de una evolución que puede llevarnos mucho tiempo -difícil es atreverse a estimar su quantum temporal- la cuestión de la Justicia y el papel central que tiene en el sistema democrático es un elemento de preferente debate.

          El déficit democrático nos lleva a buscar los culpables de nuestra propia degradación institucional. Se apunta al sistema político (incluido los representantes) y se vuelve la mirada hacia el Poder Judicial.

          Una razón es su propia ineficacia porque el Derecho, desde ese ámbito, puede ser el resultado de miradas distintas según el posicionamiento del Juez; deja de tener un valor objetivo pues lo que se decide de acuerdo con un método de interpretación va acompañada de un sistema normativo que no parece responder a las demandas de los ciudadanos. El resultado es la inseguridad jurídica.

          En ese terremoto institucional la misión y el alcance de las decisiones, el Poder Judicial -incluidos jueces y los máximos intérpretes de la Constitución- es cuestionada tanto por los actores sociales como por la clase dirigente y los gobernantes de turno. Los actores sociales porque sufren la insuficiencia de la Justicia; los políticos porque aquella no responde, a su criterio, a la visión del interés público que el Poder prescribe y entiende que el Derecho -que el mismo crea-, “dice otra cosa” que lo que la Justicia resuelve.

          Es entonces cuando la regla de la legitimidad democrática es alegada como un presupuesto central para fijarle límites y hasta una reforma al Poder Judicial, cuando en realidad ese dato puede afirmarse como central del sistema democrático en sí. En términos políticos, el Poder Judicial no cuenta con la misma legitimidad democrática que los gobernantes elegidos por voto popular, y estos tampoco gozan de legitimidad democrática porque la sociedad -más allá del voto- no se sienten representados. El divorcio entre políticos y sociedad es tan evidente, que puede calificarse de público y notorio.

          Cómo salir de tal “encerrona”. Para el Poder Judicial, tornándose más eficaz en su dinámica institucional: ejerciendo esa cuota de poder como órgano de gobierno promoviendo el diálogo y un mayor acercamiento a la ciudadanía y las instituciones sociales, políticas y económicas a través de sus cuadros profesionales (jueces, abogados y auxiliares de la Justicia). Dejando a un lado la toga y el ceremonial y constituyéndose en un verdadero órgano de gobierno. Nutriéndose del instinto vital de una comunidad política es posible que su interpretación del Derecho no sea una mera aplicación de métodos, sino el resultado de su verdadero espíritu[89].

          Para ello debe ser protagonista de aquello que afirmé al principio de esta reflexión: favorecer los consensos cardinales en el ejercicio de la libertad como presupuesto básico y el valor justicia; pilares sobre los que se asienta la idea de una comunidad política. Tres premisas -consenso, libertad y justicia- innegociables en la tarea de construcción de una sociedad democrática en el marco de una estructura política institucional como lo es el Estado, pero que no resulte un emergente, un Leviatán. Ellos son el sustrato sobre los cuales es posible referirnos a legitimidad política, gestión pública socialmente responsable, eficacia, juridicidad, control judicial suficiente, entre otros conceptos.

          Empero, ni la real objeción a la misión que debe tener el Poder Judicial, ni la interesada concepción que asume el Poder, puede desvirtuar un dato central para evitar la desvirtuación de este que se empodera en la acción política y de la gestión pública: la justicia administrativa, aun perfectible, es el sistema que hemos diseñado y debemos preservar como garante del sistema democrático del gobierno. Sobre ella, solo la Corte Suprema de Justicia.

 

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[1] José Enrique Miguens nos explica, basándose en la Ética de Aristóteles, que una sociedad comunitarista está abierta al diálogo entre todos y por lo tanto flexible a toda experiencia verdaderamente humana, y que descartar de la participación del diálogo democrático a pueblos enteros  o a minorías de cualquier tipo, es segregarlos, marginarlos. Con tales exclusiones de la comunidad dialogal, nadie puede hablar seriamente de democracia. La acción humana es contingente; muchas de las cosas sobre la que adoptamos decisiones y dentro de las cuales por lo tanto indagamos, se nos presentan como posibilidades alternativas. Citando a Ernest Barker para quien Aristóteles asume por implicación que la dialéctica del debate es el último fundamento del principio del gobierno popular; en otras palabras, la democracia está basada sobre la discusión. (Desafío a la política neoliberal. Comunitarismo y democracia en Aristóteles; 1ra. ed. Buenos Aires: El Ateneo, 2001).

[2] La aparición de las ciudades-estado en la región mesopotámica, considerado como un paradigma urbano, nos revela un sistema de organización política, social y económica en el que se distingue el concepto de autoridad política secular, con fuerte influencia religiosa. Es ilustrativo el Código de Urukagina, que gobernó Lagash alrededor del 2500 a.C., que de sus propias inscripciones surge que se propuso limpiar los domicilios de los habitantes de Lagash de la usura, del acaparamiento, del hambre, del robo, de las agresiones pues ello le había sido revelado por los dioses sumerios. La obligación primaria de los gobernantes sumerios era crear las condiciones de vida que facilitaran el servicio de la comunidad al mundo divino. Cumpliendo este servicio, la sociedad se integraba dentro del orden del cosmos y adquiría solidez y vida. Dentro de este contexto, la ley tenía por finalidad última posibilitar esta integración y le tocaba al rey ser el promulgador y ejecutor de la ley. (Enrique Nardoni; La justicia en la Mesopotamia antigua; Revista Bíblica, año 55 Nro. 52, 1993/94; págs. 193-214.). Asimismo, el Código de Hammurabi no es sino una recolección de preceptos enviados por el Dios Marduk para asegurar el bienestar y la buena relación entre los miembros de la ciudad, que se revelaba mediante el poder político que lo representaba.

[3] Me refiero a la idea del nomos como orden objetivo y válido, provenga de la decisión del hombre como de la naturaleza de las cosas e identificado como un principio ético-político y presupuesto de una civilización en contraposición a un estado de naturaleza o de barbarie y, el logos como un proceso intelectivo, de razonamiento que concluye en la palabra escrita o verbal (discurso). Sobre el particular puede consultarse Bravo, F., Estudios de filosofía griega, Caracas, Universidad Central de Venezuela. 2001; Kitto, H.D.F., Los griegos; 19° ed. 1ra. Reimp. Buenos Aires: Eudeba, 2005.

[4] En la Ilíada, Homero describe cómo es esa estructura política en la que el propio Rey está obligado a consultar con otros los asuntos de interés común; llámese Asamblea o Consejo, el Rey lejos está de gobernar por mandato de un Dios. En la Antígona de Sófocles, Creón (el Rey) expresa: “Que hay algún otro fuer de mí que gobierna en esta tierra?”, a lo que Hemón (su hijo) le responde: “No es una polis la que es gobernada sólo por un hombre”. Kitto, sobre el particular, afirma que esa respuesta pone de manifiesto un aspecto importante de la concepción total de la polis: que es una comunidad, y que sus asuntos competen a todos. (Aut. y ob. citados, pág. 82).

[5] Tucídides, II, VII: 115,117.

[6] Bobbio explica esta relación de reciprocidad con la metáfora de las dos pirámides: una representa al derecho y la otra, al poder; ambas estructuradas de manera jerárquica y estratificada, de menor a mayor, de abajo hacia arriba. En sus respectivos vértices, la norma fundamental, por un lado, y el sumo poder (soberanía) en el otro. En ellas interactúan de manera dinámica los criterios de legitimidad, legalidad y efectividad (pirámide del poder), y validez, justicia y eficacia (pirámide del derecho). Su análisis implica por la propia dinámica de esa interacción una constante remisión hacia uno u otros elementos de ambas pirámides. De manera tal, que no son excluyentes, sino simétricas e interactivas. (Sobre el principio de legitimidad en Contribución a la teoría del derecho; Madrid, 1990; pág. 300 y sig.).

[7] Aut. Citado, Filosofía del Derecho. Editorial Porrúa, Méjico,1959 pág. 155

[8] Sobre el particular, véase de Germán José Bidart Campos, La historicidad del Hombre, del Derecho y del Estado; Ediciones Manes, Buenos Aires, 1965; en especial, parágrafos XLVI a L, inclusive.

[9] Esa organización administrativa estará regulada por el Derecho. Cuando le son aplicadas normas de derecho común, tanto ésta como los particulares estarán sujetos a la misma normativa en un pie de igualdad. Por lo tanto, a un ente de carácter público le son aplicadas las normas propias de una asociación privada, aunque a veces gocen de ciertas prerrogativas que será la semilla de algunos institutos propios del Derecho Público. (Por ej., la venta obligatoria será luego la expropiación; el arrendamiento obligatorio será después la requisa o incautación).

[10] Conf. Giannini, Massimo; “Derecho Administrativo”; MAP, Madrid, 1991, pág.59; del mismo autor, “Premisas sociológicas e históricas del derecho administrativo; Colección Estudios Administrativos, INAP, 2da ed. Madrid,1987, pág. 45/51.

[11] La evolución del sistema judicial inglés ofrece particularidades que no responden al esquema clásico de la división de poderes, tal como la concibió Locke y fue receptada por EEUU. Hasta 2005, más allá de que los primeros esbozos de organización judicial  se remontan al siglo XII (Enrique II) el más alto Tribunal de Apelación se encontraba hasta hace poco en la Cámara de los Lores. La reforma de 2005 le quitó jurisdicción a dicha Cámara y creo el Tribunal Supremo o Corte Suprema como el más alto tribunal del Reino Unido con jurisdicción en Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Es la encargada de dirimir cualquier conflicto entre los Poderes del Estado y sobre la constitucionalidad de la leyes. 

[12] Sobre el particular véase del autor, La democracia en América; FCE, Méjico 1973. Tocqueville va más allá, por cierto, porque su gran aporte es demostrar que la libertad puede ser agobiada por lo que él denomina el despotismo administrativo y que la descentralización administrativa aleja esa posibilidad. El autor utiliza esos términos, no en el sentido que usualmente se hace en el derecho administrativo, sino que, alude, sin decirlo, al régimen federal de los Estados Unidos de América. En suma, le preocupa la concentración del poder, para lo cual, a la idea del sistema democrático, le agrega, sin decirlo de manera expresa, el régimen federal de gobierno como sistema apto para una mayor participación ciudadana y favorecer la libertad de los individuos. Más aun, pone en juego la virtud ética del pueblo como elemento necesario para que esa libertad sea verdaderamente efectiva. “La libertad posee carta de naturaleza en los pueblos que poseen una ética, y es transeúnte ocasional donde esa ética falta”. (Del discurso del Presidente de la Nación en El Primer Congreso Nacional de Filosofía; 30 de marzo de 1949, Mendoza).

[13] Aunque parezca exagerada la expresión, válido es recordar que la lucha contra las inmunidades del poder, más allá de los avances que tanto a nivel doctrinario como desde la legalidad formal y los criterios más amplios en materia de control de potestades administrativas, el Poder no ceja en su intento de colocarse un escalón por encima del ciudadano. Aun cuando existan posiciones encontradas, y a simple título ejemplificativo la ley 26.584, al bilateralizar el proceso de las medidas cautelares, imponer como requisito excluyente, que se haya solicitado en sede administrativo la suspensión del acto administrativo, y consagrar el efecto suspensivo a la apelación de las medidas cautelares que suspendan leyes, decretos de necesidad y urgencia o delegados, descompensa la relación Persona (derechos)-autoridad administrativa (prerrogativas) y vulnera el principio de la tutela judicial efectiva. En otras palabras, desde ese atalaya la justiciabilidad de los actos del poder público ya no son los derechos fundamentales sino las prerrogativas de aquél. A partir de la reforma introducida (a la LPA) por la ley 21.686 quedó eliminada la opción o vía alternativa entre la recursiva y reclamativa a los fines de la impugnación de los actos administrativos. Por su parte, La ley 25.344 en su art. 10 introduce diversos cambios en los citados artículos de la LNPA, con el claro propósito de ampliar la exigibilidad de la reclamación administrativa como requerimiento obligatorio previo a la interposición de la acción judicial. Para una lectura sobre la defensa de la constitucionalidad de la norma puede verse: Comadira, Julio Pablo, “La suspensión judicial de los efectos del acto administrativo en la nueva ley de medidas cautelares en la que el Estado es parte”, en Control público y acceso a la justicia, Jornadas organizadas por la Facultad de Derecho de la Universidad Austral, Astrea - Ediciones Rap, Buenos Aires, 2016, Tomo 2, ps. 233 y ss. En contra; Cassagne, Ezequiel, “El plazo y otras restricciones a las medidas cautelares. A propósito de la ley 26.854”; Gil Domínguez, Andrés, “La inconstitucionalidad e inconvencionalidad del régimen de medidas cautelares dictadas en los procesos en los que el Estado es parte”; Gozaíni, Osvaldo Alfredo, “Las medidas cautelares ante la ley 26.854”, Suplemento Especial La Ley, mayo de 2013.

Fallos que han confirmado la constitucionalidad de la norma: “CPACF c/ EN – PEN – ley 26854 s/ proceso de conocimiento”, Causa 16522/13; “Asociación Arg. Abogados Ambientalistas de la Patagonia c/ EN – Ley 26854 s/ amparo ley 16.986”, Causa 16.513/2013.

[14] Lo dicho encierra una cuestión mucho más profunda que excede largamente la finalidad de este trabajo, y que refiere a cierta volatilidad del sistema político por un manifiesto déficit democrático en la dinámica institucional de nuestro país.  Sobre el particular véase Dieter Nohlen;  Desafíos de la democracia contemporánea, disponible en  https://tecnologias-educativas.te.gob.mx/RevistaElectoral/content/pdf/a-2003-02-018-048.pdf ; Takis S Pappas, Tres desafíos para la democracia en Europa: Antidemócratas, nativistas, populistas en Revista Latinoamericana de Política Comparada CELAEP - ISSN: 1390-4248 - Vol. No. 14 - Julio 2018

[15] Massini, ¨Individualismo y derechos humanos¨, Persona y Derecho, Revista de fundamentación de las instituciones jurídicas y de derechos humanos, Nro. 16, 1987, Ed. Universidad de Navarra S.A., pág. 32 y ss. Me refiero al “interés estatal”, porque al tener el Estado (Poder) el monopolio en la creación del Derecho suele aupar ese interés, nacido  de una posición ideológica determinada, como “el interés general o bien común”  revelando una subversión conceptual que se traduce en déficit democrático.

[16] Caso Furlan y familiares versus Argentina, sentencia de 31 de agosto de 2012

[17] Véase Nota 13.

[18] No escapa a ello un concepto que es sustancial en orden a la efectiva vigencia del sistema democrático. El consenso constituye la nota modal que tipifica a éste, y que encuentra su quicio en la dinámica política de la sociedad democrática en la eficacia de la acción gubernamental y la confianza legítima que genera en sus miembros para otorgar legitimidad política, y, por ende, poder político. Consenso acerca del contenido y objetivo de las políticas públicas a ejecutar, y condición necesaria para otorgarle legitimidad al Poder. La ecuación consenso-eficacia-legitimidad es consustancial a un orden político democrático.

[19] Eduardo García de Enterría; La lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo tras la Revolución Francesa; Alianza Editorial, Madrid, 1994.

[20] Para Suárez, como se desprende de la argumentación que avanza al tratar del tema en el libro primero del De legibus (1612:1.6. ss.), la justicia de una norma jurídica implica la negación de la arbitrariedad, que no sea caprichosa o imposible; en definitiva, que sea racional. Al propio tiempo, la exigencia de justicia comporta, necesariamente, que la norma se dirija a la promoción del bien común. Suárez, por tanto, propone un concepto amplio de justicia en el que se integran las exigencias de la racionalidad y el bien común. Francisco Suárez coincide con Tomás de Aquino en cifrar en la autoridad política la elaboración y promulgación de la ley positiva. Si bien, en la definición suareciana no existe una alusión expresa al poder político, que sí se halla plenamente explicitada en sus consideraciones sobre el significado de su definición de la ley humana. Para Suárez, no puede existir una norma promulgada que no nazca de un poder promulgante (Pérez Luño, A. E. (2007), Francisco Suárez y la filosofía del derecho actual. (Aspectos de su pensamiento jurídico ante el cuarto centenario de su muerte), Anales de la Cátedra Francisco Suárez 51, pp. 9-25). 

Sergio Moratel Villa, por su parte, expresa: Las contribuciones de Suárez al derecho internacional son, tras la auroral exposición analítica de Vitoria, la dilucidación y la sistematización de los tipos generales y específicos de ley, de su origen, de su naturaleza, de sus varias formas y categorías: la ley natural en sus diferentes manifestaciones, la ley de los Estados como norma internacional, es decir, el derecho de las naciones [2]. Distinguió, más claramente que sus predecesores, entre el jus gentium como derecho internacional y el antiguo jus gentium derivado de la jurisprudencia romana; el moderno es “la ley que los varios pueblos y naciones han de observar en sus relaciones mutuas”. Concebía el derecho de las naciones como el que tiene una “base racional” consistente en el hecho de que el género humano está dividido en muchos diferentes pueblos y reinos y preserva, no obstante, cierta unidad, que no es meramente la de la especie, sino también una unidad, en cierto modo, moral y política, impuesta por el precepto natural del amor mutuo y de la misericordia. En su libro De legibus, publicado el año 1612, explica que hay una ley natural que el ser humano conoce, no por una conciencia moral subjetiva, sino por la estructura humana, que armoniza con el plan divino. Aunque son los derechos del individuo los que deben prevalecer, existe la sociedad como un todo, distinto de la suma de los individuos. El fin social es la libre decisión de los individuos de ayudarse mutuamente y de formar una comunidad política; por ende, la soberanía reside en el pueblo. La autoridad nace al constituirse la sociedad, pero puede ser desobedecida y derrocada si no desempeña su cometido. En algunos casos, no es reconocible la estructura social objetiva y puede haber diferentes interpretaciones, usos y costumbres, cuya ordenación compete al derecho de gentes. La ordenación de las relaciones entre naciones compete al derecho internacional y a la “comunidad de todo el orbe” (“Escuela española del nuevo derecho de gentes”  http://www.icrc.org/Web/spa/sitespa0.nsf/iwpList163/07435EF044811365C1256DE100556621

 

 

[21] Se reconoce en Voltaire al crítico más agudo contra el absolutismo monárquico. Ataca tanto a la dirigencia eclesiástica como al poder regio, sus privilegios y los impuestos que considera exacciones, y pregona la libertad intelectual, religiosa, política, y la igualdad de los hombres.  Sin embargo, la sistematización de ese ideario será obra de Montesquieu, que volcará en su obra El espíritu de las leyes en 1748. Su principal aporte será la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial como garantía de la libertad, aun cuando se haya basado en una visión equivocada del sistema inglés, y el principio de la sumisión a la ley como medio de garantizar la libertad política.

Rousseau, en cambio, postula a la sociedad política como fruto de un contrato social en la cual la autoridad y la libertad es consecuencia del consentimiento de sus miembros. La voluntad de cada uno de sus miembros dan nacimiento a la voluntad general como patrimonio de la comunidad política, y las leyes son dadas por esa voluntad general. Va a distinguir entre Estado que es esa comunidad política caracterizada por la voluntad general, y el gobierno que son simplemente aquellos que son elegidos por dicha comunidad. Fue quien más influyó en la obra de los revolucionarios de 1789 y ello se refleja en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

[22] El Consejo de Estado no es sino la denominación que toma con Enrique III (siglo XVI) el Consejo del Rey. Su función inicial era actuar como consejero del Rey, sobre todo en política exterior. Durante la época de Luis XIV quedó estructurado en cuatro secciones diferenciadas; una de ella, el Consejo Privado se ocupaba de los temas judiciales. Su existencia modeló un sistema político que se fundó en la omnipotencia del Rey, pero carecía de autonomía  y todas sus decisiones estaban subordinadas al Rey. Pese a que aconsejaba en la sanción de leyes, en materia política y tenía la facultad de dictar sentencias y actuar como tribunal administrativo, nada tenía efecto si no era con el consentimiento el monarca. A ello se lo conoció, respecto de los asuntos judiciales, como justicia retenida.

[23] Autor y ob. citada, FCE; 1996; pág. 138 y sig. Al referirse a la separación de los poderes judicial y administrativo el autor dice: Cierto es que hemos expulsado a la justicia de la esfera administrativa, en la que el Antiguo Régimen la había dejado introducirse de manera muy irregular; pero al mismo tiempo, como puede apreciarse, el gobierno se introducía incesantemente en la esfera natural de la justicia, y nosotros lo permitimos: como si la confusión de poderes no fuera tan peligrosa de un lado como del otro, e incluso peor; pues la intervención de la justicia en la administración sólo perjudica a los asuntos públicos, en tanto que la intervención de la administración en la justicia deprava a los hombres y tiende a convertirlos al mismo tiempo en revolucionarios y serviles” (pág. 140/141).

[24] Sobre el particular; José González Pérez; “Consideraciones sobre el contencioso francés”; RAP Núm. 15; pág. 11 y sig. Allí cita en nota al pie lo siguiente: ROLLAND, Précis de Droit administrati/, Paris, 1953, pág. 278; LAUOADÉRE, Traite élémentaire de Droit administratif, Paris, 1953, pág. 246; WALINE, Traite élémentaire de Droit administraúf, París, 1951, pág. 77. La idoneidad del personal de los Tribunales administrativos también se encuentra entre las razones aducidas por la doctrina antigua en defensa de estos. Cfr. ARNOVX, De la procedure contenlieuse et de la recevabilité du pouvoirs devant le Conseil d'Eiat, París, 1899, pág. 43, y LÉCHALAS, Manuel de Droit adminislratif, París, 1889, t. I, pág. LI.

[25] Autor cit.; Hacia una nueva justicia administrativa; 2da ed. Ampliada, Madrid: Civitas 1992, pág. 102/103. Sobre el particular, también Guido S. Tawil  “La reforma del contencioso-administrativo francés” (artículo publicado originalmente en Revista La Ley, 1988-C-852) en su “Estudios de Derecho Administrativo”, 1ra ed., Buenos Aires: Abeledo Perrot, 2012; págs. 599/ 615.

[26] Mensaje del presidente de la Nación ante la Asamblea Legislativa, La Nación, diario de mayo 26-973, pág. 6, columna 7; Oyhanarte, Julio, Poder político y cambio estructural en la Argentina, Bs. As. 1969.

[27] Citado por Julio Oyhanarte en “Poder político y cambio estructural en la Argentina”; Editorial Paidós, Buenos Aires, 1969; pág. 26. Oyhanarte, dice en su libro, que la democracia no puede desentenderse del requisito de la eficacia. Crítico de lo que denomina el Poder mínimo liberal, entiende que la ineficacia en la gestión de gobierno no solo compromete la satisfacción de las necesidades elementales de la comunidad, sino que implica abrirle la puerta al poder omnicomprensivo.

[28] El medio ambiente, la biodiversidad, la trazabilidad alimentaria, la salud, el pluralismo informativo, la integración social, entre tantos otros constituyen bienes comunes, en tanto en su destino, uso, goce o explotación deben participar todos los miembros de la sociedad. Sea porque están relacionados con la preservación o protección de la salud, la vida, o porque constituyen piezas sustanciales para la organización democrática de un país.

[29] Esto claramente ha sido así desde que el Hombre pasó de una vida nómade a una vida sedentaria y conformó las primeras comunidades agrícolas. Véase Redman, C.  “Los orígenes de la civilización. Desde los primeros agricultores hasta la sociedad urbana en próximo oriente”; Barcelona: Crítica, 1990.

[30] Sobre el particular véase “El Estado actual del derecho administrativo”, conferencia pronunciada por el Dr. Agustín Gordillo en ocasión de recibir el nombramiento como profesor honorario de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 3-IX-1993.

[31] Véase García Delgado, Daniel; La reforma del Estado en la Argentina: de la hiperinflación al desempleo estructural en Revista del CLAD Reforma y Democracia. No. 8 (May. 1997). Caracas.

[32] La denominada reforma del Estado se sustentó jurídicamente en las leyes 23.696 de emergencia administrativa y reestructuración de empresas públicas, y la 23.697 de emergencia económica. La primera de ellas promovió el reordenamiento y racionalización del sector público empresario a través de la intervención a todos los organismos y empresas estatales, implementó el programa de propiedad participada mediante el cual los trabajadores y/o usuarios y/o productores de empresas sujetas a privatización podían adquirir parte del capital accionario, autorizó al Poder Ejecutivo Nacional a rescindir todos los contratos de locación de obra pública, garantizó la situación laboral del trabajador en las empresas sujetas a privatización, suspendió la ejecución de sentencias y laudos arbitrales que condenaban al Estado al pago de sumas de dinero, excepto indemnizaciones, créditos laborales, jubilaciones y pensiones, implementó el Plan de Emergencia del Empleo, y estableció el Programa de Privatizaciones facultando al Poder Ejecutivo a declarar a una empresa estatal “sujeta a privatización”.

Esta declaración, que requiere aprobación legislativa, importaba la necesidad de reglar mediante un decreto los modos y los procedimientos del proceso de privatización de cada una de las empresas, aun cuando los Anexos I y II de la ley enumeran las Empresas sujetas a privatización, los modos, los procedimientos y alcances de esta.

Por su parte, la ley 23.697 puso en ejercicio el poder de policía de emergencia del Estado en virtud de las graves circunstancias económicas y sociales que la nación padecía. Sintéticamente, dispuso la suspensión de subsidios y subvenciones, de los regímenes de promoción industrial y de promoción minera, del régimen de compre nacional, y liberalizó el mercado de capitales al derogar las normas del régimen de inversiones extranjeras por las que se exigía aprobación previa del Poder Ejecutivo Nacional para las inversiones de capital extranjero en nuestro país.

En la década del 90 la estrategia de desarrollo priorizo la eficiencia económica, motivo por el cual se dejó librado al mercado la asignación de recursos, y limitándose el Estado en garantizar el funcionamiento de los mercados promoviendo reformas en el sector financiero, cambiario y tributario, y las denominadas prestaciones básicas (justicia, salud, educación, seguridad).

Las leyes citadas constituyeron, sin duda, un plan integral. Fueron herramientas a partir de las cuales se rediseñaron las relaciones del Estado y la Sociedad. Ese proceso fue explicitado por los propios mentores y ejecutores. En discursos, y en exposición de motivos de las leyes y hasta en libros. “La ley ha decretado la abolición de un Estado que nos condena al atraso y a la pobreza…el modelo es global, integrado e integrador, en virtud de la necesidad de concretar y construir un sistema social integrado interna y externamente para terminar con la fragmentación cultural. La integralidad…no es una técnica de eficacia o de optimización de resultados, es la necesidad de construir un continente, un marco donde se integre la sociedad, el Estado y los hombres entre sí…En lo económico, se desregula el sector y se suprimen controles liberándose los mercados, los precios, los tipos de cambio…en los institucional se debe redefinir el federalismo…en lo internacional, buscamos romper nuestro aislamiento para integrarnos a la comunidad internacional, de ahí que superamos barreras ideológicas, el conflicto bélico con Gran Bretaña y reinstalamos relaciones armónicas con Estados Unidos…en lo jurídico, buscamos contar con un derecho nuevo que exprese integralmente…la conducta del Estado, de los individuos y de las organizaciones sociales..”( Menem, Carlos y Dormí, José; “Reforma del Estado y transformación nacional”, Pág. 93 y sig.)

 [33] La pandemia del coronavirus nos muestra hasta qué punto resulta necesario un Estado eficaz; una administración ágil y eficiente. José María Bleda García, profesor de sociología de la Universidad de Castilla-La Mancha ha expresado, respecto a la crisis sanitaria provocada que la desigualdades sociales en salud tienen que ver, en un grado alto, con el tipo de políticas sociales y económicas que se aplican en un país. En realidad, El SARS-COV-2 lo que ha hecho es desnudar la precariedad del sistema de salud en la inmensa mayoría de los países. En nuestro país, la revelación hiriente de una realidad soterrada durante décadas por la clase dirigente y una sociedad que ha decidido vivir contra la verdad.

[34] “Como el orden público es la obra de Dios mismo, que dispone del gobierno de todos los Estados, que da a los Reyes y a los Príncipes toda su potestad, que establece las reglas de su uso y el orden del cuerpo de la sociedad humana de la cual son los jefes; es de la fuente de las verdades que nos enseña por la Religión y en las luces naturales de la justicia y de la equidad donde hay que sacar las reglas detalladas del derecho público, así como todas las demás.” François Godicheau. El orden público y la constitución histórica de la monarquía. Marta Lorente Sariñena; Carlos Garriga Acosta; José María Portillo Valdés; Jesús Vallejo. Historia constitucional de la monarquía española (1700-1823), 1, inPress, La constitución histórica de la monarquía católica. ffhalshs-02527470f

[35] Conf. Giannini, Massimo; “Derecho Administrativo”, Pág.59.

[36] Autor citado; Premisas sociológicas e históricas del derecho administrativo, 2da edic.; Madrid: INAP 1987, págs. 55/56.

[37] Ver Nota 21

[38] Sobre este punto volveré más adelante cuando analicemos la relación entre Justicia y Política.

[39] Sabido es que el contencioso administrativo francés se estructuró en base a dos recursos: el recurso de plena jurisdicción y el recurso por exceso de poder o anulación. La noción de plena jurisdicción establecida por Laferriere, dará origen al contencioso ordinario. Paralelamente el Consejo de Estado en una primer etapa tomará intervención en denuncias contra irregularidades administrativas relativas a cuestiones de competencia, violación de la ley y la desviación de poder, configurándose el recurso por exceso de poder o anulación, cuya característica fundamental reside en el análisis objetivo acerca de la legalidad del acto impugnado, con total prescindencia de la pretensión del interesado, aunque ésta sirva como requisito de habilitación de la vía. Sin embargo, como hace notar Tawil, la inercia jurisprudencial mantuvo la exigencia de la decisión previa en virtud de la cual se considera que la décision préalable fija la extensión del debate y sólo los motivos de impugnación pueden ser, en cierto modo, objeto de modificación.

[40] Válido es recordar que el sistema judicial francés comprende dos órdenes jurisdiccionales independientes entre sí: el orden judicial, -el órgano máximo es la Corte de Casación- competente en materia civil, comercial, laboral y penal; y el orden contencioso administrativo - su máximo órgano es el Consejo de Estado-, que conoce en los litigios entre la administración y los particulares, y en los conflictos interadministrativos , sea entre órganos o entre entidades administrativas de distintos rango. Las contiendas o conflictos que pudieran suscitarse entre ambos órdenes los resuelve el Tribunal de Conflictos, compuesto por partes iguales por miembros de ambas jurisdicciones.  Mediante la sanción de la Ley de 16 de julio de 1980 y el Decreto de 18 de marzo de 1981, se le conferiría al Consejo de Estado poderes para asegurar la ejecución de la sentencia de condena pecuniaria contra la Administración como así también la facultad de imponer astreintes en caso de retardo o de inejecución de sus sentencias. Posteriormente, se dictó el Decreto Nº 88-907 de 2 de septiembre de 1988 que estableció la institución del "référé provision" que permite imponer a la Administración medidas de contenido positivo, de enorme trascendencia para el reconocimiento del principio de tutela efectiva. En 1995 la Ley 95-125 le reconoce a los tribunales administrativos la facultad de emitir injunctions; es decir órdenes que imponen obligaciones de hacer a la Administración e incluso a personas de derecho privado, encargados de la explotación de servicios públicos.  Por último, por Ordenanza de 4 de mayo de 2000 se sancionó por vía reglamentaria el Código de Justicia Administrativa, el que fue ratificado por la ley 2003-591 del 2 de julio de 2003, aunque ya la ley de 30 de junio de 2000 había consolidado como ley la parte de la ordenanza relativa a los référés, y que en lo sustancial elimina el monopolio del Consejo de Estado sobre la justicia administrativa, da forma a la tutela cautelar, y le atribuye a la propia jurisdicción competencia plena para ejecutar sus propias sentencias, y que como lo hace notar García de Enterría se dispone un sistema extraordinariamente rico y matizado de medidas cautelares, con el que se pone fin al carácter básico y central del principio de ejecutoriedad de las decisiones administrativas.

 [41] CASSAGNE, Juan Carlos, La tutela judicial efectiva. Su incompatibilidad con el dogma revisor y con la regla del agotamiento de la vía administrativa, REDA N° 32, año 11, p. 525 y ss., Buenos Aires, 1999.

[42] Autor citado; Tratado de Derecho Administrativo, T. 2; 2da edición, Buenos Aires: Fundación de Derecho Administrativo, 1998, XII-6 y XII-7

[43] Ricardo Zorraquin Becú; Historia del Derecho Argentino, Tomo I, 1ra. ed; 4ta reimp.; Buenos Aires: Editorial Perrot, 1988, pág. 144.

[44] Si bien el Código de las Siete Partidas tenía un carácter residual en el sistema indiano, tuvo una gran importancia práctica por su sistematización que, sobre todo, los juristas, preferían  por sobre las recopilaciones de leyes. Cabe recordar que, para resolver un caso en las Indias, el orden prelación indicaba en primer término la aplicación del derecho indiano propiamente dicho; las leyes de Castilla y la denominada Novísima Recopilación; el Fuero Real, el Fuero Juzgo, y por último las Partidas de Alfonso el Sabio.

[45] El Reglamento de la Junta Provisional Gubernativa del 25 de mayo de 1810 dispuso la exclusión de los  miembros de la Junta de ejercer el “Poder Judiciario, el cual se refundirá en la Real Audiencia, a quien se pasarán todas las causas contenciosas que no sean de Gobierno”.

[46] Para leer en detalle el debate ver DSCDN, 31///1863, págs. 306 y sig. Asimismo puede leerse un claro relato de esa discusión, expuesta por Juan Octavio Gauna en su trabajo “El proceso administrativo en el orden nacional argentino. Origen y evolución”; “Derecho Procesal administrativo”, Vol. 1; 1ra ed.; Buenos Aires: Editorial Hammurabi SRL, 2004; pág. 35 y sig.

[47] Fallos, 1:317 “Vicente Seste y Antonio Seguich c. Gobierno Nacional; 1864. Entre sus fundamentos se destaca el que expresa “ que es uno de los atributos de la soberanía, reconocido universalmente, que el que la inviste no pueda ser arrastrado ante tribunales de otro fuero, sin su expreso consentimiento, por particulares…que la jurisprudencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que debe servirnos de guía para interpretar nuestra Constitución, reconoce como principio que el Gobierno Nacional no puede ser demandado ante los tribunales, y que la cláusula del artículo tercero sección segunda de la Constitución de aquella República, que corresponde al art. 100 de la Constitución Argentina, que describiendo los casos a que se entiende la justicia federal, dice ser uno de ellos, los asuntos en que la Nación sea parte, solamente se refiere a los pleitos en que es parte demandante…”. En el mismo sentido Fallos 2:236 “ Gómez c. Gobierno Nacional.

[48] El texto modificado expresa: “Los tribunales federales y los jueces letrados de los territorios nacionales conocerán de las acciones civiles que se deduzcan contra la Nación, sea en su carácter de persona jurídica o de persona de derecho público, sin necesidad de autorización previa legislativa; pero no podrán darles curso sin que se acredite haber producido la reclamación del derecho controvertido ante el Poder Ejecutivo y su denegación por parte de éste”. Más adelante, los decretos 20.003/1933, el 7520/4462 de 1944 y el 2126/6163, configuraron el procedimiento administrativo de impugnación de carácter obligatorio, estableciendo el recurso jerárquico y el de revocatoria.  No se podía demandar al Estado, sin que previamente éste hubiese tenido oportunidad de conocer el reclamo en sede administrativa y resolver sobre su procedencia.

[49] "Artículo 32. – El reclamo administrativo previo a que se refieren los artículos anteriores no será necesario si mediare una norma expresa que así lo establezca y cuando:

a) Un acto dictado de oficio pudiere ser ejecutado antes de que transcurran los plazos del artículo 31;

b) Antes de dictarse de oficio un acto por el Poder Ejecutivo, el administrado se hubiere presentado expresando su pretensión en sentido contrario;

c) Se tratare de repetir lo pagado al Estado en virtud de una ejecución o de repetir un gravamen pagado indebidamente;

d) Se reclamaren daños y perjuicios contra el Estado o se intentare una acción de desalojo contra él o una acción que no tramite por vía ordinaria;

e) Mediare una clara conducta del Estado que haga presumir la ineficacia cierta del procedimiento, transformando el reclamo previo en un ritualismo inútil;

f) Se demandare a un ente autárquico, o una empresa del Estado, una sociedad mixta o de economía mixta o a una sociedad anónima con participación estatal mayoritaria, o las sociedades del Estado, o a un ente descentralizado con facultades para estar en juicio."

 [50] Sobre el particular, Cassagne, Juan Carlos, “El fundamento constitucional de la responsabilidad del estado y su regulación por el Código Civil o por leyes complementarias”, LL, 2012-C, 885; Fernando R. García Pullés, “La responsabilidad del estado en el contexto del nuevo código civil y comercial de la nación” en “El control de la actividad estatal “”; Enrique M. Alonso Regueira ... [et.al.] 1a. edición para el profesor - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Asociación de Docentes de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, 2016; págs. 465/479.

[51] Autor cit. “El proceso administrativo en el derecho argentino” en Derecho Procesal Administrativo, Tomo 1, Buenos Aires: Editorial Hammurabi SRL, 2004; págs. 87/121.

[52] Para un detallado análisis sobre la competencia en el proceso administrativo puede verse el trabajo de la autora citada,  “La competencia en lo Contencioso Administrativo Federal” en Proceso Contencioso Administrativo Federal, Carlos F. Balbín; 1ra ed.- Buenos Aires: Abeledo Perrot, 2014, Tomo I, pág. 384/385.

[53] Autora citada; Cuestiones de competencia según la jurisprudencia de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal en Una mirada desde el fuero contencioso administrativo federal sobre el derecho procesal administrativo; 1ª edición, Buenos Aires: FDA, 2012; pág. 17.

[54] El fuero quedaría integrado por una Cámara de Apelaciones en lo Civil, Comercial y Contencioso Administrativo Federal, por Juzgados de Primera Instancia en lo Civil, Comercial y Contencioso Administrativo Federal y por Juzgados Federales de Ejecuciones Fiscales Tributarias, todos con asiento en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Los órganos que integran el Fuero en lo Civil, Comercial y Contencioso Administrativo Federal serán competentes respecto de las materias que a la fecha de entrada en vigor de la ley tengan asignadas los fueros Nacional en lo Civil y Comercial Federal y Nacional en lo Contencioso Administrativo Federal. Los Juzgados Federales de Ejecuciones Fiscales Tributarias creados por la Ley N° 25.293 mantendrán su actual competencia.

[55] Entre otros, el Proyecto de Código Contencioso administrativo elaborado por Bartolomé Fiorini en 1960 y publicado por el entonces Ministerio de Educación y Justicia de la Nación; otro posterior, de 1963, del mismo jurista, pero tendiente a sancionar una ley orgánica de la Administración Pública Nacional, en cuanto, como allí lo explicaba, era una consecuencia necesaria de la que establece el contencioso administrativo (dice el autor: “este no podría tener ninguna vigencia si no se legisla sobre la acción administrativa y esta sería totalmente inoperante si no existiera aquel”). A dichos Proyectos se sumaron, luego, los Dres. Manuel María Diez, José María Ávila y Agustín A. Gordillo en el año 1965 (Ver Gordillo, Agustín A.; Diez, Manuel María y Ávila, José María, Anteproyecto de Código Procesal Administrativo para la Nación”, Bs. As., Del Plata, 1965); el anteproyecto de Código de lo Contencioso administrativo de la Nación propuesto en el año 1968 por una comisión de juristas integrada por los Dres. Miguel s. Marienhoff, Germán J. Bidart Campos, Jorge Tristán Bosch, Adalberto E. Cozzi y Juan Francisco Linares. Luego, en el año 1981, una nueva comisión creada en la órbita del Ministerio de Justicia de la Nación, integrada por los Dres. Miguel s. Marienhoff, Juan Francisco Linares y Juan Carlos Cassagne, elabora el así llamado “Proyecto de Código Procesal Contencioso administrativo para la Nación”. Finalmente, en 1993, una nueva comisión fue creada por resolución 897/1993 del Ministerio de Justicia de la Nación, conformada por los Dres. Miguel s. Marienhoff , Juan Carlos Cassagne, Juan Octavio Gauna, Juan Carlos Cantero, Carlos M. Grecco, Julio R. Comadira y Rodolfo C. Barra, que culminó su labor en el año 1994. Véase Ernesto Alberto Marcer, La necesidad de sancionar un Código Contencioso Administrativo en el orden federal en la obra colectiva “Aportes para la sistematización de la normativa contencioso administrativa federal” : Congreso Federal sobre reformas legislativas, Mar del Plata, febrero de 2014 /... coordinado por Santiago Matías Ávila. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Infojus, 2015; pág. 171 y sig.; en especial Nota 7. También Proyecto de Ley S-1873/11 del  ex Senador Marcelo A. H. Guinle.

[56] Si el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el artículo 1 no estuviere ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los estados Parte se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades (art. 2º de la Convención Americana de Derechos Humanos)

[57] La Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo oportunidad de afirmar que mediante el dictado de normas procesales en lo contencioso administrativo a nivel nacional se resolverían muchas diferencias interpretativas tanto en doctrina como en la jurisprudencia  como  el de la habilitación de instancia”, y concluyó que “la aclaración legislativa de esta cuestión contribuirá a fortalecer la seguridad jurídica y, de este modo, se evitarán situaciones potencialmente frustratorias de los derechos de los administrados” (CSJN, in re “Resch, Héctor Juan c. Mrio. del Interior – Policía Federal s/ personal militar y civil de las FF.AA. y de Seg.” –R.920.XXXVI–, sentencia del 26/10/04, voto de la Dra. Elena Highton de Nolasco).

[58] Eduardo García de Enterría; Problemas del derecho público al comienzo de siglo; Civitas: Madrid, 1ra ed. 2001, pág. 40 y sig.

[59] Precisamente todo lo relativo  a lo discrecional, lo arbitrario  y lo razonable tiene un matiz y alcance propio en el sistema judicial argentino que difiere del derecho norteamericano, aunque no sea posible marcar una diferencia acerca de qué se entiende conceptualmente  sobre tales términos. El modo, las técnicas que se utilizan para juzgar una conducta administrativa es lo que varía y, consecuentemente, quiérase o no, varía la decisión judicial y el sentido de lo que es justo. La cultura jurídica juega en ello, un papel decisivo.

[60] Autor citado; Derecho Administrativo – Reconcebir el control judicial de la Administración Pública; Instituto Nacional de Administración Pública: Madrid; primer edición en español: diciembre 1994; pág. 127.

[61] Par entender el razonamiento de la Corte Suprema de los EEUU, y, en definitiva, del derecho estadounidense, hay que consignar que las agencias son las entidades administrativas, similares a lo que el derecho continental europeo conocemos como “órgano”. Pero estas agencias son especializadas en los asuntos de su competencia, de ahí que, cuando emiten una opinión o establecen reglas administrativas con rango de ley, sus decisiones son altamente valoradas en el derecho administrativo norteamericano. Cuando se impugna una decisión tomada por una agencia, emerge no ya la cuestión de la razonabilidad de la medida, sino cuál es el alcance de la revisión judicial sobre una regla administrativa  dictada en virtud de una competencia delegada por la ley o estatuto. Por lo tanto, la cuestión sería: ¿Puede un Juez o Tribunal ejercer un control estricto en la revisión de la conducta administrativa que implique sustituir el criterio técnico de la agencia? Esto fue en definitiva la pregunta que se hizo la Corte Suprema en el referido caso Chevron. Así, determinó que solo si la ley que le asigna la competencia no es precisa puede verificarse si la interpretación de la agencia es razonable, resaltando que esa competencia puede ser expresa o implícita. En esto se basa, el principio de la deferencia hacia las interpretaciones administrativas de las agencias; en otros términos, la experiencia o el conocimiento técnico de la agencia prevalece en tanto la regla administrativa sea razonable en función del mandato legislativo (ley). La cuestión no deja de tener cierta similitud en nuestro Derecho cuando se analiza la razonabilidad en el ejercicio de una potestad discrecional para definir una política pública en tanto la revisión busca determinar si entre las opciones posibles la Administración ha elegido aquella que resulta más compatible con el interés público. Válido es recordar que, conforme doctrina de la CSJN, el control judicial de los actos denominados tradicionalmente discrecionales o de pura administración encuentra su ámbito de actuación, por un lado, en los elementos reglados de la decisión -competencia, forma, causa, finalidad y motivación-y, por el otro, el examen de su razonabilidad (Causa Scarpa, de fecha 22/08/19 y Fallos: 315:1361, entre otros). Ya en 1992 expresó en in re»: «Consejo de Presidencia de la Delegación de Bahía Blanca de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos», 23/6/1992, en LL, 1992 E 102 y ss. «Superada en la actualidad la antigua identificación entre discrecionalidad y falta de norma determinante o laguna legal, por considerarse que la libertad frente a la norma colisionaría con el principio de legalidad, se admite que la estimación subjetiva o discrecional por parte de los entes administrativos solo puede resultar consecuencia de haber sido llamada expresamente por la ley que ha configurado una potestad y la ha atribuido a la Administración con ese carácter, presentándose así en toda ocasión como libertad de apreciación legal, jamás extralegal o autónoma». Cabe distinguir, no obstante, que en el derecho estadounidense priva el criterio técnico, salvo que de la norma no surja, expresa o implícitamente, la potestad de la Agencia; en cambio, en nuestro Derecho, el Juez analiza bajo el criterio de razonabilidad si el ejercicio de una potestad administrativa es conforme a Derecho. Esto es, si es legítima o no, sea discrecional o reglada dicha facultad.

[62] Ese paralelismo fue abordado en el derecho español por el Tribunal Supremo cuando afirmó que “en realidad, este procedimiento de análisis no es sino un enriquecimiento y profundización del que nos ofrece la vieja disciplina de la llamada discrecionalidad técnica, que tan acostumbrados estamos a aplicar y que nos aconseja, valorando el procedimiento seguido para la toma de las decisiones y la significación de imparcialidad y competencia técnica del órgano que las ha adoptado y de los asesoramientos de que ha disfrutado, dejar un margen amplio (lo que tribunales de otros países llaman reconocer una deferencia) fundado en la confianza que pueda merecernos un juicio emitido en aquellas condiciones, reinterpretando así el Principio de presunción de validez de los actos administrativos, que no puede transformarse en un dogma que dificulte nuestra función, pero tampoco quedar reducido a un «flatus vocis» cuando se nos ofrezca como técnica útil para el enjuiciamiento. (Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección Pleno del 4 de abril de 1997). Para García de Enterría, la denominada “deferencia” es un concepto inútil en el derecho continental europeo; comparte la posición de Schwartz de que dicha doctrina tiene una raíz eminentemente política y que equivaldría a “retrasar el reloj jurídico”, no visualizando razón alguna mínimamente seria para tal operación quirúrgica (Democracia, Jueces y Control de la Administración; 3ra edición, Madrid: Editorial Civitas, 1997; págs. 207 y sig.).

[63] Sesín, Domingo, Administración Pública. Actividad reglada, discrecional y técnica. Nuevos mecanismos de control judicial, Depalma, Bs.As. 1994, p. 287.

 [64] Aun cuando pueda compartirse cierta similitud objetiva, el principio de “razonabilidad” se encuentra debidamente incorporado en la doctrina y la jurisprudencia en nuestro país. Todos sabemos a qué se refiere y es una afirmación conteste que “es la razonabilidad con que se ejercen las facultades discrecionales el principio que otorga validez a los actos de los órganos del Estado y que permite a los jueces, ante planteos concretos de parte interesada, verificar el cumplimiento de dicha exigencia".

Utilizar el concepto de “deferencia” para referirnos a cuestiones concretas o incorporándoles en el lenguaje jurídico por los distintos operadores como una especie de sinónimo o idea similar, es contaminar el proceso de interpretación de la ley y dejar abierta la posibilidad que, a través de este, se entronice una versión del self restraint que condicione la plena justiciabilidad de los actos estatales. Tampoco puede asimilarse al modo en que la doctrina y la jurisprudencia alemana ejerce el control de legalidad material en la actuación administrativa a través del principio de proporcionalidad. Aunque pueda presumirse cierta similitud con el principio de razonabilidad (en tanto todo lo que es irrazonable es desproporcionado al fin y por lo tanto ilegal) en realidad aquella supone un límite material, más concreto pues exige la ponderación como estándar práctico para determinar esa proporcionalidad, mientras que la razonabilidad se refiere a cierta valoración de aspectos axiológicos y de adecuación de la decisión administrativa a la norma superior (“aceptabilidad”). Esta cuestión excede largamente el objeto del presente; sobre el particular puede consultarse a Juan Carlos Cassagne, ob. cit., págs. 155/185; Eberhard Schmidt Assmann, “La teoría general del derecho administrativo como sistema: Madrid: ”, Marcial Pons, 2003; pág. 88 y sigs.; Hermann-Josef Blanque, “El principio de proporcionalidad en el Derecho Alemán, Europeo y Latinoamericano, Rev. Círculo de Derecho Administrativo, págs. 343 y sigs.

[65] Sobre el particular, Cassagne, Juan Carlos, “Los grandes principios del derecho público constitucional y administrativo; 1ra ed.; Buenos Aires: La Ley, 2015

[66] Los artículos 1, 2, y 3 del Código Civil Nuevo  ha permitido afirmar la “constitucionalización del derecho privado” y la tendencia de asignarle al Juez no solo la dirección judicial del proceso sino una actividad jurisdiccional oficiosa, preventiva y protectoria que habilita al Juez a implementar medidas instrumentales tendientes a  "contribuir a la más efectiva realización del derecho"  sujetas a la discrecionalidad dentro de los límites de razonabilidad (art. 28 CN). La judicatura debe priorizar el significado funcional de los preceptos legales, tras una interpretación dinámica que comprometa al juez con los resultados de la decisión y privilegiar el acceso a la verdad material en el caso específico. (Morello, Augusto M., "El derecho en el inicio del siglo XXI", Rev. Jurisprudencia Argentina, Bs. As., 2001-III-920).

[67] Al respecto, Carlos Ignacio Massini-Correas; “Jurisprudencia analítica y derecho natural – Análisis del pensamiento filosófico-jurídico de John Finnis”; 1ª ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Marcial Pons Argentina, 2018;  Capítulo II, págs. 29 y sig.

[68] Si el fin de la Justicia es el bien común en toda relación conmutativa está implícito el deber de comportamiento que facilite la concreción de aquél.

[69] Autor Citado; La idea medieval del Derecho. Su versión en línea puede verse en  http://www.ulpiano.org.ve/revistas/bases/artic/texto/RDUCV/23/rucv_1962_23_9-65.pdf

[70] Véase Punto 1.b.2; en especial nota 21.

[71] Autor cit.; La lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo tras la Revolución Francesa; Madrid: Alianza Editorial; 1994. El autor define a la Revolución Francesa como “un nuevo orden político y social que pretendió crearse sobre fundamentos enteramente nuevos”, pero también que ese nuevo lenguaje que la expresaba fue utilizado como instrumento político; así “la lengua del poder va a intentar convertirse inmediatamente en la lengua del Derecho” y la expresión del “derecho natural declarado, revelado, casi podríamos decir, en la obra refulgente de la Asamblea” (Págs. 18, 26 y sig.).

[72] Autor citado, De la arbitrariedad de la Administración, 2da edición ampliada; Madrid: Civitas, 1997; pág. 112 y sus notas 9] y 10].

[73] Art. 26 CADH; arts. 2 PIDESC, 2.2. PIDCP, 24 CEDM; Informe anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos 1993, Disponible en: https://www.cidh.oas.org/annualrep/93span/cap.V.htm;   Comisión Interamericana de Derecho Humanos (1993). Informe Anual de la Comisión IDH, 11 de febrero de 1994; punto ii) El principio del desarrollo progresivo, párrafo 2;  art. 5 de la Declaración de Viena, aprobada por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos el 25 de junio de 1993 (Todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso. Debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean cuales fueren sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales).  Caso  Cantoral Benavides del 18 de agosto de 2000;   Caso Fleury y ots. Vs. Haití (CIDH), Resolución del 22/11/2019; Caso Cesti Hurtado vs. Perú (CIDH), Resolución del 14/10/19, parag.30; Opinión Consultiva OC-9/87 del 6 de octubre de 1987; páragr. 24/29, entre otros. Art. 13 TCE; art. 53 Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea (2007).

[74] Política, Libro III, Capítulo X, 2da reimp., Madrid: Editorial Alba, 1999; pág. 113.

[75] La tensión entre el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo es un capítulo en desarrollo desde, al menos, la Edad Media. La relación entre Poder (político) y Derecho no es sino el argumento central del mismo. Al fin y al cabo, la lucha por el control del Poder marca indeleblemente la relación entre dos funciones del Estado. La innovación institucional que importó el Consejo de la Magistratura marcó un punto de inflexión en la relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial, en el marco de la denominada “democratización de la justicia”. Comienzo por afirmar que la fuente de legitimación de la Justicia es la Constitución Nacional, así como la fuente de legitimación del Poder Ejecutivo es la elección popular. No hay en ello asimetría alguna. Solo dos métodos de acceso a ambas magistraturas. Pero cuando lo que se busca desde el poder político es “democratizar” al Poder Judicial, lo que está diciendo es que un órgano que no tiene carácter electivo no está  legitimado para controlar a quien ha sido “ungido” por el voto de la mayoría. En ese esquema, el Consejo de la Magistratura ha sido y es, el campo de batalla elegido para dirimir ese planteo. Así, la ley 24.397 que regula el funcionamiento del Consejo, que es órgano permanente del Poder Judicial, estableció una composición equilibrada entre representantes de los órganos electivos, jueces, abogados y académicos. Sin embargo, la ley 26.080 modificó sustancialmente la composición reduciendo su integración a 13 miembros y otorgando mayoría de siete miembros a los representantes políticos. La lucha política se trasladó al seno de dicha institución rompiendo con una de sus características consustanciales: su independencia y especialización. Ello sin embargo no sería todo. En 2013 se sanciona la ley 26855 modificando otra vez el Consejo, elevando el número de miembros a 19: tres jueces de la Nación elegidos mediante sufragio universal (dos por la mayoría y uno por la minoría); tres representantes de los abogados de la matrícula federal, elegidos también por sufragio universal ( dos por la mayoría y uno por la minoría); seis representes de ámbitos académicos, también elegidos por sufragio universal ( 4 por la mayoría y dos por la minoría); seis legisladores (tres por cada una de las Cámaras) de los cuales dos corresponden a la mayoría y uno a la minoría, y un representante del Poder Ejecutivo. Además, por cada miembro titular se elegiría un suplente, mediante igual procedimiento, para reemplazarlo en caso de renuncia, remoción o fallecimiento. La Justicia declaró inconstitucional los principales artículos de la ley en primera instancia, sentencia que fue convalidada por la Corte Suprema de Justicia ("Rizzo, Jorge Gabriel (apoderado Lista 3 Gente de Derecho) s/ acción de amparo c/ Poder Ejecutivo Nacional, ley 26.855, medida cautelar (Expte. N° 3034/l3). En lo que aquí interesa, la Corte expresó: Que de una lectura de la primera parte del segundo párrafo del artículo 114 de la Constitución resulta claro que al Consejo de la Magistratura lo integran representantes de los tres estamentos allí mencionados: órganos políticos resultantes de la elección popular (Poder Legislativo Y Poder Ejecutivo), jueces de todas las instancias Y abogados de la matricula federal. Así, las personas que integran el Consejo lo hacen en nombre y por mandato de cada uno de los estamentos indicados, lo que supone inexorablemente su elección por los integrantes de esos sectores. En consecuencia, el precepto no contempla la posibilidad de que los consejeros puedan ser elegidos por el voto popular ya que, si así ocurriera, dejarían de ser representantes del sector para convertirse en representantes del cuerpo electoral. Por lo demás, la redacción es clara en cuanto relaciona con la elección popular a solo uno de los sectores que integra el consejo, el de los representantes de los órganos políticos. Por su parte prevé que el órgano también se integra con los representantes del estamento de los jueces de todas las instancias y del estamento de los abogados de, la matricula federal, cuya participación en el cuerpo no aparece justificada en su origen electivo, sino en el carácter técnico de los sectores a los que representan. A su vez, en el precepto no se dispone que esta composición deba ser igualitaria, sino que se exige que mantenga un equilibrio, 'término al que corresponde dar el significado que usualmente se le atribuye de “contrapeso, contrarresto, armonía entre cosas diversas" (Real Academia Española, vigésima segunda edición, 2001). Como expresé esta es una contienda en permanente desarrollo. Designación de jueces, evaluación de candidatos, la promoción de investigaciones a jueces; abrir o cerrar expedientes según los intereses políticos no son sino una faceta de esa faz agonal -inmoral- a la que se ha trasladado la política. Actualmente, el Consejo Asesor creado por Decreto 635/2020 ( Consejo Consultivo para el Fortalecimiento del Poder Judicial y del Ministerio Público), según informaciones periodísticas habría sugerido al Poder Ejecutivo Nacional  la idea de instaurar el juicio por jurados para casos de corrupción e incrementar las sillas en el Consejo de la Magistratura, el cuerpo encargado de remover y designar jueces. Se propondrá que sean 16 integrantes y no 13 como hasta ahora, y con menos representantes de la política. De hecho, se proponen cuatro legisladores, cuatro abogados, cuatro jueces y cuatro académicos con la suficiente representación federal y de género. (https://www.lanacion.com.ar/politica/el-comite-asesora-al-presidente-justicia-termino-nid2509820).

[76] Ob. Cit. Libro III, Capítulo XI. Dice el “Estagirita” “…la ley es una regla general que instruye y guía; confía la aplicación de sus principios a los magistrados y puede esperar de ellos que no sea estéril la instrucción que les dispensa y su justicia y buen sentido para los casos en que ella se calla…es imposible que un hombre pueda ver todo con sus propios ojos; será pues, preciso que delegue su poder en otros magistrados inferiores...” (págs. 116/117).

[77] Véase  Carlos I. Massini-Correas “La concepción normativa del gobierno del Derecho: nuevas objeciones al rule of law y una respuesta desde las ideas de John Finnis”;  Persona y Derecho / vol. 73 / 2015/2 / 203-230. Asimismo, del autor “Jurisprudencia analítica y derecho natural -Análisis del pensamiento filosófico-jurídico de John Finnis; 1ra ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Marcial Pons, Argentina, 2018.

[78] El Consejo de la Magistratura es una institución propia de aquellos países en los que la división de poderes no responde al esquema institucionalizado en Argentina, sino que es un resabio del poder regio absolutista que, a través del tiempo fue cediendo ese poder político en un régimen parlamentario. En ese esquema, la justicia estuvo en su origen  incorporada en el área del poder ejecutivo y, por lo tanto, era administrada y no constituida un poder independiente. Desde esta perspectiva el Consejo de la Magistratura es una institución ajena a nuestro sistema político. Sobre el particular, puede consultarse la Comunicación sobre el Consejo de la Magistratura del académico Dr. Alberto Antonio Spota, en la sesión privada de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas del 28 de junio de 1995; Tomo XIV-1995.

[79] Autor y obra citada, pág. 206

[80] En una entrevista al  académico citado (realizada –sobre la base de las preguntas preparadas por Jimena Aliaga Gamarra, miembro de la Comisión de Contenido de THEMIS– por Fernando de la Flor Koechlin, miembro de la Comisión de Financiamiento, e Iván Blume Moore, miembro de la Comisión de Contenido, quien tuvo a cargo la traducción) este afirma, en lo que aquí concierne, que existe mucho más indeterminación en el ordenamiento jurídico positivo de lo que reconoce la corriente dominante de pensadores del Derecho, y que “la existencia o inexistencia de una compulsión legal, se comprende mejor “fenomenológicamente”. Asimismo, que las normas del derecho privado tienen un trasfondo neutral, mientras que la intervención del Derecho Público es en orden a cambiar resultados “en una dirección socialmente deseable”; los Critical Legal Studies(movimiento creado y auspiciado por él) pone el acento en áreas del ordenamiento jurídico privado que se entienden “como la expresión de principios generales incontrovertibles” que “implican decisiones políticas” y que en la tarea de la interpretación jurídica, tanto jueces como profesores “tienen la tendencia, primero, a encubrir o negar el grado de elección que existe en esa práctica interpretativa y, segundo, a ignorar o negar las consecuencias distributivas o políticas de la elección entre las posibles interpretaciones”. Llama a esto “discurso de necesidad”, lo que no lo hace transparente y en consecuencia “es en realidad un discurso de elección e intención política presentado como un discurso de necesidad interpretativa” de modo tal que se traduce como apoyo al “status quo en contra de cualquier esfuerzo serio por la justicia social”. Kennedy critica severamente lo que denomina la indeterminación del Derecho, poner en discusión las consecuencias distributivas de la interpretación jurídica clásica, y sustancialmente analizar el contenido ideológico del Derecho desde una perspectiva fenomenológica, rechazando la concepción que lo ve como una superestructura y la pretendida neutralidad que aboga el liberalismo sobre aquel.

[81] En el caso “Vicentin” la pretendida intervención se comunicó como  "una operación de rescate de una empresa que está en concurso preventivo de acreedores, y que permitirá su continuidad, dar tranquilidad a sus trabajadores y garantizar a unos 3.000 productores que tendrán a quien seguir vendiéndole su producción”. En los considerandos del DNU 522/2020 se expresa que  la pandemia producida por el virus SARS-CoV2, generó una crisis económica global que afectaba el desarrollo del proceso concursal de la empresa en los plazos previstos; que otras empresas del grupo evidenciaban serios problemas nivel de incertidumbre en el mercado agroindustrial, creando un panorama cada vez más complejo para la firma, cuyo accionar no sólo está siendo investigado por el Poder Judicial; y que  también produce cada vez más desconfianza entre los diversos productores, los que, en muchos casos, tomaron la decisión de no vender sus existencias a esta sociedad, profundizando la crisis puertas adentro de la empresa; que el BANCO NACIÓN ARGENTINA, ha iniciado un sumario administrativo con el fin de investigar si las autoridades de ese Banco actuaron en infracción a la normativa vigente cuando le permitieron a la empresa VICENTIN S.A.I.C asumir una deuda millonaria con esa entidad bancaria; y que en sede penal se investigan presuntos hechos delictivos vinculados con la empresa y el accionar de las autoridades del Banco de la Nación Argentina; la producción agropecuaria resulta estratégica para nuestro país, garantizando la provisión de alimentos para la población y la exportación de materias primas, las cuales tienen un peso considerable en la estructura del comercio exterior y que, se dispone la ocupación temporánea por SESENTA (60) DÍAS de la sociedad VICENTIN S.A.I.C. la que se dispone administrativamente en razón de utilidad pública y con el objeto de asegurar la continuidad de la empresa, la preservación de sus activos y de su patrimonio, y la protección de los puestos de trabajo en peligro, lo que se vuelve urgente en el marco de las emergencias dictadas por la Ley N° 27.541 y la situación de emergencia sanitaria inédita que vive el país, teniendo en cuenta el volumen de la empresa en cuestión, la soberanía alimentaria y la necesidad de evitar impactos de alta negatividad en la economía. No es del caso aquí analizar la intervención desde el punto de vista legal, si es o no constitucional. Lo que surge claramente de los considerandos del decreto en cuestión es que bajo el ropaje jurídico (corto, por cierto) se esconde una sanción a una empresa que es deudora de un banco oficial por un crédito otorgado bajo otra Administración. Para ello se apeló a un supuesto interés público: producción agropecuaria estratégica, garantizar la provisión de alimentos, la continuidad de la empresa y la soberanía alimentaria. Fines loables, por cierto, pero pretendidos mediante un recurso jurídico inapropiado. En cualquier caso, la Corte Suprema de Justicia hace tiempo definió ya que “en lo que respecta a la existencia de un estado de necesidad y urgencia, es atribución de este tribunal evaluar, en este caso concreto, el presupuesto fáctico que justificaría la adopción de decretos que reúnan tan excepcionales presupuestos”. “El Poder Judicial debe entonces evaluar si las circunstancias invocadas son excepcionales, o si aparecen como manifiestamente inexistentes o irrazonables; en estos casos, la facultad ejercida carecerá del sustento fáctico constitucional que lo legitima”. Que la Constitución “autoriza al Poder Judicial a verificar la compatibilidad entre los decretos dictados por el Poder Ejecutivo y la Constitución Nacional, sin que ello signifique efectuar una valoración que reemplace aquella que corresponde al órgano que es el competente en la materia o invada facultades propias de otras autoridades de la Nación, y que “cabe descartar de plano, como inequívoca premisa, los criterios de mera conveniencia del Poder Ejecutivo que, por ser siempre ajenos a circunstancias extremas de necesidad, no justifican nunca la decisión de su titular de imponer un derecho excepcional a la Nación en circunstancias que no lo son. El  texto de la Constitución Nacional no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto” (“Consumidores Argentinos c/ EN –PEN- Dto. 558/02 –ley 20.091 s/ amparo ley 16.986”, C. 923. XLIII, sentencia del 19 de mayo de 2010).

Otro ejemplo es la ley de seguridad que China impuso en Hong Kong mediante la cual se otorga amplios poderes para reprimir una variedad de conductas tipificadas como crímenes políticos. La única función de la ley es limitar los derechos civiles y el control político de los habitantes. Así,  dañar los edificios gubernamentales sería considerado un acto de subversión que amerita cadena perpetua en casos “graves”. El sabotaje al transporte sería una actividad terrorista punible con cadena perpetua si perjudica a otras personas o causa destrozos significativos a la propiedad, pública o privada. Además, la ley otorga amplias facultades para intervenir en los asuntos legales de Hong Kong, sin el control de las cortes locales ni los legisladores. Hong Kong desde hace tiempo goza de un poder judicial independiente de gran prestigio entre los ciudadanos de esa ciudad. Ahora, todo se ha trastocado en nombre de la seguridad nacional china.

[82] La ley de medidas cautelares (Ley N° 26854) da cuenta de ello. La exigencia del informe previo de la autoridad para que se expida sobre el interés público comprometido, la exigencia de requerir la suspensión del acto en sede administrativa, el otorgamiento de efectos suspensivos a la apelación de las medidas cautelares que suspendan leyes, decretos de necesidad y urgencia, o delegados descompensa la relación Persona (derechos)-autoridad administrativa (prerrogativas) y vulnera el principio de la tutela judicial efectiva y condiciona la libre convicción del Juez. Claro que, puede afirmarse, que el Juez tiene la facultad de declarar inconstitucional la ley. Y ha ocurrido ( “De Felipe Ricardo c/ Estado Nacional s/ acción meramente declarativa de inconstitucionalidad” – 31/5/2013 – MJ-JU-M-79134-AR / MJJ79134, “Colegio de Abogados Departamento Judicial de Mar del Plata y otro c/ Estado Nacional-PEN s/ acción declarativa de inconstitucionalidad” – 31/5/2013 – MJ-JU-M-79120-AR / MJJ79120; “Spinelli Ana María c/ Estado Nacional s/ acción meramente declarativa de inconstitucionalidad” – 4/6/2013 – MJ-JU-M-79224-AR / MJJ79224 ; “Gascón Alfredo Julio María c/ Poder Ejecutivo Nacional s/ acción de inconstitucionalidad – 5/6/2013 – MJ-JU-M-79237-AR / MJJ79237 , entre otros) pero lo que quiero resaltar es la intencionalidad de restringir esa libertad jurídica a fin de resguardar lo que el Poder define como interés público comprometido.

[83] “Que los derechos humanos sean un invento de la Modernidad quizá sea cierto desde el punto de vista puramente terminológico, porque lo cierto es que hasta el mismo Santo Tomás tiene una idea clara de los derechos humanos, que expone cuando habla de la justicia, en cuanto que propiamente se refiere al trato que han de recibir los demás en consideración a su ser persona, y no por otra razón especial. Además, como hace notar Finnis, el tratamiento que Sto. Tomás hace de las injusticias es un tratamiento implícito de los derechos. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 137. Después de Santo Tomás, sin ir más lejos, el papa Pablo III (t 1549) y sus sucesores intercedieron con firmeza en favor de los derechos de los indígenas y promovieron su reconocimiento legal. Carlos V promulgó leyes -otra cosa es que no se respetaran debidamente- que protegían los derechos de los indígenas, a los que expresamente reconocían como personas y, por tanto, titulares de derechos humanos. En el siglo XVII los teólogos y los canonistas españoles -muy especialmente el R Vitoria desarrollaron doctrinalmente la idea de los derechos humanos, aunque posteriormente, los pensadores liberales de la Europa protestante hicieron suya. Un elenco clasificado de los derechos humanos formulados por el R Vitoria extraídos de sus obras puede verse en Hernández Martín, Ramón, Derechos humanos en Francisco de Vitoria, Ed. San Esteban, Salamanca, 2° ed., 1984, principalmente en las pp. 241-258” Cita de Diego Poole en “Bien Común y Derechos Humanos”; Nota 13. trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación titulado «Los derechos humanos en la era de la interculturidad», DER2008-06063-JURI, financiado por el MEC y cuyo investigador principal es el Prof. Andrés Ollero.

[84] Así, afirma el autor citado, que en este supuesto solo tendrá potestades para reglamentar cuando expresamente se le confiera y siempre que el ejercicio del derecho por parte del individuo pueda afectar a terceros, a la seguridad o bienestar de la comunidad. Nunca la limitación podrá estar fundada en intereses momentáneos de un gobierno o de un grupo dentro de la sociedad; sino que deberá estar basada en una mejor coordinación para asegurar el ejercicio de los derechos humanos a todos en un pie de igualdad. ¨Derechos Humanos,” 4ta ed., Fundación de Derecho Administrativo, 1999, V-7.

[85] Carmelo de Diego-Lora; “Jueces y abogados ante la ley injusta”, en Persona y Derecho, Revista de Fundamentación de las instituciones jurídicas y de Derechos Humanos; Ediciones Universidad de Navarra S.A. Nro. 16, 1987, pág. 158. Dice el autor:”. No puede haber contradicción entre bien común y dignidad de la persona humana, pues su correlación es tal que si, por fuerza de unas leyes humanas, buscando un supuesto bien común, se despreciaran los bienes de la persona, su vida, su libertad de elección, por ejemplo, en materia de enseñanza, no sólo dejaría de quedar dañada la propia humana dignidad, sino que tampoco se salvaría de ese daño el propio bien común, conformado por múltiples sumas de bienes particulares pertenecientes al hombre. Tales leyes, por ser contrarias a la dignidad de la persona, serían también adversas al bien común, y en consecuencia serían leyes injustas...”.

[86] “Porque el gobierno no consiste en otra cosa que en controlar de tal modo a los súbitos que éstos ni puedan ni tengan razón alguna para hacerte daño. Y esto se puede lograr o bien asegurándose de que carezcan de todo medio apto para hacerte daño o bien tratándoles tan bien que les resulte irracional el deseo de un cambio de fortuna…es muy laudable que un príncipe actúe de buena fe y viva con integridad y sin astuta maña. Todo el mundo se da cuenta de esto. Sin embargo, la experiencia de nuestros tiempos demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no han tomado en consideración la buena fe y sí que han usado de la astucia y de la habilidad para confundir a los hombres e imponerse finalmente a aquellos que han hecho de la lealtad su fundamento…” (Maquiavelo, extracto de los Discursos y de El Príncipe. Sobre el pensamiento político del florentino puede consultarse el libro de Giuseppe Prezzolini, “Maquiavelo”, Barcelona: Editorial Pomaire, 1967).

[87] Autor citado; De la arbitrariedad de la Administración, 2da edición ampliada; Madrid: Civitas, 1997, págs. 113 y sig.

[88] Es necesario detenerse un momento y preguntarse por qué en países con cultura y estructura político institucional diversa a la nuestra estos riesgos no existen, al menos, no con la virulencia que se expresa entre nosotros. Allí, las costumbres, los modos de actuar, las relaciones de alteridad, las conductas que se sostienen en el tiempo son convalidadas y consideradas idóneas como reglas de conducta individual y social y lo jueces observan atentamente las mismas para resolver cualquier diferendo; las instituciones, aun con disensos, son respetadas y el Estado como tal no se corporiza en normas escritas. Estas son residuales y solo para convalidar aquellas que no están escritas; el Estado no monopoliza el Derecho. La soberanía, no es, por lo tanto, un concepto que exprese supremacía respecto de los ciudadanos. El soberano es el Pueblo. En cambio, en aquellos países, como el nuestro, adscriptos al concepto del Estado como estructura político institucional, se ha recurrido a la teoría de la representación para avalar esa transferencia de soberanía a personas elegidas mediante el voto y que, tan pronto se institucionaliza se desprende de los intereses comunitarios y responde a los intereses del Poder, que puede en ocasiones coincidir con los intereses de la sociedad.

[89] Esta escueta reflexión  reconoce  como fuente el innovador y audaz pensamiento de  Roberto Gargarella (Un papel renovado para la Corte Suprema. Democracia e interpretación judicial de la Constitución - https://www.cels.org.ar/common/documentos/gargarella.pdf) sobre los múltiples criterios interpretativos que utilizan los jueces, los cuales afirma, pueden llevar a soluciones opuestas en el proceso de control de constitucionalidad y la convicción volcada en su artículo sobre la teoría democrática a partir  de lo que denomina la deliberación democrática y que justifica el sistema democrático “solo y en la medida en que contribuye a que tomemos decisiones imparciales para lo cual -se presume aquí- resulta imprescindible apoyarse en un proceso igualitario de discusión colectiva”. En la medida en que se satisface las exigencias propias de un proceso de tomas de decisiones (inclusión, debate colectivo, igualdad) es posible plantearse de mejor modo la pregunta sobre la legitimidad democrática del control judicial de constitucionalidad. Ser motor y garante de la discusión pública -expresa-  requiere de los jueces la asunción de un papel más modesto - acorde con sus capacidades y su legitimidad- pero al mismo tiempo un papel crucial dentro del proceso de toma de decisiones democrático: ellos deben ayudar a la ciudadanía a conocer los diversos puntos de vista en juego en situaciones de conflicto; deben forzar a los legisladores a que justifiquen sus decisiones; deben poner sobre la mesa pública argumentos o voces ausentes del debate; deben impedir que quienes están en control del poder institucional prevengan a quienes están afuera del mismo a que participen de él y lleguen a reemplazarlos; deben impedir que desde los órganos decidores se tomen no fundadas en argumentos –decisiones que sean la pura expresión de intereses de grupos de poder . Actuando así, los jueces promueven un objetivo importante: el diálogo democrático. Y dicho fin, además, puede y debe lograrse por medios también dialógicos, es decir, ofreciendo argumentos, creando foros de debate, organizando comisiones para la discusión de temas públicos, etc. Sostiene que la adopción del método dialógico es posible verificarlo, no solo en algunos precedentes de nuestra Corte Suprema (Caso Verbitsky s/habeas corpus y el caso planteado sobre los daños medioambientales de la cuenca del río Matanza-Riachuelo), sino que en el derecho comparado, autores como Scott y Macklem (1992, 122) han manifestado,  haciendo foco en casos como People’s Union for Democratic Rights, Scottt y Macklem, que Cortes como la de la India y Sudáfrica  “enfatizan un diálogo cooperativo entre la rama judicial y los poderes ejecutivo y legislativo, que se opone a la visión estándar de la separación de los poderes,” a través de una serie de mecanismos dialógicos, tales como la fijación de directivas al ejecutivo, o la adopción de pautas flexibles, orientadas a facilitar un diálogo entre las ramas políticas y judicial.



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